Arena

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Le daba vueltas al Pérez, no a la pregunta. Que la bibliotecaria lo tratase tan bien, como si lo conociera, me tenía intrigado. Sabía algo del Pérez que yo ignoraba, eso era evidente. Alguna vez había fantaseado con el pasado de aquel hombre calvo y ancho, con rostro de buena persona y unos ojos grandes y rasgados como los de los anime. De todas las teorías que había barajado había una que siempre regresaba. A pesar de que algunos grupos de chavales se metieran con él y le gastaran bromas pesadas, eran los jóvenes los que se detenían a conversar con él o darle coba o dinero. Los adultos y la gente de su edad solían evitarlo. Al principio, los vecinos de la zona se quejaban a la policía y entonces era frecuente que llegara una pareja de municipales para echarlo del sitio en el que estuviese acampado. Pero el Pérez siempre volvía. Con los años, el vecindario se había acostumbrado a su presencia. Un elemento más del paisaje. Por lo demás, el Pérez se refugiaba en lugares poco transitados: el lateral del mercado municipal donde se depositaba la basura, la parte de atrás de la biblioteca, el pequeño túnel del Arroyo Jaboneros. El Pérez siempre hablaba con un tono profesoral, como si estuviese dando una clase y los alumnos fuesen sus hijos. Me entretenía imaginando que en algún momento de su vida había tenido hijos y que fallecieron en un trágico accidente, cuando todavía eran pequeños. Su mujer dejó la chimenea encendida, se acostó, aún con el fuego vivo, y un trozo de madera del montón cayó a la moqueta y provocó un incendio en el que murieron todos, mientras el pobre Pérez se encontraba en un viaje de negocios, ajeno a lo que le esperaba al regreso. Luego el Pérez se pasaba años como un nómada, expiando la culpa por no haber salvado a su familia, con la certeza de que si hubiese estado con ellos aquella tragedia no hubiera ocurrido. A veces pensaba que había llevado una vida de éxito, con todos los lujos posibles, pero sin tiempo para ser él mismo, por lo que fabricaba su desaparición, lo dejaba todo atrás y se creaba un nuevo yo. También me gustaba pensar que asistía disfrazado a su entierro. Veía las lágrimas de sus padres, de su esposa, de su hija de cinco años. Pero no sentía nada. Absolutamente nada. Imaginé que también él tenía la infección del desvío. Que su brillante carrera como catedrático de Literatura o Filología o lo que fuese en alguna universidad se le truncaba por el desvío, el picor, las ganas, el deseo de follarse a sus alumnas. Que para él la seducción era inevitable, y que alguien se había enterado y le había amenazado con denunciarlo y poner fin a su brillante carrera con el escándalo que se organizaría.

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