Arena

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El cielo clareaba. Si tuviese que aparecer alguien del más allá, pensaba que esa sería la hora exacta en la que se manifestaría: el primer atisbo de luz tímida, ausente todavía, esponjosa, una madre que se asoma al cuarto de sus hijos mientras duermen, cuando ella se va a trabajar y escucha durante unos segundos la respiración acompasada de los críos, el ritmo de una dimensión distinta a la real. Mi madre nunca me escuchó respirar. Le asustaba hacerlo; además, siempre se levantaba más tarde que yo. También a mí me acongojaba su respiración. En más de una ocasión la oí dormir desde el pasillo: miasmas, efluvios, gases que se ondulaban viciados.

Caminé desde El Candado hasta Pedregalejo por el paseo marítimo. Los basureros limpiaban la arena de la playa de colillas, bolsas, papeles y otros restos enterrados por los veraneantes. Me sentía como un animal herido al que le costaba avanzar. Los espigones eran monstruos devorando el paisaje. En algunas fachadas se posaban los primeros rayos de luz. De tanto en tanto vibraba un moratón en mi ojo izquierdo. El cuerpo se dejaba ir con la plasticidad calmada del agua. Al llegar al portal de mi casa, pensé en pasar por el Wizz. Aún estarían los Morales.

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