Arena

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Estuvimos parados en la N-340. Diez horas. Sacamos las sombrillas y las hincamos en el lateral de tierra, y a su sombra tendimos unas toallas. De la hilera de coches en caravana salía música árabe. Algunos incluso se habían puesto a rezar y a emitir cánticos. Nosotros nos refugiamos debajo de las sombrillas con latas de cerveza tibia y dos paquetes de Camel. En ocasiones, una ráfaga de viento que barría las afueras de Estepona nos levantaba el ánimo, como una novia que te excita. Quizá fue por esa sensación por lo que saqué el tema. O porque desde lo de mi padre mis amigos hacían como que no pasaba nada. Quizá fuera el aburrimiento. Porque también pensé en sacar la libreta y dibujar o escribir algo, pero la había olvidado, y decidí hablar, por romper la tranquilidad, por ver qué pasaba, porque el vacío me succionaba y quería saber cómo era el fondo.

—Igual que Reyes se tira a otros, Sara y Marian lo pueden hacer o ya lo hacen —solté.

—¿De qué vas? —dijo el Bocina.

—Tú también te tirarías a otras si pudieras.

—A ti lo que te pasa es que nunca te han partido la cara, Bruno, pero podemos empezar ahora mismo —siguió el Bocina, que normalmente era quien trataba de calmar las cosas.

—Sí, tal vez, bola de sebo —dije, porque solo quería hacer daño, como si un resorte me impeliese.

—Tío, sal del armario. No pasa nada. ¿Crees que no lo sabemos?

—Bueno, ya está bien.

—Déjales, Manco, así nos amenizan esta tortura —dijo Pipo, que por primera vez se ponía de acuerdo con el Manco.

Estuvimos así hasta que subimos a la furgoneta y reanudamos el viaje. A pesar de que habíamos dejado las puertas abiertas, el interior del vehículo estaba recalentado. Una vez que reemprendimos la marcha, después de diez horas, las pullas cayeron en el limbo. No borradas ni olvidadas, sino en estado latente. Nuestro dilema se planteaba de una única forma: se trataba de qué hacer si el contacto del Alcalde no estaba, ¿seguíamos camino al Palmar o dábamos la vuelta para contárselo al traficante y evitar problemas? Como no nos poníamos de acuerdo, escribimos en dos papelitos: seguir, no seguir. Salió lo primero.

Todavía circulábamos con lentitud por una vía atestada de veraneantes. El sopor relajó el ambiente y el resto del trayecto se hizo menos tenso. De repente nada importaba, y el agobio por el asunto del Alcalde dejó de estar tan presente.

El viento cálido que llegaba de África trajo nubes que se desplazaban con la indolencia de un elefante que va a morir al cementerio. Nos forzaba a ir sin camiseta, descalzos. Me senté otra vez en el puesto del copiloto, con la mano fuera: en mi cabeza se reproducían los timbrazos del teléfono, los gemidos de Reyes y Sara, la voz que apestaba a colonia, todo mezclado.

Cuando llegamos a Algeciras saqué la nota con la dirección que me había dado Falete. Se encontraba en un pasaje paralelo a la Estación de Autobuses San Bernardo. Tuvimos que preguntar varias veces hasta que dimos con la calle que buscábamos. Les dije a los chicos que en las estaciones de autobuses hay que guardar cuidado porque te roban al mínimo descuido. Decidimos dividirnos en parejas. El Manco y el Bocina se quedaron junto a la Volkswagen porque no encontramos sitio para aparcar, estacionamos en doble fila. Pipo y yo nos pusimos las camisetas y las chanclas y caminamos por la calle José Santacana en dirección al número catorce.

La puerta metálica de la entrada no tenía cerradura. Entramos y echamos una ojeada a los buzones marrones. La mayoría estaban abollados y con la pintura desconchada. En el suelo había propaganda dispuesta de cualquier manera. Se trataba de un edificio que se distribuía alrededor de un patio andaluz. No tenía ascensor. En las paredes los tendederos mostraban la ropa colgada. Oímos los gritos de una madre regañando a sus hijos. Pipo y yo subimos por una escalera de madera desvencijada. Era la hora de la cena. De las viviendas se escapaban los olores a guiso: azafrán, ajo, vinagre, aceite. La puerta del tercero izquierda tenía un pomo que en otra época había sido dorado y con los años se había ennegrecido. No había timbre. Tocamos con los nudillos. No respondió nadie. Volvimos a tocar, y de nuevo esperamos en vano. Entonces, volví a golpear en la puerta con bastante fuerza. Del piso de enfrente salió una mujer entrada en carnes que nos preguntó con suspicacia a quién buscábamos. No teníamos ningún nombre y no supimos qué decirle. Quizá reaccionamos tarde, el caso es que después de que Pipo me mirase le dijimos que estábamos buscando a un colega. La mujer nos respondió que allí no vivía nadie desde hacía ya un tiempo.

—¿Seguro? —insistimos titubeantes y ansiosos.

—Pues pregunta por ahí si quieres —dijo y se perdió dentro de la casa.

Aún permanecimos un rato ante la puerta. Nos resistíamos a irnos. Pipo me soltó que tal vez el tipo iba y venía, que a lo mejor sería conveniente quedarse a pasar la noche.

Cuando salimos de nuevo a la luz del día, no encontramos la Volkswagen y nos temimos lo peor. Íbamos a darnos la vuelta cuando oímos que nos pitaban. El Manco nos hacía una señal. La policía les había obligado a moverse.

De allí pusimos rumbo al Palmar. Ninguno quiso pensar en las consecuencias con el Alcalde.

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