Arena

Arena


47

Página 49 de 85

47

El dinero nos quemaba. Pipo y el Bocina estaban excitados. Y con esa disposición nos acercamos a casa del Manco. Si no lo convencíamos estábamos jodidos, pues por mucho que Pipo asegurara que conseguiríamos otro conductor con facilidad, el tiempo jugaba en nuestra contra.

La hermana del Manco nos abrió y sin mediar palabra nos indicó el final del pasillo. Pegatinas de marcas de surf, superhéroes y grupos de música cubrían una puerta marrón. Al abrirla lo encontramos tumbado en la cama. Del salón llegaba el sonido de la televisión.

—¿Te ha dado por la meditación? —dijo el Bocina.

—Ya tenemos las llaves —le informé, y las tiré a su lado.

El Manco siguió callado, sin moverse ni hacer el gesto de cogerlas. Tenía la habitación decorada con fotos de su novia Marian; también había reservado sitio para Sabrina, Marta Sánchez, el famoso surfista Tom Carroll, al que todos venerábamos, y una bandera pirata. Era como si lo visitáramos a causa de una convalecencia, él echado con el rostro concentrado y nosotros tres en pie mirándole, esperando a que nos hablara de su enfermedad.

—Os lo dije, vamos —apremió Pipo.

—Tío, vamos a darnos un festín en Paperino, luego nos vamos de fiesta y empalmamos con el surfari.

—No tengo carnet —dijo el Manco.

Lo miramos, en un primer instante, sorprendidos, después nos partimos de risa.

—Suspendí.

—Si llevas toda la vida conduciendo —dije.

—Me salté un puto paso de cebra.

—En la autopista no hay pasos de cebra —dijo el Bocina.

Un mosquito zumbaba en el aire hasta que se posó en una de las pocas zonas blanca de la pared, justo a la altura de su cabeza. Lanzó la mano para cazarlo, pero el mosquito escapó y se refugió en la luz.

—Bueno, qué —insistió el Bocina.

—No quiero líos con el Alcalde.

—Lo que quieres es que te chupemos la polla —dijo el Bocina, y los tres nos tiramos encima de él.

En Paperino nos comimos un par de pizzas cada uno regadas con lambrusco. De allí nos acercamos a Duna, la discoteca de las pijas, a tontear con ellas y pavonearnos un poco. Casi nunca nos metíamos allí porque los cubatas y las cervezas nos sacaban el hígado, encima había que pagar entrada y nosotros nunca teníamos dinero. Pero ahora los billetes nos quemaban y teníamos que demostrarlo, fardar ante aquellos pijos de puta de lo que nos había dado Falete.

Nos encontramos con Marian y Sara, que se unieron a nosotros, y esto nos cortó el rollo con las otras tías. Pipo me dijo que si ellas no se marchaban, lo iban a joder todo. No se refería al tonteo, sino al viaje a Cádiz. Fui al baño. En el pasillo me topé con Sara, que me dijo al oído que se acordaba de mí y me refrescó el tímpano, sentí de inmediato el acto reflejo del endurecimiento. La invité a un tirito. Latidos en la entrepierna. Latigazos. Al esnifar se pegó a mí. El baño era pequeño. Cruzamos las miradas.

De ahí nos fuimos los seis a buscar la furgoneta, y después a la discoteca Máquina, donde había una fiesta en la que pinchaba un dj conocido. Íbamos contentos cuando llegamos al centro. El Manco aparcó el vehículo como pudo, una de las ruedas traseras quedó encima de la acera. El poste de la calle que daba la hora y la temperatura marcaba las cuatro de la mañana. Cuando el reloj fue suplantado por la temperatura, la pantalla señaló 35 grados. El calor abotargaba, los mosquitos se hacían visibles en las farolas y solo cuando ya era demasiado tarde notabas la picadura en el brazo o la pierna. La discoteca era una nave subterránea de forma rectangular donde se trapicheaba con pastillas y otras drogas, y que llevaba de moda desde el auge de la música electrónica y la eclosión del bakalao. En cuanto bajamos las escaleras, Pipo y yo buscamos al Peta para comprarle éxtasis.

—Me ha dicho un pajarito que vais al Palmar.

—Los pajaritos vuelan rápido —dije.

—A ver qué pilláis.

—A ver.

El sitio aún estaba tranquilo. La noche comienza allí a partir de las cuatro y se prolonga durante el fin de semana de modo ininterrumpido. En la pista, la gente se entrega a los saltos desenfrenados. Una chica se había quitado la camiseta y mostraba un sujetador que transparentaba las tetas.

—La noche vuela con Supermán —nos dijo el Peta.

—Vamos a volar.

El Peta sacó una cajetilla de Camel, extrajo un cigarro y lo encendió con un mechero rojo. El humo ascendió como si fuese llamado del más allá, un vapor azulado, rojizo, grisáceo, el color se lo daban unos focos que giraban alocadamente. Nos pasó la cajetilla, cogimos un pitillo, le metimos la pasta dentro y se la devolvimos. De las sombras salió un tipo bajito con una camiseta de Los Ramones. Lo conocíamos de otras ocasiones, pero nunca habíamos hablado con él. Nos limitamos a seguirlo a la otra esquina, cerca de la cabina de música. Nos pasó las supermanes, unas pastillitas circulares de color anaranjado con el icono de El Hombre de Acero. Luego nos unimos a los demás, que bebían una birra para contrarrestar el calor. Entonces, Pipo y yo nos tragamos la supermán y comenzamos a saltar en la pista, desatados, trompos a los que no era necesario lanzar, interminables, como si estuviésemos jaleados por las luces estroboscópicas, a la espera del subidón.

No sé cuánto llevábamos sudando cuando los rociadores para incendios del techo se activaron y la discoteca entera empezó a vociferar, era como asistir a la revelación de Dios y que aquello fuera el mayor milagro de la humanidad.

Cuando en una película introducían insertos breves de imágenes, ya fueran oníricos, imaginaciones o fragmentos del pasado de un personaje, los consideraba una chorrada. Esos insertos me sustraían de la película. En aquel momento, con la pista ya repleta de gente entregada al baile por el efecto de las supermanes, afloraban estampas de la cara de mi madre o de mi padre, polaroids en las que sus rostros se mostraban difuminados y el fondo nítido, como si mis padres fuesen manifestaciones borrosas, un efecto que multiplicaba la sensación táctil de los objetos captados en segundo plano. Las diapositivas pasaban una tras otra en una secuencia precisa. Me encontraba en clase de Historia del Arte y debíamos explicar qué tipo de arco aparecía: peraltado, ciego, lobulado, de herradura, ojival, de medio punto. Pensé que si alguien nos tomaba una foto en ese instante nos retrataría febriles, idos, ensimismados, ambiguos, y me pregunté si la imagen sería capaz de revelar la otra capa del lugar donde nos encontrábamos, no la de los saltos y el movimiento ondulante de los brazos, una parte proclive al disimulo, sino la parte mental en la que corríamos como hámsteres en una rueda, la zona de la que no podíamos huir por mucho empeño que pusiéramos, el lugar entre viñetas, la historia que no se apreciaba a simple vista.

Marian y Sara trajeron botellines de agua y nos dimos a la bebida. Las gotas de sudor eran un ejército invencible.

Derrota.

Derrota.

Derrota.

Las polaroids iban y venían. Hologramas. Sentí que resbalaba por una tubería. Los efluvios a Ducados, sudoración y colonia Lacoste iban tras de mí, chacales. Las piernas dobladas de mi madre, una virgen; la cabeza apoyada en el dintel, justo donde estaba el clavo, los ojos en otro sitio, un feligrés rezando. Las plantas de los pies insensibles a los fragmentos de cristal de esa noche paralizada, su gesto el de un mimo.

A veces los flashes se transformaban en mínimas secuencias. Tenía cinco años. Mi padre acababa de llevarme a la cama. Se tumbaba a mi lado hasta que me quedaba dormido. Había escuchado a mi madre decir que con cinco años ya debía dormirme solo. Discutían. Mi padre se metía en la cama conmigo, me colocaba la mano en el pecho, me decía que cerrara los ojos, que al día siguiente le contara qué había soñado, aunque nunca recordaba los sueños, solamente los olores, el dolor, el ansia. Aquella noche, con cinco años, le pedí agua, él se levantó de la cama y fue a por un vaso. Usaba una linterna para orientarse, porque al acostarme cerraba todas las ventanas a cal y canto. Cuando regresó me asusté al verlo. Quizá fuera por el haz de luz y el reflejo que mostró su rostro, pero su cara no parecía la suya, no le reconocí, no identifiqué sus facciones y me puse a llorar y a llamar a mi madre, que acudió corriendo. ¿Qué pasa? ¿Qué le has hecho? ¿Qué haces tú aquí?, chilló mi madre. Y mi padre gritó también, a mi madre, a mí, mientras yo lloraba sin consuelo.

Alguien me empujó y yo le devolví el empellón y a punto estuvimos de enfrascarnos en una pelea. Fue el Manco quien lo detuvo.

—¿Qué te pasa, tío?

No respondí. Apenas diferenciaba los recuerdos de lo real. ¿Estaba también el amigo de mi padre? El abundante sudor me había dejado sin lágrimas. Se me había pasado el subidón.

Cuando salimos eran las once de la mañana. Nos metimos en la furgoneta. En la maniobra, al salir por una calle estrecha, el Manco arrancó el retrovisor de un coche aparcado. El vigilante de la discoteca lo vio todo, pero nos dijo que siguiéramos, que no diría nada.

El Manco conducía a trompicones, muy despacio, y no quería aparcar la Volkswagen frente a su casa. Era muy supersticioso. Tampoco estaba dispuesto a empalmar, necesitaba dormir un rato. No importaron las protestas del Bocina y Pipo. Marian salió en defensa del novio, y eso no le gustó al Manco, que la miró con cara de mala hostia, pero no dijo nada. El Manco estacionó detrás del Corpus, y desde allí nos fuimos todos a casa para descansar unas horas. En la puerta de la parroquia había un gato de rayas grises muerto. Pipo lo movió con el pie. Un coche lo había atropellado.

—¡Déjalo! Está muerto —dijo Marian.

—¡Cuidado, no vaya a salir el espíritu! —replicó Pipo.

—Te estás pasando, payaso —le advirtió el Manco.

—¿Ah, sí?

—Ya, ya, tíos.

El cielo celeste, insondable, ocultaba los límites a pesar de que parecía una tela que se podía traspasar sin dificultad.

—Vamos a desayunar a La Gloria —propuso Sara.

—Mejor no —dijo Marian sin apartar la mirada de su novio.

—Luego te recojo en tu casa, Bruno —dijo el Manco y se marchó con Marian.

En cuanto el Manco y Marian se fueron, los demás también se dispersaron, pegándose a las fachadas para buscar el abrigo de las sombras. Yo notaba el cuerpo pesado, pero no tenía sueño. El sueño no significaba descanso para mí, era encadenar una pesadilla tras otra. Entonces caí en la cuenta de que quizá el Wizz estuviese abierto aún. Bajé por Practicante Pedro Román por si encontraba al Pérez y resultaba que podíamos conversar. Pero al alcanzar la calle Bolivia y mirar hacia la derecha me encontré a Sara. Estaba con la espalda apoyada contra la pared de la heladería Lauri: un recortable, una imagen publicitaria. La piel atezada desprendía brillos, como los destellos del mar cuando el sol se proyecta en la superficie del agua.

No nos dijimos ni una palabra.

Ir a la siguiente página

Report Page