Arena

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Lo último que recuerdo de mi madre, antes del día en que murió, es que se puso como un globo. Mi madre inflada por no sé qué de hipotiroidismo; además, la mierda que se había metido le había corroído la belleza y perforado la razón. El rostro, las manos, los brazos, el cuerpo entero deformado por las pastillas y las hormonas que tragaba con voracidad. El miedo y el desafío en conflicto se reflejaban en la pantalla transparente de sus ojos: una dimensión de filigranas inconexas. En aquellos días ya me miraba como si fuese un extraño. Repetía las cosas igual que hacen los desquiciados. En ocasiones se quedaba ausente, atrapada en alguna parte de una juventud en la que le decían lo maravillosa que era, que se comería el mundo. Hasta que el lobo del cuento se la comió a ella. Por entonces, ya nadie la visitaba, excepto esa amiga que repetía ahora: Pobrecilla, con lo que ha sido tu madre. Al parecer, habían estudiado juntas. Era esta amiga quien en la última época recogía a mi madre y se la llevaba a la playa a tomar el sol. Era lo único que la tranquilizaba. Por las noches apenas dormía a pesar del arsenal de somníferos que ingería. Desvariaba según el estado brumoso en que se encontrara y la única persona con la que se sentía protegida era con su amiga del colegio. En casa yo evitaba a mi madre. No me costaba ningún esfuerzo. Cuando me topaba con ella su estado era penoso. Una mañana me preguntaba ¿quién eres?, y otra se ponía a llorar, me llamaba por mi nombre y me suplicaba que la abrazase, pero yo no lo hacía, la despreciaba. Déjame, loca. Le gritaba para que me dejara en paz. A veces, parecía recuperar la cordura y, de repente, la mirada se le sombreaba y escupía que yo tenía la culpa de todo, que antes de que naciera las cosas eran diferentes: Tú me lo quitaste, malnacido, tú, tú lo hiciste, solo tú, tú siempre entre los pantalones. Me encerraba en el cuarto con el radiocasete a pleno volumen para no oírla. Mi madre se había quedado colgada. Fumaba sin parar, tiraba las cenizas en el suelo, en el sofá, encima de la ropa. Más de una tarde la encontré sentada a la mesa del comedor analizando las fotos de cuando era joven, de cuando la llamaban para que trabajase de modelo. Hombres y mujeres la adulaban y la odiaban por igual, aunque ella no era del todo consciente del magnetismo que emanaba. Su voluntad era débil. Se dejaba ir sin oponer resistencia, quizá pensando que siempre sería joven y bella. No se recuperó bien de mi embarazo, y durante la gestación nunca dejó de fumar y beber.

En aquellos días finales, si mi padre no le suministraba coca o heroína acudía a conseguirla a cambio de chupársela a camellos miserables. A mi padre ya no le importaba, la consideraba un despojo que un clavo quitó de en medio una noche. Con el tiempo interpreté que en algún momento de desesperación mi madre hizo algo que interfería en los negocios de él y la bronca terminó en una versión doméstica de la crucifixión.

Pobrecilla, tu madre. En el colegio todas queríamos ser como ella. Era una líder. Nos defendía y no se dejaba doblegar por ningún niño. La tenías que haber visto. No hay derecho, me decía su amiga.

Pero yo jamás la vi de esa forma.

Me doy cuenta de que cada vez me resulta más difícil pensar en mi madre. Su recuerdo se difumina. Su rostro se desfigura. La culpo y la rechazo. Entre estos pensamientos me asalta la imagen de mi padre sentado ante mí. El Ducados encendido en el cenicero de cristal. Las paredes, la mesa, las sillas, el sofá, todo apestaba a tabaco.

—Bruno, sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿verdad? Bruno…

No recuerdo si llegué a contestar. Lo que le quería preguntar no era capaz de hacerlo. Aunque quizá alguna vez sí que le dije algo sobre si conocía a su amigo desde la infancia o que cómo había sido su infancia. O por qué siempre estaba en silencio.

La ferocidad de mi madre contra mi padre también fue menguando. Era como si la fueran borrando poco a poco, con mimo, primero los contornos, después hacia el pecho, hasta alcanzar el corazón. A mi madre solo le quedó una amiga. La que la llamaba «pobrecilla», la que decía que en el colegio todas querían ser como ella, la que la admiraba porque defendía a sus compañeras y no se dejaba someter por los varones. Y yo, que no había conocido esa faceta suya, solo quería romper cosas. Romperme. Me alegraba de su muerte y acto seguido me sentía abandonado, un huérfano prematuro.

¿Para qué?

¿Para qué?

¿Para qué?

Yo jamás la vi de esa forma.

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