Arena

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Tendría unos diez años cuando mis padres dejaron de abrir el restaurante a la hora de comer. Solo abrían por la noche. Cuando llegaba cansado, andando desde el colegio, muchas veces me los encontraba tirados, durmiendo. Otras veces no estaban. Sabía que habían salido porque la casa olía de otra manera cuando estaba vacía. Sus respiraciones eran miasmas, animales moribundos. Cada día me demoraba más en llegar.

Por la mañana les robaba algún dinero suelto y con eso me apañaba para comprar un bocadillo. Por la noche no me hacía falta comprar nada, cenaba en el restaurante. Apenas había una mesa con un par de comensales. Mientras esperaba a que me pusieran un plato, dibujaba. Albor solía estar en una esquina de la barra. Como si formara parte del mobiliario o, peor aún, como si fuera el verdadero dueño, porque mi padre le iba sacando distintos platos para que los probara. Al principio, pensé que igual era un crítico culinario importante y que el éxito del local dependía por completo de él. Pero con el tiempo los camareros fueron desapareciendo, y con la dejadez, también los clientes. Entonces, mi madre se ocupó de la barra y mi padre de la cocina. Desde la esquina, el amigo de mi padre me observaba dibujar y cenar, pero nunca me dirigía la palabra.

Cuando no había colegio me pasaba el día de aquí para allá. Una noche llegué algo después de lo normal, hacia las doce o más tarde. Recuerdo que esa vez había más gente de lo habitual, pero no comían, solo bebían y fumaban. Alguien preguntó a mis padres si yo era su hijo. Esa noche me di cuenta de que el restaurante empezaba a oler como nuestra casa. También noté que los rostros de mi padre y de mi madre estaban cambiando, más gruesos, encendidos, tirantes. Mi madre con un Fortuna y una bebida en la mano. Mi padre, con su Ducados, no paraba de entrar y salir de la cocina.

En algún momento de la noche, alguien me tocó la cabeza e hizo un comentario del dibujo de Iron Man que tenía a medio hacer. Me entraron unas ganas irrefrenables de estar dentro de la armadura de Tony Stark para sentirme protegido. De ser ciego como Matt Murdock, porque Daredevil tenía un radar dentro y la capacidad de leer los latidos del corazón para ver quién mentía y quién no, y de esta manera ver qué sucedía más allá de lo que uno puede ver a simple vista. Porque lo cierto es que desconocía de dónde llegaba el enfado. La tristeza. El abandono que sufría mi familia. La alerta.

Entonces empecé a evitar el restaurante.

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