Arena

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Los edificios, las calles, los recuerdos, el ánimo, todo era distinto al atardecer. Las noches traían aquellos olores, ampliaban el dolor y el placer, enmascaraban las emociones, modificaban las percepciones, nos succionaban.

Las noches eran ilusiones frustradas.

Falsas transparencias.

Borrones.

—Bruno, lo tienes muy rojo, te voy a poner crema —decía mi madre, que tarareaba aquella canción, una niña que se afanó en caminar por baldosas doradas.

Miré el cielo rojizo, un muro bermellón. Un mosquito modificado genéticamente que chupaba la sangre hasta dejarnos sin una gota. Los medios llevaban días anunciando una lluvia estival que no terminaba de llegar. Al pasar por la puerta del Jazz Barbacoa, me llegó el humo de la parrilla y los acordes de Thelonious Monk. Hasta la música sonaba diferente en las noches carnívoras. En las paredes de la otra acera de la calle Bolivia había carteles pegados con los conciertos del verano. Entre ellos, el de Culture, al que se suponía que iríamos los cuatro juntos. Pipo, el Bocina, el Manco y yo abrazados, invencibles, apurábamos la luz para pillar la última ola, con la sal metida en los ojos, la vista difusa y los pensamientos que saltaban por la memoria igual que un piojo en el cuero cabelludo. Recordé.

—Niñato de los cojones.

La mano del Alcalde me agarraba el cuello con fuerza. Al trincarme me golpeó la cabeza con la pared. La cara morada. El Wizz desaparecía. El Alcalde aflojó la presión para que pudiese respirar. Al decirme que fuera a casa de Albor escupió y la saliva cayó en mi cara lunar.

—Si te digo que hagas una cosa, la haces, niñato —dijo, y volvió a apretarme el cuello, mi cara a centímetros del suelo—. No te oigo.

Como no podía hablar, asentí. Emborronado.

—¿Me vacilas?

Me dio un tortazo.

Crucé la carretera y enfilé la cuesta del Cerrado. Los coches que bajaban me iluminaban con los faros. Caminaba embargado por una sensación de vacío. El ambiente pesaba, denso, tórrido. La ropa me molestaba. Un grillo cantaba estridente: cri-cri-cri-cri-cri. En mi cabeza el estribillo de una melodía: ooh, ooh.

Los insectos se camuflaban en la noche. De nada servía demorar la situación. Me acordé de mi madre, de Carlitos. En los últimos días me venían con frecuencia a la cabeza a pesar de que me costaba evocar sus rostros. Ellos también comenzaban a ser borrones. Los moratones del día después eran objetos no identificados. Los contornos se difuminaban. El grillar se hizo más fuerte. Y tras ese incómodo chirrido yo mismo empecé a desaparecer gradualmente, como un dibujo emborronado en el que ya no es posible distinguir la primera línea, el primer trazo.

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