Arena

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El humo del Celta expulsado por Falete se adhería a mi cuerpo. Una viscosidad que se amalgamaba y creaba residuos que luego maceraban con el sudor. Caminábamos por el paseo marítimo. De nuevo a visitar al Alcalde. Y de pronto, Pipo, el Bocina y el Manco se acercaban en sentido opuesto. Al cruzarnos, nos miramos sin decirnos nada.

—¿Tus colegas?

Hice un gesto con los hombros. En las rocas del espigón, los gatos saltaban de una piedra a otra en busca de presas, de alguna sardina que hubiese tirado el espetero del chiringuito. ¿Eran los felinos del Pérez?

Recordé la noche que conocí al Pérez. Le brillaba la calva. Las botas de agua marrones y el impermeable en verano, como la gabardina de un detective privado, le conferían un aspecto anacrónico y ridículo. Acababan de atropellar a mi amigo Carlitos, con quien nos habíamos criado. Pensábamos que se recuperaría. A esa edad la muerte nos sonaba a cuento chino. Un tema que no iba con nosotros.

El Pérez desplegó una hoja de periódico en el suelo. Abrió una lata de comida de gatos y la vació encima con la mano. Pipo se llevó el índice a la sien e hizo el gesto de que estaba majara. Hasta yo lo pensé al principio. Le hablamos del accidente. Los cuatro necesitábamos hablar de ello. El Pérez se chupó los dedos. Lo miramos con asco. Entonces, no sé la razón, nos confesó que la muerte era sinónimo de olvido. Nosotros saltamos a la vez, y le replicamos que estaba zumbado, que todos recordarían a Carlitos si pasara lo peor, aunque eso no sucedería. La vida se recoloca como una resaca, dijo, y nos partimos de risa. Desde entonces, los demás dejaron de ir a hablar con él, pero yo seguí yendo casi cada día.

Vimos a Carlitos como un vegetal, y el hermano nos confesó que era cuestión de días que lo desconectaran. Ninguno se había atrevido antes a ir al Hospital Carlos Haya. Aquel mastodonte de ladrillo y cemento en el que la gente iba y venía como ausente, pensando en cuestiones ajenas para aliviarse. El lugar olía a detergente, como si acabaran de desinfectarlo con amoniaco. En las ocasiones que las enfermeras nos llamaban la atención y nos preguntaban que adónde nos dirigíamos, era el Manco el que contestaba diciendo el nombre completo de nuestro amigo y el número de la habitación en la que se encontraba. A mí no me abandonaba una extraña sensación como de transitar por un país extranjero. Cuando estuvimos plantados frente a la puerta, nos miramos sin decidirnos a abrirla. Fue el Manco otra vez quien actuó.

Al entrar, nos llamó la atención la gran cantidad de fotos de nuestro amigo que decoraba una de las paredes. Allí estábamos nosotros. Allí estaba la sonrisa. Allí estaba la felicidad. Y casi sin darnos cuenta, su madre se nos abalanzó con los brazos abiertos, y el gesto nos provocó cierta incomodidad.

—Habladle, habladle, que os escucha.

Carlitos no era propiamente él.

Su cuerpo se hallaba comprimido e incorporado en una cama muy aparatosa. Estaba tapado con una sábana blanca. Tenía tubos y cables y la cara reflejaba una especie de tensión. Carlitos había encogido mucho, y sus manos, retorcidas, agarraban gasas blancas o algo similar.

—Anda, decidle que estáis aquí. Se alegrará. Cuando siente voces conocidas sonríe. Os escucha. Le viene bien.

Ninguno de nosotros sabía qué decir. El Carlitos postrado en la cama no era el de las fotos. A los cuatro nos costaba mirar al actual y nos centramos en las imágenes pegadas con Fixo. Una realidad que había dejado de existir.

—Mira, Carlitos, quién ha venido a verte.

—Carlitos, ya verás como en nada estás con nosotros pillando olas —dijo el Bocina, y se puso a su lado y fue a cogerle la mano pero se detuvo a medio camino.

—Lo veis, lo veis. Ha sonreído, os ha reconocido, contadle cosas —dijo la madre, aunque nosotros no habíamos percibido ningún cambio. A continuación, ella fue a por un café y nos dejó a los cuatro allí sin saber qué hacer ni qué decir. Con aquellas fotos fuera de lugar que comenzaban a borrarse.

Abandonamos el hospital en silencio absoluto. No hablamos durante bastante rato. A pesar de que no habíamos planeado ir andando desde el hospital hasta la Arena Blanca, fue lo que terminamos haciendo. Dos horas de caminata a pleno sol. Nos dio igual. Al llegar, hicimos algo que le hubiese gustado a Carlitos. Ninguno habló de la muerte. Ninguno sacó a colación que Carlitos nunca más volvería con nosotros. Cogimos las tablas de surf y remamos al fondo. El mar semejaba un espejo. El cielo anaranjado aumentaba la sensación de paz. El sol estaba a punto de esconderse en el oeste. Nos rajamos las yemas de los pulgares y los juntamos.

Queríamos recordarlo cada día. No olvidar. Pero la vida es una puta resaca. Toneladas de arena. Los fragmentos y las piezas de lo que fue caen en la arena y esta se las traga, y si por azar encuentras algunas de esas piezas ya no serán iguales, nada vuelve, todo se pierde.

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