Arena

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Mientras caminaba con Falete, la cabeza se me fue al pasado y recordé la pelea en el colegio de pago al que asistía y que me valió la expulsión.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —preguntó el profesor.

Lo oí después de que lo repitiese varias veces, como si un sonido fuerte me hubiera dejado sordo unos segundos. Tenía una paleta rota y la cara roja, pero nadie parecía fijarse en mí. De pronto era fácil ser invisible. Todos veían al otro. Sin embargo, la invisibilidad duró poco. Me cogieron de los brazos, zarandeándome como a una máquina, como a un recipiente que se ha tragado un objeto de valor. Y repitieron:

—¿Me puedes decir qué ha pasado? Bruno, ¿me lo vas a decir? Contesta. Esto no va a quedar así.

Me hablaba mirando al otro, que lloraba, que se sostenía la cara ensangrentada, retorciéndose de dolor, aterrorizado de comprobar qué había sido y qué sería. A mí me punzaba el diente y sentía una quemazón que emanaba de dentro. Pero aguanté. Conocía el dolor, sus estadios, su proceder, sus recovecos. El dolor termina siendo predecible. Solo hay que escucharlo. El dolor habla. El dolor es ruido. Odia el silencio. Anhela que el cuerpo esté en un permanente after con la música a todo volumen, fuera de sí. Danza. Danza. Danza. Con frenesí.

—Bruno, coño, habla de una puta vez. —El profesor perdió los estribos, visiblemente nervioso, incapaz de lidiar con la situación.

No iba a ser necesario que hablase. Otros interpretarían lo que había ocurrido. Casi siempre sucedía de esa forma. Si estaba tranquilo era porque sabía que mi padre no me pondría una mano encima. También porque me había quedado satisfecho vengándome del acoso que sufría en aquel colegio. Por otro lado, no sabía contar qué me había pasado, de dónde salía esa furia desatada. Solo la violencia de mi mano agarrando a aquel chico del pelo mientras lo lanzaba una y otra vez contra un pino era capaz de calmarme. Apenas fueron unos segundos, pero me pregunté como si me hubiera desdoblado en otro: ¿Cuánto tiempo estuve machacándole la cara contra el tronco? Mientras lo hacía pensé algo aún más raro, algo que no guardaba relación con la paliza que di al muchacho. Cavilé cuántos metros era capaz de recalar en una piscina y si era lo mismo hacerlo en el mar. Aquello me pareció absurdo, pero fue lo que me sosegó, como si verdaderamente me hubiese desdoblado y un yo estuviera allí plantado frente al director, los profesores y los mirones, y otro, el auténtico, recalara debajo del agua.

Cuando mi padre llegó a por mí, el director le comunicó que se veían obligados a expulsarme. Las reglas del colegio privado al que asistía eran estrictas. No podían pasar por alto un suceso de esa magnitud, dijo el director. Hablaba de mí como si yo no estuviese sentado en el despacho, frente a él, junto a mi padre, que asentía y de vez en cuando me miraba sin decir ni mu.

Al salir me preguntó:

—¿Me explicas qué ha pasado?

De nada iba a servir explicarle cómo eran las cosas allí dentro, así que él continuó:

—Irás a un colegio público, lo sabes, ¿verdad?

Mientras caminaba junto a Falete me invadió aquella sensación de desdoblamiento; y eso me calmó.

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