Arena

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Al dejar atrás a la amiga de mi madre, volví a cruzar rumbo a casa. Cuando pasé por La Gloria eché un vistazo al interior y vi que Reyes servía un refresco tras la barra. No sé si ella me vio. Iba tan enfrascado en la voz del teléfono, una voz que resonaba, como esas pelotas que no dejan de botar ni un segundo. Había tomado una decisión: le diría a la voz que se metiese su ofrecimiento por el culo. Que lo jodieran y que jodiesen a mi padre.

Metí la llave en la cerradura del portal sin percatarme de que alguien esperaba parapetado en el seto de la entrada, al acecho. En cuanto me vio aparecer me agarró del pelo y me obligó a soltar las llaves, que quedaron colgadas de la cerradura, tintineando.

—Ay, chaval, te crees muy listo, ¿no? Pues ahora veremos si eres un hombre.

Su aliento apestaba a ginebra y a cigarro Celta; siempre iba con uno en la boca.

—Tranquilo, Falete.

—¿Me estás vacilando, chaval? Porque si me estás vacilando te dejo seco y no se entera ni Dios.

—Tengo algo para vosotros.

—Tienes algo para nosotros.

—Sí, coño.

Me lanzó un puñetazo en el estómago que me hizo clavar las rodillas en el suelo. Intenté recobrar la respiración, aún agachado, con la cabeza inclinada hacia abajo. Falete me tiró del pelo para levantarme. Grité.

—Vamos, capullo.

—Falete, por favor.

—Eres una maricona —dijo al tiempo que volvía a golpearme.

De nada iba a servir explicarle las cosas.

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