Arena
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Por la noche en el Wizz. Humo perenne en aquel ambiente sin ventanas. Superé la entrada y me dirigí a la última parte del local. No había demasiada gente. Estaban los Morales, como cada noche. Olía a marihuana. El Rasero reparó en mí. Me puso una mano en el brazo. El Alcalde le indicó que me acercara.
—Siéntate, niño.
Tenía sed. La pena era la lombriz que se apretaba alrededor de esa parte del oído. El llanto era el martillo.
—¿Quieres algo?
—Una birra.
—Tráele una birra al niño.
Al Rasero no le hizo demasiada gracia. Vino con el tercio y me lo entregó de mala gana. El corazón bombeaba deprisa. Tenía un mal presentimiento. Aunque ni por asomo adivinaba lo que me soltaría.
—Niño, niño. ¿Así que eres amigo de Albor?
—Mi padre.
—Tu padre. La familia —dijo cogiéndome del hombro y empujándome para que me sentara a su lado—. Niño, niño —repitió y le dio una profunda calada al porro que le acababa de pasar el Rasero.
De nada serviría confesarle que la familia a veces resulta extraña y es con la que más finges; un caleidoscopio de mascaradas, roles y fingimientos. Recordé que había leído algo parecido en un libro o lo había visto en una película o quizá me lo había soltado el Pérez. Estuvimos un rato sentados, absortos, sin decir nada. Luego, sin venir a cuento, me preguntó:
—¿Tienes héroes?
No supe qué responder. Miré la botella y le di un trago. El Alcalde cerraba y abría los ojos.
—Niño, no deberías dudar. Es un crimen dudar. Los americanos han inventado a Spider-Man, Superman, Batman, mentiras. La gente olvida que el único héroe real es la familia.
Asentí. No iba a contrariarle. Me ahogaba. Quería que me soltase lo que fuese de una vez. Y entonces lo hizo:
—Ve a ver a Albor.
Me quedé callado. No sabía qué decir. Aquello no lo esperaba.
—¿Qué pasa? —preguntó el Alcalde viendo mi cara desnortada.
—¿Te lo ha pedido mi padre?
—¡Qué gracioso, niño!
—Chaval, no te enteras de la misa la mitad —intervino Falete. El Alcalde le fulminó con la mirada.
—No pienso ir —dije.