Arena

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—Pasa.

Dentro de la casa de Albor. En un primer momento sentí el frescor de la estancia, la fragancia a jazmín que desprendían unas biznagas que decoraban la mesa. Las cristaleras invitaban a entrar en el salón y arrellanarse en el sofá. La plenitud del espacio daba al interior el aspecto de una nave espacial. No había estrellas. Ni luna. Solo la homogénea placa roja que cubría el cielo. Desde el ventanal uno contemplaba la chimenea del litoral, una vieja central térmica construida en otra época, como si fuese un visitante ajeno a la playa. Misteriosa. Irreal. Parecía que ascendía por las nubes, que tuviese el poder de conducirte a otro mundo.

—¿Quieres tomar algo?

Dije que no, aunque tenía la boca seca, la garganta dolorida y el cuello aún me molestaba.

—Siéntate, ponte cómodo. Voy a traer algo fresco.

De la cadena de música salía el piano de Glenn Gould. Lo averigüé cuando cogí la carátula del cedé. La melodía envolvía, como si unas mariposas dibujaran filigranas en el aire. El salón irradiaba una iluminación tenue, un detalle que contrastaba con la amplitud de esa atestada estancia. El amigo de mi padre dejó una bandeja en la mesa y me ofreció un vaso, a pesar de que hacía un momento le acababa de decir que no quería nada. Sostuve el vaso entre las manos. Miré el líquido dorado y los hielos como si fuesen una bola de cristal que pudiera revelarme el futuro inmediato. Un futuro que negaba. Lo que pasó, sin embargo, fue que Albor se acercó a una estantería y sacó un álbum de fotografías.

—No soy un extraño ni un enemigo, Bruno. Mira. Solo te pido eso, que eches un vistazo —dijo, alargándome el álbum.

Yo seguía agarrado con ambas manos al vaso. Sin beber. Los hielos chocaron contra el vidrio al moverlo emitiendo un tintineo amortiguado, desapareciendo poco a poco en el líquido dorado. Notaba la boca llena de granos de arena. El ansia se aceleraba, conducida por el ritmo de las variaciones que expulsaban los altavoces. Cuando dejé el vaso y cogí el álbum me llegó un tufo de colonia, los efluvios, mi sudor que parecía querer escaparse. Abrí el cuaderno de fotos. Los hielos eran cada vez más pequeños: se fundían modificando el color y el sabor del líquido. Me llevé el vaso a los labios y di un sorbo lento, pequeño. En las fotos había un niño con una gorra, estaba sentado en la arena y jugaba a hacer un castillo; desde el fondo del encuadre, una niña con su madre le saludaba. Luego había una secuencia de imágenes con Albor; en una le enseñaba a nadar sosteniéndole de la mano; en otra estaba encima de un colchón; una en la proa de un barco comiendo un plátano; en la orilla jugando al fútbol. En casi todas las imágenes el niño parecía despreocupado, incluso contento. En algunas hasta se reía. El niño era yo. El lugar, Calahonda. En las fotos solo estábamos él y yo. Cerré el álbum de fotos. Bebí casi todo el líquido del vaso. No me había dado cuenta de que el cedé había terminado. Sentía una bola en el pecho. Pequeños cráteres se formaban en la superficie de mi piel.

—¿Quieres ver otro?

No le contesté, simplemente se acercó al mueble y me acercó otro libro de fotografías. Fui incapaz de abrirlo.

Golpes de frecuencia intermitente interrumpieron el silencio del salón. Los hielos del vaso habían desaparecido por completo.

—Puedo ayudar a tu padre. Si quieres que lo haga.

No le contesté. Ni lo miré. Me levanté en dirección al ventanal. Tuve la sensación de que la chimenea se desplomaría.

—¿Adónde vas?

Empezó a sonar aquella canción.

Los toques de la lluvia en el cristal. Una llamada. Abrí la puerta y salí a la terraza. El calor y la noche devoraban el ánimo. Los goterones que caían a intervalos irregulares parecían cagadas de golondrina. No era agua limpia, era barro. La precipitación se aceleró hasta derivar en una tromba de agua terrosa. Y entonces me llegó el Ducados, la colonia, el sudor, el barro que hervía.

Del salón venía aquella canción que se mezclaba con el tintineo de la lluvia. Mis extremidades estaban rígidas, pero noté las embestidas.

Me agarré a la barandilla con las dos manos, aturdido. Una mancha. Un borrón. La lluvia no era lluvia, era fango. Apenas distinguía las luces de las farolas. El sonido de la tormenta de verano sonaba diferente allí arriba. Cri-cri-cri-cri-cri.

—Bruno.

Ooh, ooh, ooh, ooh, la canción como un mantra me traía de vuelta unas sensaciones que reconocía.

Permanecí en silencio. Sin moverme. Miré la altura. En los días despejados, desde el ático se vería la ciudad de costa a costa.

—Bruno…

Podía oír el silbar de la lluvia que se había acompasado, el sonido del grillo ahora intermitente, una respiración a mi espalda que parecía succionarme, mientras yo intentaba comprobar si todavía era dueño de mi cuerpo. El estribillo desnudo. Los párpados apretados.

—Vamos.

Recordé que en la infancia mi abuela y mi madre me llevaban a misa, y que cuando ocurría algo malo rezaba para que no volviera a pasar.

—¿Quieres echarte?

Era incapaz de ir más allá de mis párpados apretados. Me traspasaban los jadeos, aquellos, estos, todos. Me traspasaban los gruñidos, la furia, el daño. Entonces solo podía concentrarme en la letra.

And I think to myself

What a wonderful world

The colors of the rainbow

—¿Quieres echarte?

Y entonces dejé de apretar los párpados.

Y fui.

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