Arena

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Rehíce el dibujo de mi abuela e intenté escribir alguna cosa otra vez. Pero no me llegaba ninguna idea, me veía bajo la arena, sin poder respirar, con los orificios de la nariz anegados de arenilla. Entonces me acordé de un fragmento que había comenzado. Leí las notas que tenía dispersas en distintas libretas y folios. Pero no encontré el texto que buscaba. Me refugié en el calor para salir de aquella asfixia. Sentía la camiseta pegada al pecho y la espalda, diminutas burbujas invisibles queriendo brotar de la piel. Era un animal que respira profundamente y babea, eso era lo que me generaba el bochorno.

Salí a la calle y caminé por Bolivia hasta Practicante Pedro Román. Grupos de personas subían para Bobby Logan. De la playa llegaban los ruidos y murmullos de una noche de verano movida, con fragancia a jazmín. En los maceteros de las casas de pescadores siempre plantaban ese arbusto oloroso. Veía a las ancianas recogerlos, guardarlos en pequeñas bolsas y, luego, al atardecer, sentarse en las puertas de las casas y coserlos para hacer biznagas. Mi abuela se las hacía a mi madre, y también le dejaba un puñadito para que los colocara en la mesita de noche con el fin de ahuyentar a los mosquitos.

Me apetecía hablar con el Pérez. Di la vuelta al mercado municipal sin fortuna. Bajo el soportal donde solía ponerse a leer, encontré tirados algunos periódicos y una novela. Encima de los diarios había un gato anaranjado: un guardián imprevisto. Otro negro merodeaba indolente. Apestaba a vísceras de pescado, a sal, a pipí. Eché un vistazo al Arroyo de los Pilones. A veces, cuando había tanta luz, iba a dormir debajo del arroyo, donde nadie reparaba en él ni le molestaba. Esa noche no estaba allí. En un primer momento me extrañó. Aunque luego vi pasar a uno de los Morales en dirección al Wizz, y no volví a pensar en mi amigo. El Morales no me vio. Pero sirvió para que se accionara una alerta en mi interior. Luego anduve entre las calles Jábega y Cenacheros, evitando el Paseo Marítimo del Pedregal. Las familias habían colocado televisión, sillas y sofás fuera. Bebían y cenaban ante el reflejo de las imágenes. El calor echaba a la gente fuera de sus casas.

—¡Bruno!

Reconocí la voz. Venía andando con paso ligero.

—Eres un hijo de puta, ¿lo sabes?

—Todos lo somos.

—Serás mamón. ¿De qué vas?

Nos encontramos al lado de la plaza del Ancla, cerca de los bancos donde debían estar esperándome el Manco, Pipo y el Bocina. Como podía pasar cualquiera y vernos, nos pusimos en una callecita perpendicular a la calle Bolivia poco transitada, a la sombra de las farolas apedreadas. Quizá era la amenaza del Alcalde, la incertidumbre de lo que me había pedido mi padre o cualquier otra cosa, el caso es que la situación me resbalaba. Me había arrinconado entre la pared y un coche mal aparcado. Su respiración a cigarro mentolado en la cara. La saliva salió propulsada de su boca.

—No dices una mierda.

—Dímelo tú.

—¿Te follas a Sara?

Se me había puesto dura. Reyes, la Sioux, me empujaba, se pegaba a mí, los restregones me habían excitado. Me dio una torta en la cara. Volvió a preguntar. Le metí la lengua en la boca y una mano en el coño. Estuvimos un rato forcejeando. El impulso me hacía perder la cabeza. Todo se contaminaba. El deseo de ella, las ganas, el picor, la resistencia y el abandono, todo revuelto y confuso.

—Chúpamela.

—Hijo de puta —dijo riéndose.

Me mordió la mano. Los dedos en su boca, después, otra vez, en su coño. Bajó.

Me corrí dentro de su boca y se lo tragó.

No sentí ningún alivio.

—Vamos a tu casa.

—Tengo que resolver un asunto.

—¿En la fiesta del Lepra?

—En la fiesta del Lepra.

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