Arena

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Capítulo 2

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Capítulo 2

—Bien, ¿qué planes tienes para hoy?

Garth, que se estaba rascando las mordeduras que las pulgas le habían infligido durante la noche, recorrió con la mirada la habitación llena de viejos que empezaban a removerse mientras la primera claridad del amanecer se infiltraba a través de las rendijas de los postigos y las grietas del techo.

—Para empezar, salir de aquí.

El hombre de los harapos dejó escapar una risita.

—Para hacer aquello que te ha traído a la ciudad, sea lo que sea... Ah, sí, tu gran empresa envuelta en el misterio, ¿verdad?

—Algo por el estilo —replicó secamente Garth.

—Iré contigo.

Garth bajó la mirada hacia el viejo desdentado.

—Tenía el presentimiento de que lo harías —dijo en voz baja, y el hombre de los harapos le contempló poniendo cara de sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque te fascinan los misterios —replicó Garth—. Siempre quieres averiguar qué ocurrirá después.

El hombre de los harapos se meció de un lado a otro sobre su escabel al lado del fuego, y soltó una carcajada de puro deleite.

—Quiero estar presente para disfrutar de la diversión —dijo—. Creo que alguien acabará perdiendo la vida, y quiero estar allí cuando eso ocurra. Ese tipo de situaciones siempre ofrecen muy buenas oportunidades comerciales.

El viejo se inclinó sobre el fuego y cortó dos gruesas tajadas de carne del asado que se había estado dorando lentamente sobre el reluciente montón de ascuas. Arrojó una a Garth, que la pilló al vuelo y se la pasó cautelosamente de una mano a otra hasta que la carne se hubo enfriado lo suficiente para que pudiese comerla. El viejo acabó su desayuno, abrió la puerta y echó un receloso vistazo por el hueco.

El mendigo sin piernas estaba sentado al otro lado de la calle, y movió una mano como si estuviera espantando una mosca en cuanto le vio.

—No hay peligro —anunció el hombre de los harapos—. Bien, vamos...

Cogió un báculo apoyado junto a la puerta, salió a la calle, giró sobre sí mismo y orinó en la pared del edificio. Garth le contempló sin tratar de ocultar su desdén, pero un instante después comprendió que no tendría más remedio que acabar imitándole y se reunió con el viejo.

—Por cierto, me parece que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para presentarse —dijo el hombre de los harapos—. Me llamo Hammen de Jor.

Acabó de orinar, se abotonó sus pantalones manchados de grasa y mugre y le ofreció la mano.

Garth, que también había acabado de orinar, se abotonó los pantalones y bajó la mirada hacia Hammen, que le sonrió revelando una dentadura amarillenta que hacía pensar en unos cuantos postes de madera putrefacta clavados en una caverna tenebrosa.

Garth aceptó la mano de Hammen sin excesivo entusiasmo, y después no intentó ocultar sus acciones mientras se limpiaba la palma en una pernera de sus pantalones.

Hammen se rió.

—Te aseguro que es un apretón de manos bastante más limpio que el que puedas esperar de cualquier Maestre de una Casa —dijo.

Garth no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Dónde puedo encontrar la Casa Gris? —preguntó.

—¿Y por qué quieres ir allí?

—Porque quiero echarle un vistazo. Curiosidad, nada más.

Hammen alzó su báculo en un aparatoso arco y lo usó para señalar el callejón repleto de basura, y los dos emprendieron la marcha.

Garth siguió al viejo que se había nombrado a sí mismo guía suyo sin dejar de lanzar cautelosos vistazos a los callejones laterales que iban dejando atrás. Ya hacía un buen rato que había amanecido, y sin embargo la ciudad apenas mostraba ninguna señal de actividad. Estaba claro que el bullicio de las celebraciones del inminente Festival habían consumido todas las energías de los ciudadanos. Hammen se detuvo un momento para empujar con la punta del pie varias siluetas que yacían al lado de un barril para recoger el agua de lluvia que estaba volcado en el suelo. Una de ellas se removió levemente, y las otras dos permanecieron totalmente inmóviles.

Garth bajó la mirada hacia ellas. Enseguida se dio cuenta de que los tres hombres estaban vivos, pero también supo que no tardarían en lamentar la penosa situación económica en que se hallarían cuando despertasen.

—Ya les han limpiado —anunció Hammen, y siguió avanzando hacia una avenida que tenía casi veinticinco metros de anchura.

Garth se volvió y echó un vistazo al extremo de la calle del que todavía brotaban tenues hilillos de humo en un recordatorio casi invisible de la diversión que había acogido el día anterior. Los vendedores callejeros estaban empezando a abrir sus puestos y desplegaban sus mercancías sobre mesas colocadas delante de sus puertas. Unos cuantos clientes madrugadores ya estaban comprando comida y Garth avanzó lentamente por entre ellos, incapaz de ocultar su asombro ante la multitud de mercancías que los puestos ofrecían a la venta.

Hammen se volvió hacia él.

—Me parece que no has tenido muchas experiencias con las ciudades —dijo.

Garth asintió.

—Sí, ya me había dado cuenta... —siguió diciendo Hammen—. Sólo un idiota me habría seguido por un callejón tal como hiciste tú unos momentos después de que nos hubiéramos conocido. Ese tipo de confianza sólo se encuentra en los patanes del campo. Ningún habitante de esta ciudad sería tan estúpido.

—Puede que estés tratando con un estúpido, pero también cabe la posibilidad de que estés tratando con alguien que puede cuidar de sí mismo —replicó Garth con voz gélida.

Hammen alzó la mirada hacia Garth y asintió.

—Sí, creo que eres capaz de cuidar de ti mismo —murmuró—. Pero sobrevivir en la ciudad... Bueno, resultará muy interesante ver si lo consigues.

Hammen empezó a ir más despacio y señaló un puesto de fruta.

—Ah, granadas de Esturin... —dijo—. Mi fruta favorita.

Hammen fue hacia la vendedora, que estaba colocando montones de granadas, naranjas, filagritos exóticos traídos del otro lado del gran océano, exquisitos y delicados lollins y demás relucientes delicias vegetales que tenían los tonos rojo, verde, anaranjado y azul más intensos que Garth había visto en toda su existencia.

La vendedora alzó la mirada hacia Hammen, meneó la cabeza mientras curvaba los labios en una sonrisa de exasperación y le arrojó una granada. Hammen señaló a Garth, pidiéndole en silencio que extendiera su amabilidad a su acompañante.

Garth pilló la fruta al vuelo, la mordió y sonrió al sentir cómo el zumo se deslizaba por su garganta.

—Es muy buena —dijo.

—Nunca la habías probado, ¿eh?

Garth no dijo nada mientras se terminaba la fruta, y escuchó distraídamente cómo Hammen y la vendedora, que estaba claro se conocían desde hacía mucho tiempo, comentaban las últimas noticias de la ciudad.

—Los guardias del Gran Maestre pasaron por aquí anoche tan deprisa que parecían un enjambre de moscas siguiendo el olor de la carroña —anunció la vendedora sin apartar la mirada ni un instante de Garth—. Andaban buscando al luchador.

—¿Y consiguieron dar con él? —preguntó Hammen.

—Oh, arrestaron a los sospechosos habituales.

Hammen se rió y le dio la espalda disponiéndose a irse. La vendedora sonrió, arrojó tres granadas más hacia la mano de Garth y le guiñó el ojo. Garth se guardó las granadas debajo de su túnica.

—Ayer hiciste ganar un montón de dinero a esas personas, y además te cargaste a un luchador de la Casa Naranja —dijo Hammen—. Podrás comer gratis durante una temporada.

Hammen movió la cabeza señalando los sucios estandartes marrones que aleteaban sobre muchos de los puestos de mercancías alineados a lo largo de la calle.

—Como puedes ver, casi toda la gente de este barrio es partidaria de los Marrones —le explicó.

—¿Por qué? —preguntó Garth—. Las Casas no significan nada para ellos, y estoy seguro de que a las Casas les importa un comino lo que piense el populacho.

—¿Cómo lo sabes?

—Creo que es algo que se puede dar por sentado sin mucho temor a equivocarse.

—No pareces saber mucho sobre el alma humana, mi tuerto amigo —replicó Hammen—. Para la inmensa mayoría de estas gentes, el Festival es el único gran acontecimiento que pueden esperar en toda su vida..., eso y la esperanza de ganar un premio de la lotería, claro. Los combates lo son todo para ellos.

»Puedes ir a prácticamente a cualquier puesto callejero o tugurio donde sirvan bebida —siguió diciendo mientras movía una mano señalando una taberna que ya estaba casi llena—, e incluso el mendigo más miserable será capaz de recitarte la lista de victorias y todos los hechizos que posee su luchador favorito, especialmente si ese hombre o mujer le ha hecho ganar unas cuantas monedas de cobre en las apuestas. Gana dinero para la turba, y pasas a ser un héroe.

—Menuda clase de héroe... —resopló Garth—. Hoy en día un luchador es capaz de quemar vivo a un campesino sólo para poner a prueba un nuevo hechizo, y después de hacerlo sentirá muchos menos remordimientos que si hubiese aplastado a una cucaracha con la suela de su bota.

—¿Qué quieres decir con eso de «hoy en día»? —preguntó Hammen.

—Oh, he oído contar las historias de los viejos tiempos, cuando las cosas eran distintas y cuando los luchadores tenían que ir en peregrinación para servir a quienes necesitaban su ayuda.

Hammen escupió en el suelo.

—Los viejos tiempos están muertos, hanin —dijo—. Si has venido aquí con alguna otra idea en la cabeza al respecto, creo que me limitaré a separarme de ti aquí y ahora para que te las arregles por tu cuenta. He empecido a cogerte un cierto cariño, y no me gustaría verte muerto antes de que haya acabado el día... Sólo un idiota podría llegar a creer que a los luchadores les importa lo que pueda ser del resto de nosotros.

—Bueno, ¿y entonces por qué debe importar a los demás lo que pueda ser de los luchadores?

—A eso me refería —replicó Hammen—. No entiendes el alma humana. Las turbas ya saben todo eso, pero siguen vitoreando a su héroe, y al hacerlo tienen la sensación de que participan un poco en su gloria y en su poder. En cuanto empieza el Festival, se ven transportados al cielo durante tres días. Pueden olvidar la miseria, las enfermedades y las vidas cortas y brutales que les consumen. Mientras están en la arena pueden escuchar el rugir de los cánticos, y es como si fueran ellos los que estuvieran librando duelos por el poder y el prestigio, luchando por sus vidas y por obtener la aprobación del Caminante, que se lleva consigo al ganador del combate final para que éste pueda servirle en otros mundos... La turba puede vivir ese sueño maravilloso durante tres días de cada año.

Garth lanzó una mirada interrogativa a Hammen, cuya voz se había vuelto más suave y que acababa de adoptar un tono mucho más serio en el que, y eso era lo más sorprendente, Garth acababa de detectar la sombra de un acento de alta cuna.

—Hablas como si hubieras estado allí—dijo Garth mirando fijamente a Hammen.

Hammen le devolvió la mirada, y durante un instante muy corto Garth tuvo la sensación de que estaba caminando junto a una persona muy distinta del ladrón acostumbrado a vivir entre las ruinas que había conocido en el duelo. Percibió un poder lejano, como si aquel hombre pudiera controlar el maná, los fundamentos del poder de todos los luchadores, que derivaba de las tierras y de todas las criaturas que vivían sobre ellas. Hammen aflojó el paso y Garth percibió una tristeza infinita, y un momento después Hammen volvió a convertirse en el viejo de los harapos con tanta rapidez como se derrite la escarcha bajo la luz del amanecer, y empezó a toser, escupir en el suelo y soltar risitas mientras iba señalando las maravillas de la ciudad a un forastero.

Siguieron caminando por la calle, que estaba empezando a llenarse. Garth sacó dos de las tres granadas que se había guardado debajo de la túnica y arrojó una a Hammen. Después hundió los dientes en la fruta y la fue comiendo lentamente mientras seguían avanzando. Pasaron junto a la calle de los aceros, y Garth se detuvo durante un momento para ver cómo los comerciantes colgaban sus hojas baratas delante de las tiendas. Se paró delante de una para inspeccionar el interior sumido en la penumbra, y vio las armas más hermosas colgadas dentro y a los guardias del comerciante sentados entre las sombras. Cimitarras, enormes espadas para ser manejadas con las dos manos y estoques capturaban y reflejaban el resplandor palpitante de las forjas que mantenían su incesante actividad en las profundidades del local, donde los herreros daban vida a sus creaciones a martillazos y entre diluvios de chispas.

—Las mejores hojas siempre están en la parte de atrás. Son hojas que tienen largas historias y nombres sólo conocidos por quienes entienden en armas refinadas, hojas capaces de abrirse paso incluso a través de un campo de hechizos para acabar derramando la sangre de un luchador... —susurró Hammen, como si se sintiera invadido por un lejano anhelo.

Después llegó la calle de los que trabajaban el estaño, y después la de los plateros y los orfebres, donde cada puesto estaba vigilado por hombres armados y hasta se podía ver algún que otro lanzador de hechizos de primer nivel, que era capaz de conjurar a una criatura del más allá para matar ladrones. Garth contempló a aquellos hombres del primer nivel y meneó la cabeza. Casi todos eran ancianos que nunca habían ido más allá del primer nivel porque carecían de las habilidades y el poder dado de manera innata que permitía utilizar el maná, sin el que sólo se podían controlar los poderes más sencillos. Si libraran un auténtico duelo con otro luchador perderían su único hechizo en cuestión de segundos y, muy probablemente, también perderían la vida, por lo que se veían condenados a los callejones y a proteger los tesoros de los avaros y los gordos mercaderes. Garth se dio cuenta de que la inmensa mayoría de ellos ocultaban en lo más profundo de su corazón el temor de que algún día podrían llegar a verse desafiados por cualquier enemigo un poco más serio que un campesino armado con un estilete, e incluso ese campesino ya era una fuente constante de miedo en sus vidas.

Dejaron atrás las calles de los metales y se fueron acercando al corazón de la ciudad, y Hammen miró cautelosamente a su alrededor y observó con gran atención cómo un pelotón de luchadores del Gran Maestre pasaba patrullando delante de ellos con sus jubones, capas y pantalones multicolores despidiendo reflejos iridiscentes bajo el sol de la mañana. Ni uno solo de ellos volvió la mirada hacia Garth, y su compañero dejó escapar una risita.

—Esos petimetres presumidos sólo saben pensar en su atuendo... —murmuró—. Probablemente te están buscando, pero son demasiado estúpidos para percibir las pistas que podrían acabar llevándoles hasta ti.

Garth se dio cuenta de que el color de los estandartes que flotaban sobre la calle había empezado a cambiar. Durante varios bloques hubo una mezcla de marrones y grises, con algún que otro estandarte naranja o púrpura perdido entre ellos.

—Nos estamos aproximando al centro de la ciudad, donde convergen los cinco barrios. El palacio del Gran Maestre está justo delante de nosotros, en el centro de la Plaza, y los cuarteles de sus luchadores y guerreros también están allí... Las Casas de los cuatro colores flanquean la Gran Plaza.

Garth volvió la mirada hacia el final de la calle y la Plaza, que tenía casi seiscientos metros de anchura, y acabó viendo la enorme pirámide de cinco lados en la que vivía el Gran Maestre. El edificio medía como mínimo sesenta metros de lado y casi otros tantos de altura, y estaba recubierto de piedra caliza pulimentada que despedía una claridad tan intensa como la de las llamas al reflejar los rayos del sol. El palacio principal estaba flanqueado en sus cinco lados por las oscuras estructuras achaparradas de los cuarteles de los guerreros de la guardia y los luchadores del Gran Maestre. Todo el complejo estaba rodeado de fuentes en las que el agua bailaba y se derramaba bajo la luz matinal. Las columnas de agua subían hacia el cielo hasta rivalizar en altura con el gran palacio, y el agua de las fuentes estaba teñida con todos los colores del arco iris.

Garth aflojó el paso cuando ya estaba a punto de entrar en la Gran Plaza. Cuatro palacios más eran claramente visibles en los cuatro lados de la Plaza. Cada uno era distinto, y cada uno mostraba el color de una de las cuatro grandes Casas. Fentesk, al otro lado de la Plaza, era una estructura imponente y no muy alta con la fachada llena de gigantescas columnas y con cuatro enormes estandartes color naranja ondeando en las cuatro esquinas de lo que Garth acabó decidiendo era un edificio francamente feo.

Junto a él se alzaba la Casa de Ingkara, similar a la Casa Naranja salvo porque allí la impresión de monotonía producida por las columnas quedaba aliviada gracias al gran arco de entrada del que colgaba un estandarte púrpura. Al otro lado de Fentesk estaba la Casa de Bolk, que parecía una fortaleza debido a sus torres almenadas y baluartes; y finalmente, al lado de la Casa Marrón, estaba la de Kestha, cuya fachada estaba adornada con colosales estatuas que representaban luchadores alzando las manos hacia el cielo como si se dispusieran a lanzar hechizos contra los otros edificios.

—No sé quién diseñó estos palacios, pero tendría que haber sido ahogado en la cuna para proteger a la humanidad de su mal gusto —resopló Hammen.

—Son Casas de luchadores, no palacios para potentados —replicó Garth—. Las antiguas Casas eran distintas, pero las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos, y erigieron estas nuevas edificaciones.

—Bueno, pero sigue existiendo algo que se conoce con el nombre de buen gusto, ¿no?

Garth fue hacia la Casa de Kestha, y Hammen apretó el paso para no quedarse atrás.

—Supongo que ya sabes que estás cometiendo una estupidez, ¿verdad? —bufó Hammen—. Te están buscando por toda la ciudad.

—Tanto mejor.

Siguieron avanzando hacia la Casa de Kestha, pero Garth no tardó en aflojar el paso y se volvió hacia el quinto lado de la Plaza. El perímetro estaba lleno de tiendas y casas de comidas, y también había unos cuantos palacios menores de comerciantes que debían ser bastante acaudalados. Garth giró sobre sí mismo, fue hacia esos edificios y acabó deteniéndose en un lado de la Plaza y miró a su alrededor.

—Aquí es donde estaba la quinta Casa —dijo Hammen en voz baja.

Garth se volvió hacia él.

—¿La quinta Casa?

—Sí, la Casa Turquesa... Hace veinte años había cinco Casas.

—Ya lo sé.

—Pues entonces también sabes que las otras Casas masacraron a la Casa de Oor-tael la noche del último día del Festival, con el antiguo Gran Maestre y su ayudante Zarel al mando de sus fuerzas combinadas. Cayeron sobre ellos al amparo de las tinieblas, quemaron la Casa y asesinaron a casi todos los luchadores.

—Has dicho «casi todos».

—Se supone que algunos escaparon —replicó Hammen.

El hombre de los harapos guardó silencio durante unos momentos y miró fijamente a Garth.

—Bueno, por aquel entonces probablemente eras demasiado joven para que te importaran esas cosas —dijo secamente Hammen por fin, con una sombra de ira en la voz.

Garth no dijo nada y se volvió hacia aquel rincón de la Plaza, que parecía extrañamente fuera de lugar entre el esplendor de los otros cuatro lados.

—Y el último Gran Maestre —dijo Garth, y su tono era más de afirmación que de pregunta.

—¿Kuhtuman? Ah, ese bastardo... —dijo Hammen, murmurando la imprecación—. ¿Quién infiernos crees que es el Caminante? ¿Dónde crees que robó el maná que le abrió las puertas a otros mundos? La Casa Turquesa era la más poderosa de las cinco, y se negó a ayudarle en su empresa.

Hammen movió la cabeza señalando el lugar en el que se había alzado la Casa Turquesa.

—Así que mataron al Maestre de Oor-tael, a toda su familia y a prácticamente todo el mundo, y se llevaron su maná —murmuró.

—¿Y Zarel?

—¿Por qué te interesa tanto todo esto?

—Él se interesa por mí, ¿verdad?

Hammen meneó la cabeza.

—Algunos dicen que Zarel odiaba al Maestre de Oor-tael y que eso fue la causa de todo —le explicó—, y que fue Zarel quien sugirió la idea y que el Caminante acabó dejándose convencer a pesar de que Cullinarn, el Maestre de Oor-tael, era un viejo amigo suyo y de que le había salvado la vida en una ocasión.

—¿Y entonces por qué lo hizo?

—Ya te he dicho antes que no estaba muy seguro de si eres condenadamente bueno o de si sencillamente eres un estúpido —replicó Hammen—. A veces pienso que debería inclinarme por la segunda hipótesis... Cuando se trata del poder, la amistad suele ser la primera víctima. Kuthuman anhelaba el poder de un Caminante, y Zarel sabía que si le ayudaba después se convertiría en el nuevo Gran Maestre en cuanto Kuthuman se hubiera ido. Zarel organizó y dirigió el ataque, y el maná de la Casa Turquesa fue utilizado para atravesar el velo entre los mundos. Kuthuman se fue y Zarel se hizo con el poder, y todo ha cambiado con él. Los Maestres de las otras Casas le ayudaron o miraron hacia otro lado mientras el Maestre de la Casa Turquesa era asesinado, y desde aquel entonces sus sobornos han llegado con tanta regularidad como salen los excrementos del trasero de un ganso obligado a comer sin parar.

»El tesoro perdido de la Casa Turquesa sirvió para edificar esa monstruosidad de palacio —siguió diciendo, y movió la cabeza señalando la pirámide y las nuevas Casas—. Todo el mundo salió beneficiado.

Garth permaneció inmóvil y en silencio durante un momento, y después giró sobre sí mismo y se abrió paso a través del gentío que había empezado a invadir la Plaza. Fue rápidamente hacia la Casa de Kestha, y no aflojó el paso hasta que las losas que pisaba cambiaron de color y pasaron del rojo de la caliza que pavimentaba la mayor parte de la Plaza al gris oscuro de la pizarra. Garth se detuvo y alzó la mirada hacia las seis imponentes estatuas de luchadores que dominaban la entrada principal de la Casa.

Después meneó despectivamente la cabeza y siguió avanzando. Una mano surgió de la nada y le agarró.

—¿Qué infiernos quieres hacer ahí dentro? —preguntó Hammen.

—Si no tienes redaños para esto, viejo... Bueno, entonces será mejor que vuelvas a tu casa —siseó Garth, y se retorció quitándose de encima la mano de Hammen.

El gentío del que había estado rodeado hasta hacía unos momentos acababa de esfumarse, como si una barrera invisible marcara el punto en el que el populacho ya no podía acercarse más a las Casas de los luchadores.

Garth atravesó el semicírculo de piedra gris que delimitaba el recinto de la Casa Gris, y fue hacia ella avanzando con tranquila despreocupación. Un instante después oyó pasos que se apresuraban a seguirle y miró por encima del hombro para ver a Hammen tratando de alcanzarle. El viejo estaba resoplando y golpeaba el pavimento con su báculo.

Media docena de luchadores emergieron de las sombras proyectadas por las grandes estatuas. Llevaban túnicas y pantalones grises, y sus capas eran del más fino cuero y estaban adornadas con signos místicos y runas. Lucían fajines cubiertos de complejos bordados que iban desde su hombro izquierdo hasta su cadera derecha y de los que colgaban bolsas doradas dentro de las que guardaban sus amuletos y hechizos, y los diminutos paquetitos de tierra envuelta en seda que contenían el maná de tierras lejanas que controlaban. Los montoncitos de tierra ayudaban al luchador a crear su conexión psíquica con el poder de aquella tierra de la cual surgía su magia. Los luchadores avanzaron hacia Garth, moviéndose con una altiva falta de prisa, y se detuvieron ante él para obstruirle el camino.

—Fuera, mendigo. Acabas de entrar en nuestras propiedades —siseó uno de ellos, y puso la mano en el hombro de Garth y le dio un feroz empujón.

Garth retrocedió un paso, pero no se fue.

—¡Te he dicho que te vayas!

—He venido a unirme a esta Casa —dijo Garth sin inmutarse. Los seis luchadores se miraron los unos a los otros con exageradas expresiones de sorpresa en el rostro.

—¡Un espantapájaros tuerto seguido por un mendigo! —rugió el luchador que había empujado a Garth—. Insultas a nuestra Casa trayendo tu suciedad a nuestra avenida, y pagarás tu arrogancia limpiándola con tu lengua hasta que brille. Pero antes quiero ver tus dientes esparcidos por el suelo...

El hombre dio un paso hacia adelante para golpear a Garth, pero éste se hizo rápidamente a un lado cuando el puño ya iba hacia él y agarró al hombre por la muñeca y lo derribó, haciendo que cayera al suelo y dejándole sin aliento. Garth se agazapó, giró sobre sí mismo como si hubiera percibido que iba a ser atacado por detrás y extendió la pierna, golpeando a su segundo agresor en un lado de la rodilla. Se oyó el seco chasquido de un hueso que se rompe y el hombre se derrumbó entre aullidos de dolor. Garth se incorporó y oyó un nuevo crujido, y vio por el rabillo del ojo una daga que resbalaba sobre el pavimento y a un tercer luchador que retrocedía con paso tambaleante mientras se agarraba una muñeca rota. Hammen movió su báculo en un elegante arco, golpeó al hombre en la espalda y le derribó. Los otros tres luchadores empezaron a retroceder. El del centro hurgó en su bolsa de hechizos, sacó algo de ella y extendió los brazos. Garth pudo oír el rugido de la multitud como si llegara desde muy lejos, un confuso clamor de gritos avisando de que se estaba librando un combate.

Garth avanzó hacia el luchador que se estaba preparando para lanzar un hechizo y se disponía a señalarle con un dedo.

—¡No! —exclamó—. No lo intentes... Ahora tenemos otro enemigo al que combatir.

El hombre le miró con los ojos muy abiertos, y su estado de concentración quedó obviamente roto por las palabras de Garth. Un instante después dejó escapar un chillido de dolor, pues había cometido el error de recurrir a su maná sin concentrarlo inmediatamente en un hechizo a continuación. El luchador se tambaleó de un lado a otro bajo los efectos de la quemadura de maná, y se llevó las manos a la frente mientras Garth le contemplaba con la expresión compasiva que se merecía semejante exhibición de falta de profesionalidad.

—¡Ese hombre es nuestro!

Garth volvió la mirada hacia el luchador Gris.

—No lo hagas —dijo—. Creo que tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos.

Después le dio la espalda como si ya no le importara en lo más mínimo que estuviera allí.

Un grupo de luchadores de la Casa Naranja estaba cruzando la Plaza con largas zancadas llenas de decisión. Uno de ellos, que llevaba una capa adornada con bordados de oro y plata y que estaba claro tenía un nivel muy alto, parecía ser su líder.

Garth extendió lentamente los brazos preparándose para un combate, y el hombre aflojó el paso.

—Un testigo de la multitud afirma que eres el que mató a Okmark ayer —dijo el recién llegado—. Eres nuestro.

—Pues entonces cogedme —replicó Garth en voz baja y suave.

El luchador fue hacia él como si hubiera decidido que Garth ni siquiera merecía que se tomase la molestia de emplear un hechizo con él.

Garth sonrió y le señaló con la mano. El hombre empezó a moverse cada vez más despacio, como si hubiera tropezado con una barrera invisible, y acabó retrocediendo mientras lanzaba una maldición ahogada.

Después Garth alzó la mano hacia el cielo. Una nube negra surgió de la nada, un remolino zumbante y envuelto en chisporroteos que bajó hacia el suelo moviéndose a una gran velocidad. Avispas tan grandes como el pulgar de un hombre se lanzaron sobre los luchadores Naranja, clavándoles sus aguijones con tal ferocidad que los hilillos de sangre no tardaron en correr por los rostros de los enemigos de Garth.

El recinto pavimentado de la Casa de Kestha ya había quedado rodeado por un gentío que rugía y gritaba. Los alaridos de placer y las carcajadas se hicieron todavía más estruendosas cuando algunas avispas se apartaron de la media docena de luchadores a los que estaban atormentando y cayeron sobre la multitud, haciendo que sus víctimas gritaran y agitaran los brazos en un frenético intento de alejar los aguijones de sus cuerpos. Las contorsiones de los campesinos y miembros del populacho que estaban siendo aguijoneados por las avispas hicieron que la algarabía de placer del gentío llegara a ser realmente insoportable.

El líder de los luchadores de Fentesk lanzó un grito de rabia, se puso en pie y levantó los brazos hacia el cielo. Las avispas cayeron al suelo con sus alas envueltas en humo y llamas, pero aun así se las arreglaron para pegarse a los tobillos de sus objetivos mientras se retorcían sobre el pavimento y clavaron sus aguijones incluso a través de las botas, con el resultado de que los compañeros del líder empezaron a dar ridículos saltitos de un lado a otro.

Garth volvió a mover la mano y las avispas se incendiaron. Las llamas se comunicaron a las botas de los luchadores y los campesinos torturados del gentío. Los campesinos huyeron gritando, corriendo desesperadamente a las fuentes para mojar su calzado en llamas, y fueron seguidos por los luchadores Naranja. El líder fue el único que no huyó.

El líder de los luchadores se envolvió el cuerpo con los brazos haciendo aletear su capa, y una neblina empezó a formarse a su alrededor. Garth metió la mano en su bolsa y después volvió a extender el brazo en el mismo instante en que la niebla letal empezaba a avanzar hacia él. El líder de los luchadores de la Casa Fentesk se tambaleó, y durante un momento pareció como si un remolino palpitara a su alrededor, absorbiendo sus poderes y arrastrándolos hacia un vacío en el que se disipaban. Garth movió las manos hacia atrás y hacia adelante como si estuviera agitando el remolino mientras el luchador se retorcía y se debatía dentro del sumidero de poder que estaba robándole toda su fuerza.

El líder acabó derrumbándose sobre el pavimento.

Hammen corrió hacia el luchador inmóvil en el suelo y alargó la mano hacia su bolsa de hechizos.

—Sólo uno —ordenó Garth—. Es lo que dicen las reglas, ya que no era un combate a muerte.

Hammen metió codiciosamente la mano en la bolsa del luchador y extrajo un anillo-amuleto de ella.

—Su hechizo repulsor de las criaturas que vuelan... —dijo—. Lo utilizó contra tus avispas.

Garth asintió y después volvió la mirada hacia los luchadores de la Casa Gris, que permanecían inmóviles y boquiabiertos.

Un estruendoso trompeteo resonó por toda la Gran Plaza llenándola de ecos, y unos segundos después pareció repetirse desde el interior de la Casa Kestha. Ya había un grupo de túnicas grises alrededor del umbral, y unos momentos después aparecieron varias docenas de luchadores más.

La multitud que había estado presenciando el espectáculo gratuito se agitó y tembló como si una nueva fuerza acabara de golpearla por detrás. El gentío acabó separándose en dos masas de cuerpos apelotonados, y más luchadores Naranja entraron en el semicírculo que rodeaba la Casa Gris. Unos segundos después media docena de ellos estaban enfrentándose a otros tantos luchadores de la Casa Gris, y varios de ellos conjuraban hechizos mientras los demás se limitaban a desenvainar sus dagas para lanzarse sobre sus adversarios.

—Bien, amo, ¿no creéis que ya va siendo hora de irse?

Garth bajó la mirada hacia Hammen, que estaba muy ocupado escondiendo varias bolsas debajo de su túnica.

La multitud rugía de placer, y gritó y aulló con histérico abandono cuando hubo el primer derramamiento de sangre y un luchador de la Casa Gris se derrumbó con las manos engarfiadas alrededor de su garganta, que acababa de quedar rajada de oreja a oreja. Una bola de fuego chocó con su agresor cuando éste ya se inclinaba para coger la bolsa de su víctima, y le hizo caer al suelo y retorcerse envuelto en llamas hasta que uno de sus compañeros lanzó un hechizo de protección que las extinguió. Dos luchadores de la Casa Gris se apresuraron a ayudar a su hermano de logia, y utilizaron las manos y encantamientos para detener la abundante hemorragia.

Una andanada de relámpagos surgió de la cima del palacio de Kestha y cayó sobre la plaza, derribando luchadores de la Casa Fentesk como si fueran hileras de bolos. Garth se agachó para esquivarlos y se pegó al muro del edificio, escondiéndose bajo la sombra que proyectaba una de las gigantescas estatuas de luchadores que servían como columnas. Deslizó la mano debajo de su túnica, sacó la granada que le quedaba y empezó a comerla sin inmutarse.

—¡Por favor, amo! —gimoteo Hammen, apareciendo al lado de Garth y agazapándose junto a él—. Salgamos de aquí.

—Todavía no. Eh, creo que voy a apostar por los Grises... ¿Por qué no apuestas unas cuantas monedas en mi nombre?

Se oyeron más trompetas, y Hammen miró a su alrededor.

—El Gran Maestre de la Arena se acerca. Tenemos que largarnos ahora mismo.

—Dentro de un momento.

Una gran falange apareció en un extremo de la multitud, que reía y bailaba mientras contemplaba el espectáculo. Había por lo menos veinte hombres capaces de emplear la magia en el centro de la columna, y los luchadores iban flanqueados por varios centenares de ballesteros. El Gran Maestre de la Arena en persona cabalgaba al frente de la columna, y su capa polícroma destellaba reflejando todos los colores del arco iris.

Los ballesteros se desplegaron alrededor del semicírculo gris con sus armas preparadas para disparar. Algunos se volvieron hacia la multitud, que fue retrocediendo de mala gana, y la gran mayoría se volvió hacia el interior del recinto, alzando sus ballestas y apuntando a los combatientes con ellas.

Se oyeron más trompetas y hubo un redoblar de tambores. El combate empezó a perder intensidad.

—¡Sal, Tulan de Kestha! —rugió un heraldo, inmóvil junto al estribo del Gran Maestre.

Su voz parecía estar amplificada por algún poder mágico que le permitió hacerse oír incluso por encima del estrépito de la multitud, entre la que había algunas personas que estaban lanzando gritos de dolor y agonía después de haber recibido dardos de ballesta disparados desde muy poca distancia.

—¡Estoy aquí!

Garth giró lentamente sobre sí mismo y alzó la mirada. Un hombre que supuso era el Gran Maestre de la Casa de Kestha acababa de aparecer sobre la cabeza de uno de los gigantescos luchadores de piedra. Garth acabó su granada y arrojó la piel a un lado.

—¡Este combate debe cesar ahora mismo, o serás colocado bajo interdicto! —gritó el heraldo.

—Pues entonces di a esos bastardos de la Casa Naranja que dejen de ensuciar nuestro pavimento con su basura.

El Gran Maestre hizo volver grupas a su montura y contempló al grupo de luchadores de la Casa de Fentesk, que habían formado un círculo alrededor de sus heridos.

—Habéis entrado en una propiedad ajena —dijo—. Tendréis que pagar una multa por haber violado la ley, y además debéis marcharos inmediatamente.

El líder que había luchado con Garth, que ya parecía estar bastante recuperado, fue ayudado a incorporarse.

—Hemos venido aquí para tratar de arrestar a un hombre que asesinó a uno de nuestros hermanos —dijo.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó el Gran Maestre.

El líder recorrió la plaza con la mirada.

—¡Ahora, amo, por favor! —gimoteó Hammen.

Garth se puso en pie y avanzó despreocupadamente hacia el Gran Maestre.

—Creo que soy el que anda buscando —anunció, alzando la voz para hacerse oír.

—¡Es él! —gritó el líder de los luchadores de la Casa Naranja—. Es el que mató a uno de nuestros hombres ayer.

El Gran Maestre hizo volver grupas a su montura de nuevo. El heraldo movió una mano, y varios ballesteros alzaron sus armas y apuntaron a Garth con ellas.

Garth no les prestó ninguna atención. Dio la espalda al Gran Maestre y alzó la vista hacia la cabeza de la estatua sobre la que se encontraba Tulan.

—He venido a unirme a la Casa de Kestha —dijo—. Estoy pisando tierra que no pertenece al Gran Maestre de esta ciudad, sino a la Casa de Kestha. ¿Vais a permitir que alguien que luchó por vosotros sea hecho prisionero y sacado a la fuerza del mismísimo umbral de vuestra Casa?

Tulan se asomó por encima del cráneo de la estatua, y después se volvió para lanzar una nerviosa mirada al anillo de luchadores del máximo nivel que tenía detrás.

—¡Oh, vamos! Estoy seguro de que no consentiréis semejante insulto a vuestra reputación y vuestro honor... —gritó Garth, con una sombra casi imperceptible de sarcasmo en su voz.

—¡Ese hombre es mío y está en mi propiedad! —acabó gritando Tulan, aunque el nerviosismo resultaba evidente en su tono.

El Gran Maestre detuvo su montura justo detrás de Garth.

—Ésta es mi ciudad —dijo—, y soy el Gran Maestre de la Arena.

—Si las cuatro Casas no estuvieran aquí para luchar en vuestra arena, no tendríais ni una moneda —replicó Garth, clavando la mirada en el rostro del Gran Maestre. —Después giró sobre sí mismo y alzó la vista hacia Tulan—. ¿No es así, mi señor Maestre de Kestha?

—¡Así es, así es! —gritó Tulan—. Ponedle un solo dedo encima y nos declararemos en huelga el primer día del Festival, y las otras Casas se unirán a nosotros. No tenéis ningún derecho a practicar un arresto en nuestra propiedad.

La mera mención de la posibilidad de una huelga hizo que la turba que estaba presenciando aquel drama empezara a lanzar aullidos de protesta.

Garth giró sobre sus talones, contempló a la multitud y se inclinó ante ella en una espectacular reverencia que fue recompensada con estruendosas salvas de aplausos. Después alzó la mirada hacia los luchadores de la Casa de Fentesk y vio que incluso ellos parecían estar dispuestos a renunciar a su pretensión inicial de capturarle, incapaces de resistirse a la invocación de una solidaridad más alta que les impulsaba a proteger sus preciosos derechos.

—¡Este hombre es un luchador de la Casa de Kestha! —rugió Tulan—. Se encuentra en un terreno propiedad de Kestha, y se halla bajo mi protección. No hay nada más que decir al respecto.

Garth se volvió y miró al Gran Maestre, que estaba contemplándole con expresión gélida desde lo alto de su silla de montar.

—Lamento haberos causado tantos problemas, mi señor —dijo.

El Gran Maestre siguió contemplándole, pero la expresión de su rostro cambió y se volvió extrañamente pensativa, como si estuviera utilizando sus poderes mágicos en un intento de averiguar algo sobre él. Garth sintió el poder que se agitaba a su alrededor como si fuese el roce de una brisa helada. El poder se retiró un instante después.

—No sobrevivirás al Festival —siseó por fin el Gran Maestre, y sus palabras apenas resultaron audibles.

Después tiró de las riendas de su montura, hizo que volviera grupas y la espoleó, poniéndola al galope mientras la turba se apartaba ante él para dejarle pasar.

Garth hizo una reverencia al Gran Maestre que se alejaba, y después giró sobre sí mismo y fue hacia la entrada de la Casa de Kestha. Cuando pasó por debajo de las sombras que proyectaban las enormes estatuas miró a su alrededor y acabó viendo a Hammen, agazapado y asomando la cabeza por detrás de los inmensos pies de la estatua más cercana a la puerta.

—Levántate, y mantente erguido como ha de hacer un hombre —dijo Garth en voz baja—. El sirviente de un luchador de Kestha debería mostrar más dignidad.

—Un sirviente, ¿eh? —dijo Hammen—. Que los demonios se te lleven... Eres peor que la peste. Quien se acerque a ti acabará muerto.

Garth dejó escapar una suave carcajada.

—Ahora necesito un sirviente —replicó—. El puesto es tuyo, con una moneda de plata a la semana como salario.

—Puedo ganar eso en una sola mañana ejerciendo mi profesión habitual.

—Tengo la impresión de que el cambio te resultará divertido. Sólo te necesitaré para el Festival.

—Son las fechas de más trabajo en mi profesión.

—Si no vienes, creo que siempre te preguntarás qué te has perdido al no aceptar mi oferta.

Hammen bajó la cabeza y habló en susurros consigo mismo.

—Oh, maldito seas y vete al demonio... —dijo por fin—. De acuerdo, tú ganas. Pero tengo la exclusiva de todas tus apuestas fuera de la arena.

—Luchar fuera de la arena es ilegal.

Hammen echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Igual que lo era ayer y que lo es hoy —dijo.

—De acuerdo: tienes esa exclusiva sobre mis apuestas.

Hammen salió contoneándose de su escondite y se puso detrás de Garth sin dejar de sonreír. Los luchadores Grises ya estaban volviendo a su Casa, ayudando a sus heridos. Todos miraron a Garth con franca curiosidad, pero ninguno intentó acercarse a él. Las puertas del palacio estaban abiertas de par en par, y Garth siguió a los luchadores. Una corpulenta silueta surgió de entre las sombras. Aquel hombre era un poco más alto que Garth, por lo que debía de rozar el metro noventa de estatura, pero Garth calculó que debía de pesar como mínimo el doble que él. Ya nadie esperaba que un Gran Maestre luchara en la arena, y resultaba evidente que aquel hombre estaba convencido de que no tenía que preocuparse por esa posibilidad, y había permitido que su estómago fuera creciendo a la sombra de esa seguridad. Sus gruesos carrillos y papadas temblaron cuando fue hacia Garth, y enseguida pudo ver que sus gordas manos relucían con el brillo de los anillos que adornaban sus dedos parecidos a salchichas. Aquel hombre tenía mucho poder, y Garth pudo percibirlo; y aunque lo había empleado para revolcarse en la disipación, seguía siendo alguien capaz de vencer a casi cualquier persona que se alzara contra él.

—Bien hecho, muchacho, muy bien hecho... —rugió Tulan mientras se plantaba ante Garth, que llevó a cabo el ceremonial de la gran reverencia.

Tulan le puso las manos en los hombros e hizo que se incorporase.

—Has sabido plantar cara a ese maldito Zarel, ese Maestre de la Arena al que ojalá se lleve la plaga... —dijo—. Un gran espectáculo, muchacho, un gran espectáculo.

—Todo ha sido hecho a vuestro servicio, mi señor —replicó Garth, y pasó por alto el ligero ataque de tos que sufrió Hammen al oír sus palabras—. Disculpad la apariencia de mi sirviente, mi señor... —siguió diciendo—. Le robaron la ropa esta mañana y por eso lleva esos harapos, y además ha estado enfermo.

Tulan volvió la mirada hacia Hammen, que le sonrió mostrando sus dientes amarillentos en una sonrisa torcida y llena de huecos. Tulan arrugó la nariz con expresión desdeñosa.

—Que alguien se encargue de que se dé un baño y le proporcione ropas limpias —ordenó.

—¡Un baño! Pero... Yo... —balbuceó Hammen.

—Ya has oído a nuestro Maestre, Hammen —dijo Garth—. Obedece.

Hammen fue sacado de la estancia, y miró a Garth por encima del hombro e hizo un signo contra él como para evitar el mal de ojo antes de desaparecer.

Tulan, que seguía con la mano sobre el hombro de Garth, le guió por el pasillo principal de la Casa. Las paredes eran de gruesas planchas de roble que habían sido frotadas hasta conseguir que brillaran como espejos, y había soportes para armas colocados en ellas que contenían ballestas, lanzas, mazas erizadas de pinchos, hachas de combate y espadas. Garth alzó la mirada y pudo ver que había agujeros regularmente espaciados sobre su cabeza, indudablemente para dejar pasar dardos provistos de grandes pesos que podían ser lanzados mediante una palanca y que aplastarían a cualquiera que intentase tomar el palacio a través de la puerta principal. Un dardo de diez kilos con la punta tan afilada como una navaja de afeitar dejado caer desde semejante altura sería un argumento muy poderoso incluso contra un lanzador de hechizos del décimo nivel si conseguía pillarle desprevenido. Garth bajó la mirada y pudo ver que el suelo de tablillas de madera no era tan sólido como parecía a primera vista, ya que algunas secciones podían abrirse si había visitas no deseadas encima de ellas. Garth pensó que debajo probablemente habría pozos llenos de serpientes, o tal vez incluso una araña gromashiana agazapada en su tela.

—He oído contar cómo mataste a Okmark. El hechizo de reflejo, una herramienta muy poderosa... —dijo Tulan, contemplando la bolsa de Garth mientras hablaba.

—Era un estúpido —replicó Garth.

—Webin, mi hombre, era un luchador de tercer nivel. Un luchador de segundo nivel tendría que ser lo suficientemente inteligente para no dejarse engañar hasta el extremo de acabar metido en una pelea callejera.

—¿Cómo está Webin?

—Ha sido degradado por haber provocado semejante humillación —replicó secamente Tulan—, y ha perdido el último hechizo que adquirió.

Garth no dijo nada, aunque le sorprendía mucho que un luchador permitiese que le despojaran de un hechizo sin haber tenido el honor de librar un combate antes.

—Oh, me costó un poquito hacerme con él, créeme... —dijo Tulan con una risita—. Si tengo un poco de tiempo libre, tal vez decida regenerarle la mano izquierda.

Los luchadores que caminaban detrás de Garth y Tulan dejaron escapar risas heladas. Tulan llevó a Garth a una habitación, y Garth se vio envuelto por los olores más agradables nada más entrar en ella.

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