Arena

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Pensé en mi padre. En qué pasaría si volvía a llamar. En la distancia y la cercanía con la que se relacionaba con los demás. También pensé en sus manos de morcillas aplastadas y respiré el olor que desprendían, una mezcla a tabaco negro y alcohol, que me recordaba la sensación de escarbar en la arena de la playa entre las colillas enterradas.

De pronto quise imaginar el rostro de mi madre, siquiera algún detalle de su cara, pero solo me venían ráfagas de sonidos intermitentes, como los efectos domésticos de una cinta mal grabada. Me costaba recordar algo puro junto a ella, hasta que conseguí enfocarla en un momento preciso de mi infancia, cuando me rompí el brazo y me pusieron una escayola. Durante aquel tiempo escayolado mi madre me ayudó a bañarme mientras tarareaba una melodía, como si yo fuese aún un bebé, una musiquilla a la que yo le había inventado una historia de unos seres nómadas que van en busca de su hogar.

La nevera casi siempre estaba vacía, con la luz interior estropeada. El salón lucía como si acabara de celebrarse algún encuentro: ceniceros con colillas, vasos con restos de bebidas y huellas dactilares marcadas en todas las superficies, manchas de colores diversos, un blíster de pastillas por aquí, un bote de vaselina, monedas, billetes, desorden general de papeles, hebras de tabaco en el suelo y paquetes de Ducados y Fortuna ligeramente arrugados. Cuando me levantaba recorría el espacio con la mirada, distinguiendo los murmullos de los desconocidos que habían bebido y se habían drogado en el salón, como si las conversaciones que habían mantenido allí se hubiesen disgregado, temerosas de quedarse huérfanas, y buscaran un interlocutor.

Pensé en mi madre. En su mano que no sabía si acariciarme o pegarme cuando reparaba en mi presencia, mientras mi padre, empeñado en su neurótica actitud, se mostraba atento o se comportaba como un completo desconocido. Escuchaba sus respiraciones aun cuando era consciente de estar completamente solo en casa. Las respiraciones y los murmullos y el humo y el sudor y los olores se me habían quedado atrapados dentro de la cabeza. Se ama solo una vez, Bruno. Lo demás son variaciones en el vacío, simulaciones, simulacros, oía a mi padre, ¿o era a mi madre?, que seguía hablando, y siempre erramos, confundimos el amor incondicional con otra cosa, y nos da igual, chupamos y chupamos hasta secarnos, como si una forma de placer fuese borrarnos desde dentro, dejar de ser nosotros mismos, anulados por amor.

Y no sé por qué. En realidad sí lo sabía, o al menos lo intuía. Más de una vez había fantaseado con la posibilidad de que mi padre hubiera sido Álvaro, el cocinero de Paperino, un tipo grande que cojeaba porque de chico se cayó de un caballo, y que cuando iba allí a comer pizza siempre me preguntaba por mi madre y me contaba cosas de ella que nadie más me había contado antes. Al hablarme en un tono confidencial, no podía dejar de fantasear cómo me habría ido en la vida si él hubiese sido mi padre. Un día me preguntó: ¿Sabes qué canción era la favorita de tu madre? Yo le dije que mi madre nunca escuchó música. El rostro se le ensombreció, apenas hacía unos días del entierro. Con su andar bamboleante Álvaro se acercó al equipo de música que estaba junto a la caja registradora, metió un casete y sonó «Under the Influence of Love» de Barry White. Durante unos segundos, Álvaro, el cocinero de Paperino, se quedó en silencio, como si deseara entrar en el ritmo de la canción y ponerse a bailar con el recuerdo que proyectaba en sus pensamientos. Esta era su canción, Bruno, me dijo Álvaro. Aunque sonó como si hubiera dicho nuestra. Se quedó callado unos segundos, tarareando la melodía, la misma que mi madre me había susurrado mientras me bañaba cuando yo estaba escayolado, y después agregó: Era una mujer dura y comprensiva, iba a comerse el mundo hasta que se la comieron a ella. Dejó que lo hicieran. Así de simple. Cuando la conocí con diez años no dejaba de sonreír. Luego fue como si le hubiesen extirpado la alegría.

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