Arena

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La mente activa hasta cuando duermo. Imposible dejarla relajada, en blanco, sin pensar.

Pienso.

Pienso.

Pienso.

A cualquier hora.

Y los escarceos con Reyes y Sara no ayudaban, al contrario, la activaban todavía más. El pasado, inevitable, me acosaba. El pasado me arrastraba como arrastraban a los forajidos en las películas del Oeste. El pasado me ataba las muñecas y se subía a un caballo al que hacía galopar mientras yo detrás comía polvo y arena y mi cuerpo se abrasaba por el roce. El pasado no me dejaba descansar, detenerme, aunque fuera unos pocos segundos. El pasado, una maquinaria precisa que funcionaba con la eficacia de un reloj de lujo. El pasado me dirigía a tientas a ese lugar al que no quería regresar, para obligarme a entender lo que sucedió y qué pasaba en estos momentos.

Me asomé a la ventana para intentar camuflarme y esquivar los pensamientos. En la calle el aire era grisáceo por la calima. En el ambiente flotaba el polen de las jacarandas y el salitre sacudido por el viento. Las aceras se regaban de flores azules y de una resina que las dejaba pegadizas. No paraba de pensar en mis padres, el paisaje me los traía de regreso. Recordé el océano sin memoria, el color azul turquesa, el contorno ondulante, hasta que una ola me abismó y escuché la patada en la puerta y los gritos y reviví aquella horrible mañana tan parecida a la turbación que me aplastaba desde la infancia.

Sonó el teléfono. Me giré y miré la puerta esperando que el aparato se apareciese ante mí, caminando. Como caminaban el candelabro, el reloj, la tetera, el armario en el cuento infantil. Los timbrazos se mezclaban con los porrazos de la policía. Los agentes vestidos de paisano entraron como una corriente de aire inesperada y nos colocaron a mi padre y a mí contra la pared de gotelé. Luego empezaron a interrogar a mi padre.

—¿Dónde están la droga, las joyas, el dinero?

Lo repitieron varias veces. Una cinta grabada. Nos llevaron al salón y nos dejaron allí, vigilados por un policía que volvió a repetir la pregunta:

—¿Dónde están la droga, las joyas, el dinero?

Los demás registraban el piso ruidosamente. El que nos vigilaba dijo que nos sentásemos en el sofá. Delante de aquella mesa de cristal sucia. Las huellas opacaban la transparencia. Había fotos del viaje a Calahonda. Resaltaba una imagen algo movida en la que mi padre, el amigo de mi padre y yo estábamos en un barco. A mi madre solo se la distinguía por el pelo, la tapaba el amigo de mi padre. El agente empezó a quitar los cuadros colgados por si había algo detrás o escondido en el interior de los bastidores. Se quedó observando dos imágenes del restaurante. Luego cogió uno a uno los tomos de la Gran Enciclopedia del Mundo que decoraban el salón, y que apenas se habían consultado, y pasó las páginas. Después de un rato de revolver armarios sin ningún resultado, nos separaron. A mí me llevaron a mi cuarto, donde un madero rebuscaba en los cajones de la mesita de noche, cogía los libros de las estanterías y pasaba las páginas con rapidez por si hubiese algo en su interior, exactamente igual que había hecho su compañero, después levantó el colchón, sacó la ropa del armario e hizo un gesto negativo al que le acompañaba, y de nuevo me volvió a preguntar por el paradero de la droga, las joyas y el dinero. Respondí de la manera más convincente que pude, aturdido, como si lo que estaba ocurriendo fuese la filmación de la secuencia de una película. Escuché a mi padre decirles que yo no tenía nada que ver, que no sabía nada de nada, y también les contó la pérdida de mi madre, lo que sufríamos desde que la habíamos enterrado, que no lo habíamos superado, aunque era difícil de creer. Si no hubiesen registrado antes el restaurante tal vez mi padre se habría librado de la trena. En el restaurante encontraron cierta cantidad de cocaína. La parte que el Manco y yo habíamos sustraído le iba a ayudar. De la misma forma que le había ayudado mi silencio con lo de mi madre, que gritaba en mi cabeza, atrapada en alguna habitación que no conseguía ubicar, una estancia a la que no sabía acceder, una habitación roja plagada de cortinas carmín. Pensaba eso mientras los agentes abrían los armarios de la cocina y pasaban una máquina que detectaba los metales por las paredes de gotelé. No estaban para delicadezas, tiraban cosas al suelo que provocaban sonidos estridentes, igual que los timbrazos que aún llegaban desde el pasillo. ¿Cuántas veces había sonado el teléfono? Dejó de sonar, pero de inmediato volvió a hacerlo. Y entonces descolgué.

—Bruno.

—¿Cómo estás?

—Quiero que me hagas un favor.

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