Arena
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Aturdido.
Resacoso.
Molesto.
Dolorido.
Enumeraba mentalmente el estado en que me encontraba cuando el Lepra apareció y dijo:
—No veas la que has liado.
Desde el suelo el Lepra parecía un gigante. Uno salido de un cuento grotesco, desgreñado, los ojos saltones, pálido, con saliva reseca en la comisura de los labios.
—Anda, levanta y pírate. —Me dio un golpe con la fregona.
El olor a vómito impregnaba la estancia. El Lepra dejó el cigarro que fumaba en un cenicero de cristal, tiró de la cisterna y echó ambientador. Pese a que había fregado y abierto la ventana, un pestazo insufrible aún persistía. Me volvió a dar con la fregona en el costado. Me incorporé con esfuerzo. El reloj-despertador marcaba las siete y media. No se escuchaba música. Solo un tintineo de vasos y botellas, y el crujido de los plásticos de quienes recogían en la planta baja. Le pregunté al Lepra dónde estaban mis colegas.
—Tío, tú verás lo que haces —dijo, moviendo la fregona con desgana.
—¿A qué te refieres?
—Macho, si tú no lo sabes es que eres muy estúpido.