Arena

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Por costumbre caminé hacia el espigón con esa forma de piruleta mordida por los bordes. Las leves olas se dejaban ir contra él. En el círculo de piedras, Pipo, el Bocina y el Manco estaban sentados contemplando el fondo picado de borregos. Las ondulaciones dibujaban diagonales en un azul eléctrico. Llevaba en la mano el recipiente con la dentadura postiza del Pérez. En la cabeza seguía resonando la voz del teléfono. No bajé los escalones del espigón. Me quedé en los bancos de la plaza del Ancla. El humo de los espetos dejaba en el ambiente un olor a carbón y aceite quemado que llegaba hasta donde me encontraba, envolviéndome. Las moscas se posaban en mi cuerpo pegajoso. Un hombre salió de la orilla con una medusa en un cubo. Tiró la medusa en la arena. Se formó un remolino de personas alrededor de ella. En un abrir y cerrar de ojos se propagó la noticia: Cuidado, hay medusas, un mantra que iba de orilla a orilla como los cuentos orales. Las altas temperaturas atraían las aguamalas y las lágrimas de mar. Los bañistas entraban en el agua con tiento, los niños observaban la orilla tratando de coger alguna. Bajo la sombra del toldo de un chiringuito, cuatro viejos jugaban al dominó en una mesa de aluminio. De tanto en tanto sonaba el golpe seco de las fichas sobre la mesa. El reloj marcando los segundos ante la inminente llegada de los forajidos, mientras el sheriff decide quedarse en ese pueblo de cobardes. La fritanga se mezclaba con los aceites y las cremas solares. Con los gritos de los niños que correteaban por la arena y las parejas que jugaban a las paletas. Al apoyarme en el paseo me vieron. Empezaron a acercarse. No me moví. Tampoco Gary Cooper, sudoroso, avejentado, muriéndose. A unos metros se detuvieron y hablaron entre ellos.

Estaba estropeado.

Con los sentimientos y las emociones mutiladas.

No funcionaba de un modo correcto. Los esquemas activados en la cabeza deformaban los impulsos naturales, que se veían arrastrados por el lado salvaje hasta devorar igual que la irracionalidad de un monstruo.

Pipo no apartaba los ojos de mí, parecía concentrado en hacerme papilla de diferentes maneras, a cada cual más dolorosa. Seguro que lo había imaginado ya muchas veces para aliviarse de la traición. Seguro que en su mente había representado que lanzaba una patada voladora y me doblaba en el suelo, me golpeaba hasta dibujarme un rostro tenebroso. Se le notaba el desequilibrio en la mirada. La locura, las ganas de hacerme picadillo, de sosegar el áspid que lo envenenaba. Desde la distancia gritó:

—¿Qué haces tú aquí?

El Manco lo agarró antes de que continuara avanzando hacia mí. No dije nada. Me limité a quedarme quieto.

—Déjame. Ya me encargo yo —oí decir al Manco.

Un cáncer maligno que extirpar. Igual Marian se había ido de la lengua.

La humareda levantada por las sardinas, junto a los restos de ceniza que saltaban del fuego, trazaba acrobacias en el aire y llegaba hasta donde me encontraba, ensuciando la atmósfera y volviéndola asfixiante.

—Ya nos encontraremos —amenazó Pipo; y comprendí que pese a que el Manco lo calmó en aquel instante no pararía hasta haberse vengado. Entonces, el Manco se puso a mi lado y me dijo:

—Vamos.

—¿Dónde? —pregunté con desgana y chulería.

—Camina, coño, vamos a ponernos en la sombra.

El Bocina y Pipo nos vieron alejarnos en espera de una resolución. Anduvimos despacio. El camarero del chiringuito cantaba las comandas: dos espetos, una de boquerones, calamaritos, pimientos, rosada plancha. Era como si a determinada hora se emitiese un programa radiofónico. Nos resguardamos detrás de las casitas de pescadores, donde la sombra daba un pequeño respiro. Por las ventanas abiertas salían las voces de los presentadores de los informativos: la sequía, los incendios incontrolados, la masa de aire cálido que procedía de África, la anunciada lluvia estival que parecía un oasis más que una promesa por llegar.

—¿Qué pasa, Bruno?

Encogí los hombros y clavé la vista en una hilera de hormigas que se afanaban en transportar una abeja muerta. Lo hacían con tesón, sin desfallecer, a pesar de que, al trabajar en grupo, de manera desacompasada, apenas lograban su propósito.

Como permanecía callado, el Manco se vio obligado a decir:

—Marian me ha advertido que no me fíe de ti. Sé cómo es Reyes. Lo hemos hablado más de una vez. Pero Marian…

—Tú sabrás, es tu chica.

—Y nosotros somos colegas.

—Pregúntale a ella.

—Te estoy preguntando a ti.

El Manco siempre intentaba comprender y razonar por qué sucedía una cosa y no otra diferente. Por eso nunca acepté que no me preguntara cuando le confesé aquello que me reducía y me bañaba en sudor y me desgarraba por dentro, esperaba que él calmase el dolor de alguna manera, pero calló. Tampoco encajé bien que nunca hiciera algún comentario tras la muerte de mi madre o lo de mi padre. No había dejado de estar a mi lado, pero de qué me servía. Se lo reproché. El Manco no dijo nada. De repente notaba hacia él un resentimiento escondido que afluía como una repetición de estornudos.

—¿Y?

—Déjame en paz.

¿Acaso no veía que estaba roto? Que ya no me era posible fingir más. Que el fingimiento me había extenuado. Que era un juguete con el que ya no podría jugar. Se acercó y fue a decir algo más, pero no le dejé:

—¿Estás sordo? Te he dicho que me dejes en paz. Hazle caso a la puta de Marian.

No se inmutó, el Manco. Movió la cabeza y apretó las mandíbulas.

—Si es lo que quieres.

—Exacto.

—Solo te advierto una cosa: que lo del Alcalde no nos ensucie.

—Está controlado.

—Más te vale.

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