Arena

Arena


16. Preparativos para la batalla

Página 19 de 25

16 Preparativos para la batalla

El techo era una bóveda hueca rellena de hologramas que flotaban como nubes. Allí arriba estaba representada la Arena de Palladys, su orografía potencial llena de montañas que podían nacer de la nada como géiseres de cemento, con la distribución de sus ejércitos. Las diferentes escuadras y sus vehículos aparecían en vivos colores, sus estrategias habituales y áreas de influencia delimitadas por grandes círculos amarillos. Sobre las posiciones estimadas para los edeanos parpadeaban numerosas señales de precaución.

Las marcas de los Sax habían desaparecido del esquema.

Senecam el Mediano nos condujo a su sala de guerra una vez hubimos comido. Nos había obsequiado con un suculento almuerzo servido a la manera de Tebas, sobre pequeñas mantas enrolladas sobre el suelo. Una vez mi espalda se acostumbró al peculiar protocolo, me dejé llevar por la gula y disfruté cada bocado de algo que parecía un pavo con tres cabezas, cada una aliñada de diferente manera. Presupuse que a Senecam le convenía mucho que nos tomásemos nuestro tiempo en disfrutar de su hospitalidad: así podría confirmar nuestras nuevas con su red de espías.

Cuando entramos en la Sala de Guerra, con todos aquellos maestros de batalla y hologramas tácticos flotando en el techo, mis sospechas se confirmaron. Los Temples habían constatado la derrota total de la familia Sax, así que nuestra presencia no constituía ningún peligro. En la mirada de Sin-derella adiviné que, en cualquier otra circunstancia, habría dado lo que fuese por entrar en aquella habitación y contemplar los planes de batalla de sus enemigos. Ahora casi resultaba ofensivo lo poco que importaba.

Senecam se dirigió al centro de la sala y saludó a su hermano menor, Ayrem. Enseguida capté la tensión entre Sin-derella y él, e imaginé el porqué: Senecam era a todos los efectos un político, un administrador. Su trabajo estaba relacionado con la Arena pero no consistía en luchar en ella, sino en el complejo laberinto legal que la rodeaba. Pero Ayrem sí que se habría enfrentado directamente con la hija del duque Sax en los lagos de sangre, y posiblemente hubiesen visto cómo cada uno mataba a buenos amigos del otro.

—Hola, Ayrem. Apuesto a que jamás habrías imaginado que llegaría el día en que me verías entrar aquí —saludó Sin-derella. El joven tardó unos segundos en contestar.

—Lamento lo de tu familia, Sin. Nunca quise que esto terminase así. Preferiría haberte matado mil veces con mis propias manos en la Arena antes que verte degradada de esta forma.

La aludida podía haberse tomado ese comentario de muchas formas. Optó por:

—Gracias, Ayrem. Es todo un cumplido.

—Estos son estudios de los últimos veinte combates en la Arena —terció Senecam, llamando nuestra atención sobre los hologramas—. Podemos ver que los edeanos no sólo no han desarrollado nuevas tácticas de ataque, sino que copian las nuestras y las alteran sutilmente para adecuarlas a sus tropas. No parecen haber encontrado ninguna varita mágica que les insufle el más mínimo ápice de creatividad. Yo diría que hasta se han vuelto más cobardes. —Torció el gesto. Sin-derella se adelantó y contempló largamente los holos, con ojos de estratega. Luego negó con la cabeza.

—Ahí es donde está tu error, Senecam. Los edeanos sólo estaban esperando que apareciera alguien tan loco y peligroso como mi hermano para desatar todo su poder de manera creativa. Estos próximos Juegos van a ser diferentes a cualquier otra edición que hayamos visto antes, te lo aseguro. La demencia de Tristan ha llegado demasiado lejos. Nadie estará a salvo, ni siquiera su propia familia.

Ese último comentario disipó todas las dudas del líder de los Temples.

—Está bien —concedió, tacitumo—. Cuéntanos tu plan.

Sin-derella me miró. Yo tragué saliva y avancé un paso.

—Alteza, me temo que las cosas son más complejas de lo que imagináis —resumí—. Gracias a las sinfonías de vasnaj-sueño, he estado dentro de la psique de Tristan y he visto cosas terribles. Pero precisamente por eso creo que podemos vencerle. Tenemos algo en nuestro poder, un arma tan letal como cualquiera de las que usáis habitualmente en la Arena, y que él desconoce.

—¿Y cuál es?

Saqué del bolsillo de mi traje la pequeña redoma de vasnaj que Grobar me había dado en el glaciar con mis propias impresiones oníricas.

—Esto fue grabado mientras iba a rescatar a Tristan de su pesadilla. Son mis sueños, pero los de él están reflejados como en un espejo. Yo los vi, y aquí están mis recuerdos. Creo que podríamos usarlos en su contra.

—¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? —se interesó Ayrem, algo despectivo. Estaba claro que mi opinión no le merecía mucha confianza.

—Sintetizando vasnaj artificial. Tomando como guía éste y preparándolo para que afecte al cerebro de Tristan.

—¡Eso es imposible!

—No, es muy sencillo: yo no tengo ni idea de cómo hacerla, pero tenemos a alguien que sí sabe.

En ese momento entró en la sala un personaje metalizado y de andar torpe, que acunaba en sus brazos un disco de metal tatuado de circuitos. Era Obbyr, el criado robot del difunto Grobar. Caminó hacia nosotros canturreando suavemente mientras acariciaba los circuitos:

—Amo duerme. Amo está tranquilo. Obbyr esperará a que despierte. Amo duerme…

Snuk supuraba. Su piel chorreaba pus y se abría en mil heridas candentes. El dolor que se estaba autoinfligiendo era monstruoso, inhumano, desgarrador. Pero no le importaba: era el precio que tenía que pagar por dejar atrás su vida anterior, sus sueños inútiles y su carne mortal, para trascender a algo superior, a un nuevo estadio que le acercaría aún más a la idea perfecta de la divinidad guerrera. Snuk dejaba atrás los placeres y debilidades de la carne, que habían hecho astillas su corazón, y se convertía en el Segador, la armadura de los dioses, la guadaña de lo inevitable.

Sus amos le hacían daño, le arrancaban la piel a tiras, la sustituían por trozos de plástico articulado. Él aullaba de dolor, pero sus torturadores, los maestros de la carne mecánica, sabían que era simplemente una reacción implícita a su condición humana: él no tenía la culpa.

Pronto todo eso quedaría atrás, la carne dejaría de tener sentido físico. Sería perfecto y maravilloso: el epítome de la precisa belleza de la funcionalidad.

Snuk gritaba.

—Éstos son nuestros cuerpos de élite: los camiones vampiro, pilotados por nuestros mejores hombres y armados con lo último en cañones láser. Sus defensas dentadas pueden triturar un cuerpo humano en tres segundos cronometrados. Luego absorbemos todos los fluidos resultantes y los refinamos en el propio camión para fabricar combustible que lo mueva. Podríamos decir que hemos incorporado una característica de los seres vivos al diseño de estas máquinas.

—¿Cuál?

—El hambre.

Ayrem nos hizo de guía por sus talleres, ocultos entre las refinerías de su fortaleza. Paseamos entre tuberías ennegrecidas por los humos de los escapes, sorteamos fosos de reparaciones y cañerías engrasadas. Las chimeneas expulsaban llamas al cielo en estertores explosivos de pocos segundos.

—Poseemos las mejores compañías de vehículos de la Arena. Camiones vampiro, motos blindadas, vagones-tanque multipropósito, cañones de agujas y lanzallamas autónomos, estaciones de mando montadas sobre orugas, baterías araña… Y nuestro último invento —señaló orgulloso al interior de un taller protegido—: barrenas acorazadas móviles.

Vimos a unos operarios poner a punto un horrible vehículo que parecía un cilindro enorme, preparado para avanzar perpendicularmente a su eje, rodando y aplastando con sus cientos de espolones afilados todo lo que se interpusiera en su camino. Un sistema giroscópico mantenía la cabina del piloto permanentemente horizontal mientras el resto del aparato giraba a su alrededor convertido en un mazo gigante.

Sin-derella contemplaba todo aquello con satisfacción y algo de añoranza. A mí me parecía el lugar más horrible que había visto desde hacía mucho tiempo: el caos y la muerte se respiraban en el aire. Por doquier, destellos de tests de armamento iluminaban el desierto.

—¿Habéis mejorado vuestros escuadrones motorizados? —tanteó Sin-derella. Ayrem nos condujo a una pista de pruebas, una explanada de tierra horadada por zanjas llenas de chatarra y restos de vehículos destrozados. En el interior de la nube de polvo que la cubría se apreciaban destellos de llamas expulsadas por los escapes de boogies blindados.

—Hemos estado trabajando en la aerodinámica del fuselaje. Incorporamos espolones de triceratops y dientes despellejadores en las ruedas. Acercarse ahora a menos de dos metros a una de estas máquinas es comprar un boleto para la lotería del infierno.

—Estáis muy seguros de vuestras fuerzas —observé. El templario agarró el extremo de un brazo soldador automático y se encendió un puro que parecía hecho de gasolina prensada.

—Somos los mejores. Siempre lo hemos sido… aun cuando la familia Sax estaba todavía en liza. —Miró a Sin-derella—. Tenemos más victorias computadas que vosotros.

—Eso es cierto —admitió la joven, circunspecta. Ayrem exhaló un aro de humo muy negro.

—Esta vez no será diferente —continuó el templario—. Vamos a darles tal lección a las otras facciones que desearán no haber oído hablar en sus jodidas vidas de la Arena de Palladys. Creedme, lo de dentro de dos días va a ser realmente espectacular.

Todos los sistemas funcionaban a la perfección. Snuk levantó las espadas que tenía por brazos y descargó potentes golpes contra las paredes de granito, que saltaron por los aires. Sus manos se abrieron y de su antebrazo surgieron racimos de cuchillas giratorias que pulverizaron la gravilla. Potentes tensores de titanio laminado se contrajeron como músculos cromados bajo su piel, moviendo sus miembros con letal precisión.

Tuvo que acostumbrarse a un centro de gravedad desplazado. Su nuevo cuerpo biomecánico medía casi tres metros de altura por dos de ancho, y era difícil de mover incluso con los actuadores de potencia. Pero era hermoso; Snuk se miraba a sí mismo regodeándose en su vanidad. Sí, hermoso: alas de acero, reflejos de cromo, aleaciones mezcladas con sangre.

Alzó el cañón principal y abrió fuego contra un grupo de tanques acorazados. El propio disparo sonó como una explosión: el proyectil rompió la barrera del sonido dentro del cañón y atravesó casi intacto los dos primeros vehículos. Al tocar el tercero, su aleación de uranio empobrecido degeneró hasta un isótopo inestable y reaccionó con la cinética del impacto, liberando luz y energía.

El tanque voló por los aires cabalgando una columna de polvo y metralla de cien metros de altura. El fogonazo pudo verse a un kilómetro de distancia.

Snuk asintió, contento.

Recordó a su padre. Y a Julia. Su mente perturbada los proyectó como fantasmas en el aire, figuras translúcidas vestidas de nubes. Su padre le contemplaba con severidad desde su trono de culpas y deberes. Su hermana se contoneaba como una ramera y le ofrecía sus pechos y su sexo en tributo, cercenándoselos con la pasión de los mártires.

Sí, ella sabía lo que él necesitaba: el placer al que todo guerrero tiene derecho antes de la batalla.

Snuk corrió a por ella, dando saltos de decenas de metros, pero la joven se obstinaba en huir, en cabalgar el viento rezumando sangre de sus pechos cortados. Su sexo estaba lleno de líquido, su espalda marcada por los latigazos: en el infierno no la estaban tratando muy bien.

Gritó su nombre. No le escuchó.

Snuk abrió su pecho en un estallido de furia y de su esternón se desplegó una batería doble de micro cohetes, que salieron despedidos en todas direcciones en una vorágine de destrucción.

La espada en mitad del caos. Sangre y maldad mezclados con el deseo y la carne. Cascotes y piedras que vuelan por los aires.

Gracias por nada, padre. Gracias por nada.

—Esto no me gusta, Sin —dije, llevándomela aparte mientras las hordas de los Temples se pertrechaban en sus hangares. Enormes naves esperaban para llevarles a Palladys junto con su artillería pesada—. Me imaginaba las cosas de otra forma, pero aquí hay demasiada crueldad concentrada. Creo que no quiero ir.

Ella me cogió de la mano, acompañándome a la sombra del tren de aterrizaje de un brick, donde nadie podía vemos.

—Piscis, no quiero que te fallen las fuerzas ahora. Yo voy a volar hasta Palladys para matar a mi hermano, ¿crees que eso es fácil, o hermoso? ¿Crees que alguno de los que vayamos vamos a estar a salvo?

—No estoy nada segura de esto, Sin.

—Sólo los fanáticos lo están. Y yo voy a necesitar toda la ayuda posible. Al fin y al cabo, tu idea de las bombas de vasnaj fue genial; podrías servirme de estratega en la Arena. Esto es un tiro a ciegas para todos, amiga.

Sacudí la cabeza, desmadejada.

—Ya lo sé, y creía tener motivos suficientes para acompañaros, pero… no sé, Sin. Ésta no es mi guerra. Salvé la vida de Tristan en los lagos de Tikos, y él cumplió conmigo devolviéndome el favor. Ya no tengo candados en mi mente, y eso es bueno, algo que no puedo olvidar. Pero…

—Creí que estabas aquí por la venganza —interrumpió, mirándome sin parpadear. Aquellos ojos dolían como el fuego—. Porque él te había…

—No lo digas. —Me zafé de su abrazo—. Ya estoy suficientemente confusa. No sé si lo que quiero es dejarlo correr y salir disparada hacia algún lugar lejano del espacio o ver cómo os masacráis unos a otros. La venganza exige demasiada sangre, Sin-derella. No odio tanto a Tristan como para llegar a esos extremos.

Esperamos unos momentos en silencio, sopesando nuestros propios motivos. Al final, Sin-derella dijo:

—Está bien, si eso es lo que en realidad piensas. Respetaré tu decisión aunque me parezca absurda. Pero yo lo tengo muy claro: voy a luchar por el honor de mi familia.

La abracé con fuerza, y me alejé unos pasos rumbo a mi nave. Un transporte de tropas despegó a nuestras espaldas, levantando el polvo del desierto.

—Veré lo que suceda por los canales de televisión. Espero sinceramente que todo os salga bien, Sin, pero si te interesa la verdad…

—Tampoco yo lo creo, no.

—Maldita sea —apreté los puños—. Esto es una inmensa locura. ¿Estás totalmente segura de que no podemos detenerla antes de que comience?

La joven guerrera compuso una mueca irónica.

—Sabes que no. Sólo espero llegar a tiempo antes de que Tristan cause daños irreparables a los espectadores y al propio estadio. En fin. —Hizo una señal a unos técnicos que la llamaban: su transporte estaba a punto de partir—. Adiós, Piscis de Zhintra. Ha sido un placer conocerte. Y no sólo en sentido figurado.

—Adiós, Sin-derella. Venga, vete ya; te espera tu carroza.

Me acarició una última vez la mejilla, con aquella mirada lasciva que yo había aprendido a reconocer en las duchas de Senecam, y corrió hacia la enorme rampa de embarque del brick por la que estaba subiendo una compañía de caballeros motorizados, con lanzas y escudos asidos mediante brazos giroscópicos a sus motocicletas.

Cuando desapareció, yo corrí hacia mi nave.

Aquario permanecía estacionada entre los sucios transportes como una gota de distinción en mitad de una marisma de tosquedad. En cuanto subí a bordo, levanté un dedo en seria advertencia.

—Ni se te ocurra decir nada. Inicializa los ciclos de despegue. Salimos de aquí a toda velocidad.

—De acuerdo, pero…

—He dicho nada. Y ve realizando los cálculos para un hipersalto hasta las cercanías de Palladys… pero no demasiado cerca.

—Palladys tiene un cinturón de basura orbitando en torno a su ecuador. Si lo deseas podemos camuflarnos en él.

Asentí, estudiando las cartas de navegación.

—Buena idea. Pero vámonos de una maldita vez de este arenal.

Despegamos y accedimos a la primera órbita adelantando a todas las naves que ganaban altura. El grupo de bricks de cabeza, cargados con las toneladas de combustible y motores de repuesto que los vehículos quemarían en las siguientes jornadas, estaba a punto de saltar entre dimensiones rumbo a la sede de los Juegos.

Les vi desaparecer. No pude evitar rezar a los dioses por la suerte de los que participarían en el que muy bien podría ser el último capítulo en la guerra de las familias de gladiadores mecánicos.

Ir a la siguiente página

Report Page