Arena

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Iba de paquete en la Jog del Manco. El aire caliente nos cubría, una manta con la que te resguardabas del frío en invierno. No llevábamos casco. Cada vez que inspiraba, una bocanada de viento sucio, como el que desprenden al exterior las máquinas de aire acondicionado, me llenaba los pulmones. Nos costaba respirar mientras hablábamos de la moraga. Paramos en el supermercado y compramos cervezas, ron, ginebra, whisky y refrescos con el dinero que me quedaba.

—¿Pillamos algo de la bolsa? —preguntó el Manco.

Hice un gesto de que me daba igual. El Manco detuvo la moto en el portal del edificio de mis padres, donde yo seguía viviendo. Subí para coger un gramo y fuimos al Balneario, donde íbamos a hacer la moraga. El Bocina y Pipo se unieron a nosotros. Recogimos palos y trozos de madera para el fuego.

Ya de noche cerrada. El cielo encapotado, de un gris rojizo que parecía anunciar lluvia. Encendimos el fuego con dificultad. Empezaba a ser complicado hacer una moraga en las playas. Si patrullaba alguna pareja de maderos nos jodían el invento. Por la parte de atrás del Balneario no pasaba nunca nadie. Y menos desde que era refugio para pincharse y habían encontrado algunas jeringuillas. El padre del Tato había muerto de sida porque alguien le pasó una jeringuilla infectada, eso nos contó él mismo un día después de que su viejo, de la noche a la mañana, dejara de aparecer por allí.

Poco a poco llegó más gente. Los de siempre y otros que no conocíamos. Pipo, que empezó a beber pronto y en apenas unos minutos ya se había soplado tres rones con cola, se subió a la rama de un eucalipto e imitaba a Tarzán. El Pelúo, el Cabeza, el Búho y los otros surferos más jóvenes, que nos observaban como si fuéramos sus referentes, habían traído una carretilla de obra llena de cajas de madera. Las partieron y las echaron al fuego para avivarlo. El infierno. Nos bañábamos para combatir una temperatura de más de treinta grados y una humedad del noventa por ciento que provocaba una plasta constante. Luego jugaron con la carretilla. Un toro que perseguía a las tías. Una corrida con los deseos de correrse. Cuando lograban meter a una chica en la cuba de acero, alguno de los muchachos se tiraba encima y los otros los hacían girar juntos y beberse un par de chupitos de whisky. El radiocasete apenas se oía. Estábamos sentados alrededor del fuego pasándonos un porro, cuando llegó Reyes con aquella amiga andrógina a la que todo el mundo creía lesbiana y enamorada de la propia Reyes, y que, en cambio, se follaba a todos los tíos que le daba la gana. Y su llegada centró las miradas en la improvisada pareja.

Reyes, la Sioux. Reyes que veía películas del oeste. Reyes que llegó y se bebió un cubata mientras Pipo se agotaba. Se frotaba contra ella como un gato en busca de caricias. Reyes bailaba con él, con la amiga, frotándose con los dos. Alguien había traído otro radiocasete más potente y puso música electrónica, y entonces la gente comenzó a menear las figuras para sobar todo lo que pudiera. Reyes fue a la orilla y se metió en el mar. Pipo fue tras ella. El Bocina hizo un comentario, pero con el humo del canuto mi cabeza estaba en otro lugar.

El único viaje que hice con mis padres fue en un Ford Fiesta plateado que mi padre siempre dejaba abierto. ¿Cuántos años tendría? ¿Cinco, seis, siete…? El humo de los Ducados que fumaba mi padre metiéndose en la parte trasera del coche, donde yo iba leyendo un cómic de Daredevil. Abrí las ventanillas. El olor de los Ducados era desagradable. Me entraba ansia. Mi madre le cuestionaba a mi padre el viaje, que podríamos ir a cualquier otro sitio, no donde fuese él. A él no lo nombraban. Un Dios. El innombrable.

—Cariño, cierra las ventanillas —me pidió mi madre.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A Calahonda. Cierra las ventanillas de una vez.

Las cerré con cara de asco. Mi madre quemó un trozo de hachís, rompió un cigarrillo y lo mezcló, volvió a quemar la mezcla, la puso en un papel de liar y lo selló con saliva. Lo encendió. Le dio un par de caladas y se lo entregó a mi padre. El interior del vehículo se llenó de humo. Muchas veces me quedo atrapado en la sensación de estar y no estar. Aquella sensación de querer salir cuanto antes. De que yo no era yo, de que me soñaba a mí mismo en aquel preciso momento. Aquella sensación de que el pasado no fue así y todo forma parte de un sueño indefinido, vago. Me pregunto cuál es el presente de la memoria. ¿Las vivencias que registramos como si verdaderamente nos pertenecieran? ¿O, tal vez, lo que somos son los descartes de la vida, como los descartes de una película, no los grandes momentos?

—Bruno, qué coño…, vuelve a la Tierra y pásame el porro —me zarandeó el Manco.

—Me ha dicho Pipo que has conseguido una furgo —dijo el Bocina.

—Cállate. ¿Quieres estar en deuda con ese zumbado? —replicó el Manco.

Reyes salió del agua. Solo llevaba la parte de abajo del bikini. Se puso cerca de la hoguera. Sus tetas de vikinga. Las marcas rojas en sus brazos y en sus piernas. Mis huellas. Reyes me miró y me habló en silencio. Al poco llegó Pipo, que le entregó una toalla para que se tapara, pero ella la retiró con desprecio. Pipo se bebió otro ron con cola y se metió un tirito y fumó lo que le llegaba. Una peonza fuera de órbita. Un asteroide descendiendo a gran velocidad contra la Tierra. Las demás peonzas bailaban aquella música electrónica. Pillé una cinta y la cambié por Bob. El Manco, el Bocina y yo nos levantamos y giramos alrededor de Reyes y la fogata. La amiga andrógina y los surferos se unieron. Rastas entrelazados mientras sonaba «Buffalo Soldier», esa canción que siempre me hablaba y me espoleaba, que hablaba de lucha y supervivencia, de conocer tu historia para saber quién eres, lo que eres, para no preguntar al Diablo, para no traicionarte, gritando la letra que me quemaba: If You Know Your History / Then You Would Know Where You Coming From / Then You Wouldn’t Have To Ask Me…

Y entonces, antes de que terminara «Buffalo Soldier», activados por un resorte invisible, todos se lanzaron a la orilla. Nadábamos hacia la negrura de un horizonte que no se vislumbraba. Cuanto más lejos nadábamos, más se divisaban las luces de Pedregalejo y menos nosotros. Los chapoteos. Las respiraciones y algunas sonrisas. Alguno hacía un comentario jocoso o preguntaba quién sacaba arena del fondo. De repente una mano en mi bañador. Reyes, la Sioux.

—Estoy cachonda —el susurro en mi oreja. Un insecto microscópico introduciéndose por la cavidad auricular.

La reacción inmediata.

La caza.

El desvío.

¿Nadie lo había oído? Estábamos replegados y no nos distinguíamos entre nosotros a no ser que estuviésemos muy cerca.

—¿Y Pipo? —dijo el Bocina—. ¡Pipo, Pipo!

—Se quedó atrás —comentó el Búho.

—¡Joder! —exclamó el Manco. Los dos pensamos lo mismo, fuimos a por él, nadando rápido. A veces, con el alcohol, Pipo perdía la consciencia. Se desplomaba. Se quedaba dormido en cualquier sitio. La primera vez que le ocurrió fue en el Wizz, después de estar tragando alcohol todo un sábado de fiesta. El Wizz era el local de la gente que no tenía donde ir, allí se acababan las noches o se inauguraban las mañanas.

Sacamos a Pipo del mar y el Manco le extrajo el agua como habíamos visto que se hacía en Los vigilantes de la playa. El Manco tenía el título de socorrista, aunque no quería ejercer. Nos decía que no se iba a pasar todo el verano podrido en una piscina.

Después de aquello la moraga murió. Tumbado en la arena del Balneario, con el olor a eucalipto y a madera quemada, pensé cuántas veces había deseado crecer más rápido, hacerme mayor de repente, por qué estaba en ese sitio, con aquellas personas, por qué me habían tocado esos padres y no otros, por qué volvía a liarme con Reyes una y otra vez aunque me asqueara.

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