Arena

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Tres de la mañana. Afuera hay una farola que parpadea errática. El efecto en la habitación es como si el haz de luz que proyecta en el techo cojeara. No dejo de mirar el andar bamboleante de su fulgor. El destello recorre las paredes que atesoran las sombras de mis padres y la mía propia. Reyes se despierta, me huele, me chupa las axilas y se ríe. Luego comienza a vestirse. Me habla con la espalda pegada a la pared, aunque yo, concentrado en la anomalía de la luz, no la escucho. Pienso que si el dolor es la última forma de amar, yo amo a mi padre. Amo los olores que me devuelve la angustia, la memoria y los olores a sudor, a Ducados y colonia Lacoste y a sangre, porque de lo contrario habría actuado, habría hablado, pero permanecí mudo, igual que en este momento, cuando la Sioux me lanza una patada y luego da un portazo y yo sigo con los ojos clavados en la luz deforme proyectada en el techo, en las sombras de las paredes, en la dolencia, en el deseo de que suene otra vez el teléfono.

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