Arena

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Aunque el terral había pasado, el bochorno persistía. La humedad era una capa más sobre la superficie del cuerpo. Cera que se derretía y se filtraba dentro de las venas, entre los huesos y cartílagos. Me eché en el colchón con la intención de descansar, con el deseo de que me venciera el sueño. ¿Cuándo me había percatado de que me daba miedo dormir? Lo hacía a intervalos. Los olores brotaban repentinamente y lo impregnaban todo y me empujaban a la vigilia. Los susurros eran roedores en la cabeza. Los pensamientos se quedaban atrapados en una red de enmalle y daban coletazos desesperados.

Calle Practicante Pedro Román. Merodeé por el mercado municipal sin dar con el Pérez. Entré en la biblioteca. La encargada estaba hablando con él y se mostraba muy atenta. Con una mano se cogía mechones de la melena y los giraba sobre el dedo índice. Al ver que me acercaba se despidió del Pérez y cuando pasó a mi lado me sonrió. Nos habíamos cruzado varias veces aunque nunca habíamos hablado. El Pérez sostenía una novela de Hammett y varios periódicos atrasados que la bibliotecaria le había dado. Se pasó la mano por la calvicie. Me preguntó en voz muy baja si quería salir. Asentí. En la calle, con los latigazos del sol sobre nuestras espaldas, permanecimos un rato en silencio. Había ido a buscarlo y no sabía qué decirle. Me sentía incómodo. Él no parecía notarlo o simplemente lo disimulaba. Me preguntó si podía ir a la Gloria a comprarle un café con leche. Le repliqué que hacía un calor de mil demonios para tomarse un café. En realidad, lo que no quería era encontrarme con Reyes, que ella pensase lo que no era. El Pérez sabía que alguien vestido como él y con el olor a humanidad que desprendía ahuyentaba la clientela de cualquier local, y no le gustaba poner en un compromiso a nadie. Al final accedí. Y tuve suerte porque Reyes no estaba.

—¿Te bebes eso con este calor?

—Es una cuestión de temperatura.

No entendí dónde quería llegar. Pero tampoco lo entendía cuando le preguntaba cómo había acabado en la calle, sin nada, y él me respondía con un largo circunloquio. Aunque lo curioso de aquello, lo que de verdad me llamaba la atención, era que el Pérez parecía en paz. Sosegado. Se notaba que no esperaba nada de la vida. En alguna ocasión me había comentado que si eliminabas el deseo se vivía más tranquilo. Con él alcanzaba una extraña armonía momentánea.

—Bruno, ¿qué le pides a la vida?

El Pérez me sorprendió. Nunca me había hecho una pregunta tan directa. Se comunicaba dando rodeos. Le gustaba citar frases o párrafos de libros que había leído. De esa forma jugueteaba.

Permanecí callado. Percibía el sol hundiéndome. Una perforación en la que en vez de petróleo encontraba más miedo y dolor, una angustia que salía propulsada por las secreciones. Cohetes a reacción. Viendo que no respondía, que me ocultaba, el ceño fruncido, la rigidez que había adquirido la postura de mi cuerpo, el Pérez dijo con la mayor naturalidad que me ayudaría. Y luego añadió, contestando él a la pregunta:

—Lo único que yo le pido es tiempo libre para leer y contemplar las cosas mínimas a las que pocos ya dan valor.

Iba a decirle que lo único a lo que yo aspiraba era a salirme de mí. El Pérez había conseguido su propósito. Yo también lo quería. Tiempo y contemplación. Sin embargo, el ansia me podía. El ansia y el desvío. Ansia: asco, náusea, angustia. Buscaba una respuesta cuando la bibliotecaria salió y llamó al Pérez y le dio un tupperware y un refresco. El Pérez se ofreció a compartirlo. Me esperan a comer, mentí. Y me marché con la intención de no volver a pedirle nada a la vida.

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