Arena

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Había que estar constantemente bañándose porque volvías a estar seco en pocos minutos. La playa se encontraba atestada de gente a pesar del agua helada y de que en el interior de las casas se estaba más fresco. Nos sentamos en la orilla. Las ondas venían y se iban con modorra. En franco contraste con mis recuerdos. El espetero del chiringuito, un hombre arrugado con el torso desnudo, tenía un sombrero de paja con el que de tanto en tanto se abanicaba, asfixiado, pero lo que en realidad hacía era ahuyentar a las moscas que pululaban alrededor de las sardinas. El Manco miraba a unas guiris y yo escarbaba en la arena mojada. Encontré una caracola. En la esquina del espigón dos niños metían en sus cubos piedras y conchas. Dejé la caracola para que la rescatasen. Al dar con ella sonrieron. Cuántas veces he rebuscado en la memoria un momento semejante. Una sonrisa que no significara nada o que no se correspondiese con un hecho distinguido. Un instante nimio.

—¿No se parecen esas a las que nos jodieron el medio gramo de coca?

El Manco pensaba que tarde o temprano volvería a cruzarse con las suecas. Que las reconocería y entonces tomarían de su medicina. Cuando se ponía de ese modo lo dejaba estar. Luego salió con lo de la presentación, que a qué hora era y que si me recogía en la parada de mi casa. Le dije que se olvidara, que no pensaba ir.

—Te acojonas —me retó.

Mis manos se ocultaban en la arena. Hundirse en la tierra. Escarbar con el peso de mi cuerpo volcado en las palmas sepultadas. Un escarabajo.

—Aunque tenga que arrastrarte, vamos.

Lo dijo con la boca chica, porque ni se movió. Seguimos en la arena, dejando pasar el tiempo. El Manco creía que me estaba haciendo un favor.

Luego Pipo llegó como alma en pena y zanjó el asunto. Nos metimos en el mar y nadamos más allá del primer espigón, hasta el más lejano. Allí habíamos encajado el tronco de un árbol entre varias rocas, para saltar. Buceamos con los ojos abiertos para ver por dónde podíamos subir. Los erizos plagaban las piedras. Un hidropedal blanco rodeaba el espigón. En la parte de atrás, un chaval con gafas de bucear miraba el fondo mientras el padre le preguntaba si veía peces.

—Estoy paranoico —soltó Pipo. Por su gesto, tenía la cabeza en otro lugar. ¿Dónde?

—Qué raro —replicó el Manco.

—Vete a tomar por culo.

—¿Otra vez?

Pipo se quedó callado. El ceño fruncido. Con ganas de contarnos qué le torturaba, pero sin ceder. Pipo y sus códigos karatecas, le decíamos para joderle, aunque a él le gustaba.

—¿Qué pasa? —dijo por fin el Manco.

—Reyes. —Pronunció el nombre con todo el esfuerzo del mundo. El Manco me miró de soslayo. Con esa mirada de vamos a levantarle el ánimo.

Aguardamos a que continuase, pero se plantó. La situación era incómoda.

—Reyes va a su bola. Búscate otra y ya verás cómo come de tu mano —recomendó el Manco.

—¿A quién se folla? —dije, aunque no sé por qué lo hice. Esperaba que Pipo me soltara una de sus patadas, pero no movió un músculo. El Manco me fulminó con la mirada. Cíclope lanzándome sus rayos.

—La voy a matar —terminó por decir.

—Tío, tienes que mantener a raya tu paranoia —dijo el Manco, que parecía un maestro de kárate de medio pelo.

—Voy a follar con todo lo que se menee.

—Claro, eso es lo que tienes que hacer.

—Como Reyes —dije.

—¿A ti qué coño te pica? ¿Quieres que te parta la cara?

—Tranqui, colega. Está jodido. El Alcalde le ha dicho que le deja una furgo para ir al Palmar si le hacemos un favor.

—De puta madre. Pues vamos. Nos quitamos de esta mierda y pillamos olas —dijo—. Vamos a quitarnos de esta mierda —repitió y saltó del tronco.

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