Arena

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La canícula traía una desapacible y cálida corriente que abofeteaba y arrasaba, que dificultaba la respiración. La tierra agrietada y las plantas marchitas aguantaban la inclemencia árida porque no podían escapar. La visión se volvía aceitosa. Me costaba enfocar los objetos, iban y venían como si me estuviera probando distintas lentes. En la acera, un perro se había cagado y el zurullo reseco me hizo pensar en un cerebro chamuscado.

Entré en la biblioteca. El aire acondicionado expulsaba un modelo de paraíso, como si la frescura del ambiente te masajeara los músculos. Miré en las mesas libres por si el Pérez se resguardaba allí de los cuarenta grados. En la portada del Sur se anunciaba una tormenta de verano. Parecía una broma. La bibliotecaria reparó en mi presencia. Nos miramos apenas unos segundos. A punto estuve de preguntarle si sabía algo del Pérez. Ninguno dijo nada a pesar de que estábamos solos. Permanecí frente a la portada del periódico aún unos instantes. Ella se quedó sentada en su silla de cuero, comiendo con disimulo una ensalada de pasta de un tupperware, tras el mostrador, en aquel edificio solitario que era como un planeta independiente e irreal respecto a lo que había fuera. Al salir, una descarga de aire ardiendo te entraba por la nariz y te aplastaba el cuerpo. Me entraron ganas de regresar adentro, pero seguí en busca del Pérez. Merodeé por el mercado sin fortuna. La fruta y la verdura pasadas desprendían una tufarada que el bochorno acentuaba. Volví a asomarme debajo del puente del Arroyo Jaboneros. Esta vez bajé y caminé por un cauce de matojos y desperdicios. Mosquitos y otros insectos volaban haciendo espirales, como aturdidos también a causa de la calima. Había un colchón roído, una botella de agua de plástico vacía, periódicos, libros sin cubiertas subrayados, gatos tumbados en la sombra a la espera de que llegara la noche y, por fin, refrescase.

El mismo día que encerraron a mi padre le había dicho al Pérez que se viniese a casa, que había sitio de sobra. Él sonrió. Creo que fue la única vez que le vi sonreír de aquella manera tan fraternal. Luego me dijo que me lo agradecía y que ya lo veríamos. No le insistí. A cierta distancia del colchón raído, bajo una bolsa de plástico, descubrí el recipiente que cuidaba con celo. Al moverme por allí, un gato se asustó y pisó una bolsa, y dejó el envase al descubierto. Destellaba con el sol. Lo cogí. Aún estuve unos minutos registrando la zona, pero no encontré nada más. Entonces retrocedí sobre mis pasos.

La biblioteca parecía un iglú en comparación con el exterior. La chica seguía sentada tras el mostrador. Esta vez se incorporó y se acercó. El pelo recogido en una cola y las gafas le conferían aspecto de empollona. Casi en un susurro, pese a que estábamos solos, me saludó:

—Hola.

—Hola. Soy amigo del Pérez, no sé…

—Sí, sí, te conozco.

—Lo estoy buscando. ¿Le has visto?

—Se ha ido.

—Lo dudo.

La chica se colocó unos pelos revueltos que habían escapado de la goma. Miró las estanterías y comentó:

—Llevaba un tiempo diciendo que quería marcharse.

—Ya, ya, desde que le conozco lo decía, pero no se ha ido nunca.

—Habrá tomado la decisión. En los últimos meses estaba más ausente.

—No habría desaparecido sin esto —dije, y le extendí el recipiente.

La bibliotecaria lo acunó entre las manos. Lo examinó con cuidado, como si fuese un bicho extraño al que hubiera que reconocer. Continuó observándolo unos segundos más. Después me lo devolvió y, con recato, se restregó la palma de las manos contra la falda.

—Ahora no sé qué decirte. Aunque no creo que signifique nada.

—El Pérez no se habría ido sin su dentadura postiza.

La chica miró de nuevo hacia los estantes de libros como si pudiera encontrar en ellos una respuesta, como si buscara que respondieran por ella.

—Si averiguo algo, cómo…

No le dejé terminar la frase y dije:

—Yo me paso. Yo me paso.

Cuando me marché la vi cambiar de lugar un álbum ilustrado. Le quitó el polvo a otro y lo colocó de cara al público: Mi papá de Anthony Browne.

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