Arena

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Soñé. Hibernaba. Un caracol con una membrana que desaparece dentro del caparazón hasta que la babosa se seca. ¿Escuché los golpes en la puerta o eran golpes que imaginaba? Sonó el teléfono o lo imaginé, igual que imaginé que doblaba una hoja en varios pliegues y me introducía entre ellos. Desde ese lugar podía ver sin que reparasen en mí. Modificaba las letras. Cambiaba las historias. Oí mi nombre o me pareció oírlo. Sonaba a eco. Brunooooooo. La o que se difuminaba como los colores en el atardecer. La o que no era una o de asombro. La o como una cárcel. La o de daño. Los sonidos cada vez más perceptibles. Los timbrazos cada vez más cerca. La pastilla ralentizaba los movimientos y provocaba que todo me diera igual. En la puerta estaban Pipo y el Bocina llamándome a gritos, y el teléfono seguía alborotando. Caravana. Descolgué casi por acto reflejo, para que dejase de sonar. La voz del otro lado que traía el perfume y el olor a sudor. La voz era como el mar ondulante que los adultos les dibujaban a los niños. Detrás Pipo y el Bocina me apremiaban para que colgara. Que si quería conservar las pelotas que me diera prisa. Agarré como pude fragmentos de la voz: «Eres lo único que tiene. Lo vamos a sacar… Cuenta contigo… ¿Necesitas dinero? Anota mi teléfono y mi dirección…». La voz se esfumó. Pipo trincó el auricular, colgó y dijo:

—Colega, espabila, no nos conviene hacer estas huevadas.

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