Arena

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Salí a correr. Al llegar al tranvía del paseo marítimo me detuve. Las piernas no daban más de sí y la cabeza iba por delante. Había destellos en el agua que saltaban de un sitio a otro, parecían creados por miles de niños traviesos que juguetearan con pequeños espejos. Las dos de la tarde en el reloj-calculadora Casio. Me acerqué a los bancos. En la plaza del Ancla, Pipo, el Bocina y el Manco comían pipas en silencio, de cara al mar, estatuas de sal, y las cáscaras esparcidas por el suelo a sus pies erosiones de sus figuras.

—El otro descerebrado —dijo el Manco al verme y comenzó a aplaudir.

—Y vuelta a empezar —comentó Pipo con hastío.

—Aún no hemos hecho nada. Vamos a los astilleros por la tarde —dije al llegar hasta ellos.

—Si la cosa no sale como planea el patriarca estamos jodidos —se quejó el Manco.

—Nenaza, tú te quedas aquí. Eres un puto gafe —dijo Pipo y saltó del banco y comenzó a lanzar puñetazos y patadas al aire, antes de quedarse plantado frente a nosotros con esa cara ridícula que pretendía imitar a Bruce Lee.

—¿Qué va a pasar, Manco? —preguntó el Bocina.

El Manco, sentado en el borde del respaldo del banco de madera, no dijo nada, simplemente le aguantaba la mirada a Pipo mientras escupía las cáscaras de pipas cerca de sus pies.

—Desde aquí te puedo tumbar de espaldas si me da la gana —dijo Pipo apretando las mandíbulas.

—Pipo, para ya. Y tú, Manco, dinos qué coño podría pasar, porque yo no le veo el misterio —medió el Bocina.

—Te puedo hacer una lista.

—¡Qué asco! —insistió Pipo—. Mira quién viene, Bocina, la que se bebe hasta el agua de los floreros.

Sara caminaba hacia nosotros con un pareo naranja que le cubría como un vestido, y una bolsa de playa donde llevaba la toalla.

—¿Tú tienes perro? ¿Tú tienes perro ni ná? —se burló el Bocina imitando la canción del Marchena, que se había convertido en una lacra.

—Gordo, ¿quieres que te use como saco delante de tu novia?

Cuando estuvo ante el banco, Sara dijo:

—Los inseparables mosqueteros.

—Qué confundida —remarcó el Manco.

—Marian vendrá por la tarde —insistió Sara, y luego continuó—: ¿Dónde está Reyes, Pipo?

—No hables del tema —pidió el Bocina.

—¿Tempestad?

—Hay muchos peces en el mar como para estar solo con uno —dijo Pipo.

—Ya veo. Bo, ¿te vienes o te quedas?

—Ahora me acerco.

—Me pongo en la esquina.

—Vale.

Sara saltó el poyete del paseo marítimo, atravesó la arena seca, llegó a la orilla, se quitó las chanclas y fue hacia la esquina. Ni siquiera me había mirado. Como si nada hubiese ocurrido. Sentí alivio. También ganas de tirármela otra vez, a diferencia de lo que me sucedía con Reyes. Me obligué a pasar de las dos. A la mierda las ganas, el ansia, el picor, el deseo.

—Bo, ¿vienes a ponerme crema? —se burló Pipo.

—Payaso, te la estás jugando.

—Ni con cuatrocientos como tú tendría para empezar.

—Nos la jugamos con lo de la furgoneta —insistió el Manco.

—Tío, qué pesado. Eres un cagao. No vengas. Nadie te echará en falta.

—¿Y quién conduce, lumbrera?

—¿Qué te apuestas a que encontramos a alguien? Todavía estás a tiempo de que te deje mi pie en tu careto.

—Quedaos ya tranquilos, ¡hostia!

El espetero, la camisa desabotonada y el sombrero de paja, ensartaba las sardinas con parsimonia en una caña partida por la mitad, y cuando había ensartado cinco o seis sardinas clavaba la caña en la arena con que se había cubierto una pequeña barca varada frente al chiringuito. El hombre colocó los espetos a cierta distancia de la leña encendida y, cada poco, les daba la vuelta a las cañas para que las sardinas no se quemasen. Cada vez que clavaba varios espetos en la arena bebía un trago de cerveza. Cuando estaban listas las sacaba de la caña y las colocaba en un plato y llamaba al camarero o él mismo se las llevaba para que las dejase en la mesa. Las cañas recién usadas las metía en un cubo azul con agua para que se enfriaran. El espetero controlaba los leños encendidos para que el fuego no fuese demasiado fuerte y quemase el pescado. De tanto en tanto saltaban chispas de la fogata cuando el espetero lo avivaba con un cartón o con su sombrero de paja. Algunas cenizas revoloteaban en el aire, mariposas danzando, motas de polvo dispersas brillando en una habitación en penumbra. Antes de marcharse con Sara, el Bocina nos preguntó dónde nos veíamos para ir a los astilleros. El único que se quedó callado fue el Manco. Todavía permanecimos los tres un rato sentados, expuestos al sol, mientras los chiringuitos bullían de gente y los camareros cantaban las comandas.

Después apareció Marian y se llevó al Manco. Pipo me preguntó si tenía dónde comer. Le dije que sí. Anduvimos juntos hasta el Arroyo Jaboneros. Yo subí por Practicante Pedro Román, mientras él siguió por la calle Bolivia.

A la altura del mercado eché un vistazo por si veía al Pérez. Lo encontré resguardado del sol bajo el soportal de un edificio. Los gatos se frotaban contra sus botas de agua mientras él leía un periódico en cuya portada aparecía el futuro rey llegando a Barcelona para la inauguración de los Juegos Olímpicos. A pesar de que se protegía en la sombra, leía con los ojos arrugados para evitar la claridad cegadora. El Pérez pensaba distinto a mi padre, estaba convencido de que los pensamientos y el conocimiento eran la única fuente de riqueza y crecimiento. Mi padre, cuando me veía con un cómic o un libro, me soltaba aquello de que las ideas y las fantasías no me iban a dar de comer.

—Hay quien tiene residencia en la vida y otros que son veraneantes —soltó a la vez que doblaba el periódico, y en su rostro se dibujaba un gesto amable.

De nada servía que le preguntase adónde quería llegar. Me empujaba a que me cuestionase si residía o veraneaba en la vida, aunque tal vez era una cuestión más honda y yo ni siquiera alcanzaba a rozar el envoltorio de la intención. De repente, un fogonazo me hizo pensar que hablaba de Sara y Reyes, pero tampoco estaba seguro, podía tratarse de las espirales que no dejaban de moverse dentro de la mente.

Cuando murió mi madre, el Pérez se presentó en el entierro. No le había dicho nada. El tanatorio era una estancia de dos salas pequeñas: una en la que estaba el féretro abierto y había un ventilador colgado de la pared que se movía a izquierda y derecha; y otra con un sofá y algunas sillas, donde también había un ventilador de pie que emitía un molesto zumbido. Al salir para que otros pudiesen entrar a despedirse, mis ojos se toparon con él. Cuando tuvo la oportunidad me llevó a un aparte para darme las condolencias. Ahora no comprendía muy bien qué me había llevado a recordar el día del velatorio de mi madre. Era el segundo al que yo acudía. Un año antes murió la única novia que he tenido, fue por un accidente de moto, se le cruzó un coche y no tuvo tiempo de esquivarlo. Aquella tarde, en el entierro de mi madre, el Pérez me dijo: La pena y el sufrimiento que experimentamos terminan siendo amigos. Cómplices la una y el otro. El miedo, el ansia, lo que desestabiliza, lo genera lo que puede sobrevenirnos. La pena y el sufrimiento se aquilatan y se amoldan como si residieran en nosotros. Un vecino al que no tenemos más remedio que conocer y al que invitamos a comer o cenar.

Quise evocar con el Pérez aquella conversación por si todavía la recordaba. Pero permanecí callado, pensando cómo se habría descompuesto el cuerpo de mi madre, si los dientes, como había leído en una revista, eran la parte del cuerpo que más tardaba en desaparecer. Si acaso para desaparecer había que empezar por la dentadura. Y caí en que el Pérez la tenía postiza. Era muy celoso de que nadie lo viese sin ella. Yo lo había visto una vez por un descuido y me pareció otra persona.

—¿Ya no vas con tus amigos?

—Sí, nos vamos al Palmar.

—¿Solos o con las parejas?

—Solos —le dije—. ¿Y ese interés?

No respondió. Se puso a acariciar los gatos. Después abrió el periódico y yo me fui a refugiar del calor a la casa de mis padres. Aunque lo que de verdad pretendía era retrasar lo que mi padre me había pedido que hiciera.

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