Arena

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Nos desprendimos del sudor con el salitre. El terral volvía chicle el pan, el ánimo, amansaba el picor. El agua helada. La superficie del mar un abanico desplazándose en horizontal. Las quejas de Pipo de que no entrasen olas, de que nunca entraran olas en verano, ojalá hubiera nacido en California o en Hawái o en Pelotas Tristes. Se quejaba mientras se estiraba o lanzaba patadas al aire. El Bocina chupaba un helado con su boca de hipopótamo, chorreones en el pecho. El Manco y yo sentados en la parte central del espigón, con las espaldas apoyadas en la farola y los ojos engurruñados a causa del sol caníbal.

El espigón. El reino. Igual que en aquella película de surferos que habíamos visto en el Lope de Vega y que el Polaco, el que proyectaba en el cine de verano Los Galanes, nos había prometido programar.

Un niño de unos ocho años con un cubo, acompañado por su padre, trataba de atrapar un cangrejo entre las rocas del espigón. El padre estuvo a punto de caer al agua. Las piedras en contacto permanente con el agua tenían una fina capa de moho y resbalaban. Había que saber dónde colocar los pies. El hijo le señaló al padre otro crustáceo. Este se agachó estirándose cuanto pudo. La cara de decepción del hijo hablaba por sí misma. El padre nos echó un vistazo. Fauna autóctona, debió de pensar. Se notaba que padre e hijo eran del interior. Andaban por las piedras con torpeza y tiento. El padre repitiéndole al hijo cada vez que ponía un pie en una roca que tuviese cuidado. Pipo lo miró con desdén, le molestaba que incordiase al chico.

—Ayer os perdisteis la bronca que hubo en Bobby Logan —comentó Pipo, y siguió hablando mientras en paralelo ejecutaba katas—. Los de La Cala y los Gitanos se liaron a hostias. Salieron botellas volando y alguien sacó un puño americano y…

—Lo raro es que no haya más broncas —interrumpió el Manco.

—A este no le pregunto, estaría con sus dibujitos y su librito que no puede enseñar. Pero tú ¿dónde te metiste? —le increpó Pipo.

—Follándome a tu madre.

—Te habrán salido hongos.

El cazador de cangrejos se dio la vuelta y nos miró. Pipo no apartó la mirada. Desafiante. En su ambiente. Dijo:

—Hoy seguro que se vuelve a liar.

Parecía que el cazador de cangrejos iba a decirnos algo, pero nos dio la espalda cuando el niño reclamó de nuevo su atención señalándole una posible captura.

—La cerrarán —intervino el Bocina.

—Me la suda —dije, por meterme en la conversación, por sentir que seguía allí, con ellos, que no me había ido a ninguna parte, que no me arrastraban a ningún sitio los recuerdos de las noches de olor a Ducados, a colonia Lacoste, y el dolor que sentía en el cuerpo a la mañana siguiente; culebras reptando por el organismo, la cabeza abombada como si las bichas se metieran en mi cerebro y quisieran suplantarlo, dejarme fundido, muerto en vida, como en esa película de vainas que tanto pavor me había dado cuando la pusieron por la tele—. ¡Me la suda! —repetí más alto.

Los tres se echaron a reír. Coincidió con el trompazo del cazador de cangrejos, que se hizo un rasguño en la rodilla y eso provocó que se encarase con nosotros. Fui a explicarle que el entierro no iba con él, pero para qué. Se había encendido. El niño se quedó detrás tirando del bañador al padre. El hombre nos insultaba sin mover un músculo, el baile de Pipo lo había paralizado con una patada de advertencia. Padre e hijo abandonaron el reino. El crío reclamando el cangrejo. Los vimos dirigirse a su sombrilla, donde la madre leía una revista ajena al altercado.

—¡Qué pringao! —dijo Pipo, con la vista puesta en aquella familia—. No le he dado por el chaval. Me daba pena. Que guanteen a tu padre se te queda para siempre. Eso no se olvida en la puta vida. Te marca. Es un estigma. Que peguen a tu padre.

—Estigma. Un intelectual, Pipo —se burló el Manco.

—¿Quieres uno? Tengo para todos.

—Chúpamela.

Al rato la familia dejó las cosas en la arena y se sentó en un chiringuito a comer. Aquello pareció abrir el apetito del Bocina, que dijo:

—Vamos por papeo.

Yo comenté que me iba a refrescar y tiraba para la Hamburguesería Anita. Caminé por la superficie irregular, me puse en la punta de un peñasco, estudiando desde dónde tirarme. La marea estaba muy baja. Algunas rocas sobresalían de la superficie del agua. Al flexionar las rodillas vi dos caparazones rojos desplazándose por la humedad de las piedras. Se camuflaban con el color cobrizo de las rocas. Me senté en una y cogí el más pequeño. Movía las pinzas y las patas. Corrí por la pasarela del espigón, salté a la arena y dejé el cangrejo en el cubo del niño.

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