Arena

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Debí de quedarme adormilado, porque cuando me di cuenta ya estaba anocheciendo. Saqué las sábanas de la lavadora y las tendí. Cuando lo hacía, sonó el teléfono. Me acerqué al aparato pero no descolgué. Se avecinaba la catástrofe.

Me puse unos vaqueros, una camiseta limpia, las chanclas y me dirigí a Los Galanes.

En la cabina, el Polaco bebía una cerveza y se comía un campero que chorreaba alioli por los bordes. Tenía las manos manchadas de salsa. Se chupó los dedos. En el suelo también había goterones blancos. Dio otro mordisco al bocadillo y con la boca llena se me quedó mirando y me ofreció la mitad con un gesto. Le dije que había cenado y que prefería ver la película abajo. No soportaba el olor a alioli. Tampoco al Polaco comiendo. En realidad, no lo soportaba desde el día que lo llevé a mi casa a que viese a mi madre dormida. Por eso me dejaba entrar gratis al cine. El Polaco estaba obsesionado con Natalie Wood y no paraba de repetir que mi madre era una réplica de ella. Una tarde que dormía la siesta sola lo llamé y lo colé en el dormitorio de mis padres. Llevaba unas bragas y una camiseta blanca que traslucía sus tetas. Mi madre tenía un sueño profundo por todo lo que tomaba. Fue un momento extraño, incómodo, el Polaco abducido, disimulando el empalme, no sé si porque yo estaba presente o por la reverencia que le guardaba. Luego, cuando ya estábamos en la calle, volvía a soltarme el rollo de que Natalie Wood había empezado en el cine con cuatro años, que su nombre real no era ese, era uno ruso que él pronunciaba como los guiris que venían a estudiar español, y todo el rollo de su inexplicable muerte. El Polaco estaba convencido de que la habían asesinado. Entonces, solo entonces, comenzaba a hablar de sus películas y a soltar que no fue Marilyn Monroe el icono sexual de América, sino la Wood, y lo justificaba con aquella película musical de las bandas, con la del actor guapo que se mató en su coche y con el resto de las películas, y entonces me miraba y se callaba, pero yo sabía lo que estaba pensando, que mi madre era como ella y moriría pronto, antes de los cincuenta.

Sentado en una silla metálica de color blanco, bajo las estrellas, tampoco conseguí concentrarme en la pantalla. Las imágenes resbalaban por la retina.

En el lateral del bar del cine, donde algunas personas fumaban y bebían cerveza esperando a sus hijos, los granos de maíz explotaban en el cubículo de cristal.

«¿Te compro palomitas?». Un par de veces, después de que ocurriera, mi padre me había llevado al cine. «¿Te compro palomitas?», repitió. Le dije que no, a pesar de que me moría por un paquete. Mi padre no soportaba el crujido que hacían mientras veía una película. Las palomitas explotaban en la memoria. Formaban parte de ella. No de un modo inofensivo. «Si tienes algo que contarme, alguna cosa que te preocupe, puedes confiar en mí, Bruno». Mientras me encontraba con él en el cine me sentía bien. La felicidad era una estupidez, pero pensar en ella era de las pocas cosas que me aliviaban. No porque creyera en ella, sino por la posibilidad de conseguirla durante unos fugaces momentos.

Delante de la pantalla, el humo de las personas que fumaban en el bar ascendía, como si quisiera meterse dentro de la película. Los niños se llevaban a la boca las palomitas sin reparar en ello. El suelo de chinos emitía chirridos cuando alguien movía los pies. Iba a levantarme de la silla cuando escuché:

—¿Qué haces aquí sentado?

La pregunta me sacó del ensimismamiento. Alcé la cabeza y vi a Reyes. Sus rizos rojos llameaban. Toda ella era un incendio.

—¿Y tú?

—No me vengas con esas.

Reyes, la Sioux. La mano en la entrepierna.

—¿Cuándo vienes al cine?

—Si hay algo interesante…

—No quiero líos.

—No quieres líos —dijo irónicamente con una sonrisa torcida.

—Mira a Pipo.

—Ahora eres el mejor amigo del mundo.

Su mano subía y bajaba dentro del bolsillo de mi pantalón. Somos indiferentes al mundo. El sexo nos hace indiferentes, egoístas, salvajes. Salimos de Los Galanes y ni siquiera llegamos a casa de mis padres, follamos en la calle de la iglesia Corpus Christi, entre dos coches, con la cruz encima de testigo. Cuando iba a correrme quise separarme, pero ella me apretó con las piernas y me corrí dentro y apreté más y le mordí el hombro y ella me sonrió. Permanecimos un rato juntos entre jadeos, sudados, con las salivas pegajosas marcando los respectivos cuerpos y los mosquitos zumbando alrededor, deseando chupar la sangre dulce del sexo. Las campanas de la iglesia dieron las once. Reyes me dijo que la invitara a un tirito.

En mi dormitorio nos preparamos unas rayas. Reyes puso la radio, sonaba «Smells Like Teen Spirit» y se puso a dar vueltas y a mover la cabellera de la que parecían salir chispas y hasta fuegos artificiales. El locutor comentó algo insustancial y luego dijo que las ideas llegaban como mariposas antes de pinchar algo de Pearl Jam. La Sioux se quitó la ropa, y con el dedo corazón empezó a masturbarse, a meterse el dedo, una perforación petrolífera de la que extraía un oro blanco que me puso en la boca. Después me arrancó la camiseta y el pantalón y volvimos a follar con violencia. Me dio dos tortas y me gritó que le pegara. La quería reventar. Me quería reventar. Al terminar nos quedamos en el suelo. Ella jugaba con el semen que empezaba a secarse en su pubis rasurado, algo que me tenía fascinado porque no conocía a nadie que lo tuviese así. Las gotas de sudor se nos deslizaban por el pecho, el cuello, los brazos, las ingles, por todo el cuerpo, como si fueran una plaga huyendo por nuestra geografía. Me acordé de los goterones de alioli, de la sangre de mi madre, de las palomitas calientes saltando en la urna de cristal, del olor a Ducados y a colonia de marca, de la patada en la puerta y los gritos.

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