Arena
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Bobby Logan. Las luces parpadeaban. Espasmódicas. Intermitentes. Auscultaban. Un estetoscopio. La discoteca era un cubo donde nos agitábamos. Hielos con minifaldas, vaqueros y camisetas metidos entre aquellos muros. Mutábamos máscaras, piel, desaparecíamos. Me abalancé hacia una de las barras y pedí un pelotazo. Fui a por el Manco y los demás. No estaban en el hueco donde nos solíamos poner, así que subí a la segunda planta y di una vuelta por si los veía. Les gustaba subir y ponerse en una esquina de la pista de baile donde disfrutaban del contoneo de las tías. Una mano en mi culo. Reyes, riéndose, metiéndome la lengua en la oreja. Solo entendí palabras sueltas. Simple Minds cantando que el amor era más real en la oscuridad. Estoy cachonda. La saliva de Reyes un manatí que se desplazaba por el oído. Un viaje interplanetario. La amiga andrógina de pelo platino danzando entre dos pijos que la manoseaban. Huellas dactilares. Reyes me empujó a la barra. Pidió dos chupitos. Dos meteoritos. ¿Cuándo colisionarían? Observé por si encontraba a Pipo, al Bocina, al Manco. Tus guardaespaldas no han venido, me dijo viendo que no dejaba de mirar hacia los lados. Se pegó más a mí, y comenzó a bailar frotándose contra mi pierna. Se detuvo y le hizo un gesto a la camarera. Dos meteoritos más. Joder para olvidar. Anestesiar la memoria. La polla tiesa. La pegué al cuerpo de Reyes. Ella se restregó. Vamos, dije. El sudor y la colonia Lacoste aún brotaban de alguna parte recóndita de mí. Cruzamos la pista de baile, yo tirando de ella para bajar por uno de los laterales, pero Reyes me detuvo y me redirigió a los servicios. Papel higiénico en el suelo mojado de orina. Olor rancio de humano. Mi olor. Cerramos la puerta, me cogió la polla, le arranqué las bragas como pude, el cuerpo de Reyes plastilina en mis manos. El tubo fluorescente del techo pestañeaba. Los dedos en sus brazos, en sus piernas, caracteres, sus manos en mi espalda, garras, sus piernas aferrándose a mí, pegados, mordiéndonos, follando con violencia, follando con violencia, follando con violencia.
Perdíamos la religión. Sangrábamos. Moratones. Marcas. Chupetones. Cogí la bolsa negra Adidas de debajo de la cama y saqué coca y nos metimos y seguimos hasta quedar exhaustos. En un momento de la noche, entre la vigilia y la irrealidad de una ilusión, me vi al lado de Reyes, que dormía con la boca abierta y roncaba ligeramente. Me sentía raro. Me senté en la cama y busqué objetos familiares para que me calmaran. Pero no hubo manera, estaba empapado, con el olor agrio de las sábanas sin lavar, con aquel estado que no se disipaba. Después le di la vuelta al cuerpo inerte de Reyes. Le pasé las manos por la melena de fuego, un volcán activo su cabellera, magma, quemándome, por los lunares que trataba de extirpar, por los brazos de señales moradas que con los días se volverían amarillas. Gusanos de seda. Entonces sentí de nuevo una erección. El dolor. La culpa. El resentimiento. Igual que cuando el frío de la crema se transformaba en calor y luego en desgarro y escuchaba la voz o las voces y las respiraciones entrecortadas y las palabras que se rompían en el aire antes de que las comprendiera, respirando el humo de Ducados, notando las gotas de sudor y colonia cayendo por mi espalda, perforándome. Puedo verme intentando darme la vuelta pero sin fuerzas para hacerlo. Puedo ver cómo apretaba las sábanas, cómo me hundía.
El recuerdo apenas se diferenciaba del hedor de los baños de la discoteca. Todo Bobby Logan estaba en mi cabeza, daba vueltas, latía. Siento la polla cada vez más tiesa. Duele. Le separo las piernas a Reyes y se la meto por detrás. Con ímpetu. Reyes despierta al instante con las embestidas. Grita que pare pero no hago caso. Continúo. Más fuerte. Más duro. Me detengo. Luego suplica que siga. Dos perros pegados. Nos derretimos. Nos quedamos dormidos así y, no sé cuánto tiempo después, el teléfono me despierta. Reyes sigue en la cama, las sábanas empapadas. Llego al teléfono y descuelgo y escucho su voz.