Arena

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Capítulo 3

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Capítulo 3

—Doy gracias al Eterno porque hayamos salido de allí.

Garth bajó la mirada hacia Hammen y contuvo el impulso de echarse a reír. El ladrón ya no parecía el mismo hombre. Sus harapos habían desaparecido y habían sido sustituidos por una impoluta túnica blanca con un círculo gris sobre la parte izquierda del pecho. La cabellera sucia y despeinada también se había esfumado, y las tijeras la habían dejado todo lo corta que convenía al sirviente de un luchador. Hammen volvió la cabeza hacia la Casa y le lanzó una mirada llena de irritación.

—Puedes quedarte con todo esto, Garth el Tuerto. No siento el más mínimo deseo de seguir jugando a este juego... Encuentra otro sirviente, porque yo me vuelvo a casa —anunció Hammen, y se abrió de un manotazo el ceñido cuello que le estaba asfixiando.

—Si lo haces, te perderás la diversión.

—Diversión... ¿Llamas diversión a esto? Inclinarme como un maldito sirviente; sí, amo; no, amo; permíteme que te limpie el trasero con mi mano derecha, amo... —Su voz se había convertido en un canturreo sarcástico—. Puedes meterte todo eso donde te apetezca y donde debe estar. Yo no sirvo a nadie.

—Perfecto. Vete.

Hammen aflojó el paso y alzó la mirada hacia el rostro de Garth, que apenas era visible en la oscuridad.

—De acuerdo, me voy.

Garth metió la mano en su bolsa, sacó una moneda y se la alargó a Hammen.

—Tu paga de la semana.

Hammen cogió la moneda sin hacer ningún comentario y se la guardó en una pequeña faltriquera que colgaba de su cinturón.

—Bien, pues hasta la vista.

Garth giró sobre sus talones y empezó a alejarse sin ninguna prisa.

—Tuerto...

Garth se volvió y le miró.

—¿Cómo perdiste ese ojo?

—Si te marchas no lo averiguarás nunca, Hammen.

Hammen guardó silencio durante un momento.

—Lo de mi ojo seguirá siendo un misterio para ti..., igual que todo lo demás.

Hammen le miró fijamente e intentó percibir alguna respuesta a los enigmas que le torturaban, como si estuviera tratando de sacar a la luz un pensamiento que había sido enterrado deliberadamente hacía ya mucho tiempo. Durante un momento tuvo la sensación de que algo procedente de Garth estaba revoloteando a su alrededor, como un destello de luz mágica cuya claridad se extendía lo bastante lejos para volver a iluminar recuerdos en los que era mejor no hurgar. Sintió una opresión en la garganta, como si un dolor olvidado hacía mucho tiempo hubiera vuelto de repente para torturarle de nuevo. Las sensaciones se esfumaron tan deprisa como habían venido, y ya sólo pudo percibir los sonidos de la noche, el ir y venir de la multitud por la Gran Plaza, las canciones de los que bebían y los susurros de los enamorados. Para Hammen todo aquello encerraba un profundo misterio, un vago y lejano recuerdo de risas, de otro mundo y de otro tiempo que se negaba a desaparecer del todo, y que parecía emanar de aquel desconocido envuelto en sombras que permanecía inmóvil ante él.

—¿Quién eres? —murmuró.

—Quédate conmigo y averígualo, Hammen de Jor, si es que ése es realmente tu nombre.

Hammen se envaró ligeramente y un escalofrío de miedo recorrió todo su cuerpo, y un instante después el escalofrío desapareció y fue sustituido por un calor lejano que sólo duró un segundo y que desapareció con idéntica rapidez.

Hammen se movió por fin, aunque muy despacio, y se puso al lado de Garth.

—Pues entonces invítame a una copa, maldición —acabó diciendo por fin.

Hammen siguió andando en silencio, observando la manera de moverse de Garth. Vio que se movía como casi todos los luchadores, con una deliberada fluidez felina, y se dio cuenta de que su cabeza siempre estaba girando de un lado a otro para observar todo lo que le rodeaba. Estaba envuelto en el aura del maná, lo que otros podrían limitarse a llamar carisma pero que, de hecho, sólo era poder en un estado puro que resultaba visible para el ojo adiestrado, como los relámpagos que brillan sobre el lejano horizonte y que son entrevistos y tenuemente oídos. Podía ser ocultado cuando era necesario hacerlo, pero estaba allí en abundancia y Hammen lo sabía.

Garth salió de la Gran Plaza y se metió por una calle lateral, atraído por las ruidosas carcajadas y el gentío que se había congregado delante de la puerta de una taberna, entre el que había varias personas que sostenían antorchas. Cuando estuvieron un poco más cerca Hammen pudo ver a un par de luchadores enfrentándose en el centro de la calle. Uno era de la Casa Marrón, y el otro era una mujer que sospechó ni siquiera debía de ser una luchadora, sino meramente una guerrera que sabía utilizar las armas. El luchador Marrón no estaba utilizando sus poderes, y se limitaba a emplear la mera fuerza física. Habían trazado un círculo en el barro alrededor de ellos y estaban librando un combate de oquorak, el duelo ritual en el que la mano derecha de un adversario estaba unida a la del otro mediante un trozo de cuerda mientras la mano izquierda de cada uno empuñaba una daga.

El luchador Marrón sangraba por un largo tajo que le había desgarrado la túnica a través del pecho, y tenía otra herida más pequeña en la frente de la que brotaban hilillos de sangre que iban deslizándose hacia sus ojos; pero estaba claro que era el más poderoso de los dos contrincantes. El luchador Marrón bajó su brazo derecho mientras atraía a la mujer hacia él, pero ésta giró sobre sí misma, se agachó para pasar por debajo del golpe que no llegó a dar en el blanco y volvió a erguirse velozmente con una gélida sonrisa de diversión en los labios.

—Es de Benalia —susurró Garth al ver la estrella de siete puntas tatuada en la frente de la mujer, que era la marca de su clan dentro del sistema de castas de su tierra.

Garth se acercó un poco más al gentío para poder presenciar el combate.

La mujer esperaba un nuevo ataque mientras mantenía grácilmente el equilibrio sobre los dedos de los pies. Su jubón de cuero y sus pantalones ceñidos eran tan negros como su corta cabellera. El luchador Marrón volvió a intentar la misma maniobra, y casi consiguió hacerle perder el equilibrio. Esta vez la mujer saltó hacia adelante, lanzándose al suelo y dando un salto mortal. Mientras lo hacía tiró con su brazo derecho, empleando la inercia de su cuerpo para añadir más potencia al tirón. El luchador Marrón giró sobre sí mismo y acabó cayendo al suelo. La multitud aprobó la maniobra con un rugido entusiástico.

El luchador Marrón lanzó una nueva cuchillada dirigida a los pies de la mujer cuando ésta empezaba a retroceder, pero su oponente consiguió esquivarla saltando por encima de su mano sin ninguna dificultad. El luchador Marrón se incorporó y atacó con el cuerpo encogido, buscando la ocasión de dar una puñalada a pesar de que el movimiento iba en contra de las reglas del oquorak, que sólo permitían usar la daga para lanzar tajos.

El gentío se quedó repentinamente callado. El espectáculo había dejado de ser un pequeño acontecimiento deportivo para convertirse en un combate en el que se iba a derramar sangre. Las apuestas empezaron a sucederse en cuestión de momentos, y Hammen se metió por entre la confusa masa de cuerpos. Garth ignoró el frenesí apostador y se acercó un poco más al círculo. Estudió al luchador Marrón con gran atención mientras los dos contrincantes iban girando cautelosamente el uno alrededor del otro. El hombre todavía empuñaba su daga en la posición de asestar una cuchillada, y la mujer le observaba con expresión desdeñosa y continuaba sosteniendo su arma para usar el filo.

La mano izquierda de la mujer se movió de repente a la velocidad del rayo, y el hombro del luchador Marrón quedó surcado por un largo tajo.

—Sangre de nuevo —anunció la mujer—. Ya van tres veces... Se acabó.

Su hoja volvió a moverse y cortó el trozo de cuerda de dos metros de longitud que unía las manos derechas de los dos contrincantes durante el duelo oquorak.

El luchador Marrón se quedó inmóvil ante ella, jadeando y con los rasgos contraídos por la rabia. La mujer le contempló despectivamente, con su esbelta figura de muchacho silueteada por la luz de las antorchas.

—Se apostaron tres monedas de oro —dijo en voz baja y suave—. Paga.

—Has hecho trampas —replicó el luchador Marrón.

La mujer dejó escapar una carcajada fría como el hielo.

—¿Cómo infiernos puedo hacer trampas en un duelo oquorak? —replicó a su vez—. Paga.

El luchador Marrón dejó escapar un rugido y se lanzó sobre ella con su hoja brillando bajo la luz de las antorchas. La mujer se hizo a un lado de un salto, y su daga volvió a moverse con la velocidad del rayo. El luchador Marrón lanzó un aullido de dolor y retrocedió tambaleándose. Su oreja izquierda acababa de caer sobre el suelo fangoso.

El hombre giró sobre sí mismo sin dejar de gritar y con una mano en el lado de la cabeza que acababa de perder la oreja, y entonces Garth vio cómo desviaba la mirada durante un momento hacia un hombre envuelto en una capa que se encontraba a la derecha de Garth.

El luchador Marrón retrocedió de tal manera que la espalda de la mujer quedó vuelta hacia Garth y el hombre que permanecía inmóvil junto a él. Después avanzó lentamente con su daga levantada, y la mujer se pasó la suya a la mano izquierda mientras cambiaba la manera de sujetarla para poder dar puñaladas.

—¿Ves? ¡Has hecho trampa! —rugió el luchador Marrón—. Has tomado parte en un duelo oquorak, pero eres zurda.

—Nunca me lo preguntaste. El ritual te permitía hacerlo, pero estabas demasiado cegado por tu arrogancia —replicó la mujer en voz baja y suave—. Ahora paga de una condenada vez antes de que alguien quede malherido.

—Te arrancaré el hígado y te lo meteré por la garganta —gruñó el hombre, y dio un paso más hacia ella.

La mujer retrocedió un poco y cambió de postura, preparándose para enfrentarse a su ataque.

El hombre de la capa se movió de repente. Entró en el círculo, y Garth vio un destello de acero en su mano.

Garth le golpeó en el cuello con el canto de la mano, y el impacto detrás de la oreja dejó sin sentido al hombre de la capa. La mujer se permitió lanzar una rápida mirada hacia atrás, y el luchador Marrón aprovechó ese momento de aparente distracción para atacar.

Garth abrió la boca para gritar una advertencia, pero no era necesario que lo hiciese. La mujer esquivó diestramente el ataque, y la patada que lanzó contra los pies del luchador Marrón hizo que éste se desplomara. Después la mujer cayó sobre él en un ataque tan veloz como el de una serpiente y le quitó la daga de la mano; y antes de que pudieran darse cuenta de lo ocurrido, la mujer ya estaba encima del pecho del luchador Marrón y tenía la punta de la daga en su garganta.

—Paga —dijo en voz baja.

El hombre la contempló con los ojos llenos de rabia asesina. La mujer hizo avanzar la daga de una manera casi imperceptible, y la punta atravesó la piel del cuello justo encima del rápido latir de su yugular.

—Puedo conseguir el dinero que se me debe tanto si estás vivo como si estás muerto.

—Mátame y mi Casa me vengará.

—¿Lo dices con la intención de asustarme?

Garth fue hacia ella y abrió la bolsa del luchador Marrón sin esperar la aprobación de la mujer. Ignoró los insignificantes amuletos guardados dentro de un bolsillo lateral de la bolsa, y hurgó en ella buscando dinero.

—Sólo tiene un par de monedas de plata —anunció, y las sacó de la bolsa.

La multitud, que había estado observando los últimos acontecimientos en silencio, lanzó un burlón rugido de desaprobación al comprender que se encontraba ante un luchador que era capaz de aceptar una apuesta tan ridículamente baja cuando no estaba en condiciones de pagar si perdía.

La mujer hizo avanzar un poquito más la hoja, y un hilillo de sangre empezó a resbalar por el cuello del hombre.

—Iré a tu Casa mañana por la mañana cuando suene la segunda campana para cobrar lo que me debes —dijo—. Procura estar allí.

Después hizo girar ágilmente la daga entre sus dedos y golpeó la sien del luchador Marrón con la empuñadura, dejándole sin sentido.

La mujer se puso en pie, y la multitud la vitoreó y lanzó gritos de aprobación.

Garth sonrió y le entregó las monedas.

—Gracias, tuerto —dijo la mujer, y ladeó la cabeza en señal de agradecimiento.

—¡Garth!

Hammen acababa de aparecer a su lado y Garth se volvió hacia él. Hammen titubeó durante un segundo.

—Eh... Quería decir «amo» —murmuró.

—Maldita sea, Hammen, basta con que me llames Garth..., pero olvídate de que soy tuerto —dijo Garth, y mientras hablaba volvió la mirada hacia la mujer.

—Mis disculpas, Garth, y muchas gracias —dijo ella.

—No hemos ganado gran cosa. Las apuestas estaban a favor de esta mujer..., una moneda de plata contra cuatro.

Hammen se volvió hacia los dos hombres que seguían inmóviles en el suelo.

—Ah, qué lejos quedan los tiempos en que aún había algo de honor —dijo, y meneó la cabeza con expresión entristecida—. Ahora en el mundo sólo queda corrupción.

Garth se volvió hacia Hammen poniendo cara de sorpresa, y el viejo encogió sus hombros encorvados como si le avergonzara que alguien le hubiese oído decir tales cosas.

La mujer giró sobre sus talones como si se dispusiera a irse.

—¿Y si celebráramos lo que hemos ganado gracias a ti tomando un trago? —le propuso Garth.

La mujer se volvió hacia él, le miró y acabó sonriendo.

—Yo invito. Te agradezco que me ayudaras, aunque en realidad no lo necesitaba. Sabía que se estaba moviendo a mi espalda.

—Por supuesto.

—Tal vez sería preferible que fuéramos a otro sitio... —intervino Hammen, bajando la vista hacia el luchador y su compañero, que ya estaban empezando a removerse.

Se pusieron en movimiento. Hammen tosió y resopló, y acabó lanzando un certero escupitajo contra el luchador Marrón. La turba cayó sobre los dos hombres, que cuando por fin recobraran el conocimiento podrían considerarse muy afortunados si no les había ocurrido nada aparte de que les hubiesen desnudado y se hubieran llevado sus preciosos hechizos para venderlos en el mercado negro.

Hammen precedió a Garth y la benalita por un angosto callejón. Los puestos callejeros y pequeñas tiendas que lo flanqueaban ya estaban cerrados, y al pasar bajo las ventanas abiertas se podían oír risas, cómo se discutía o se hacía el amor y el resto de sonidos típicos de la ciudad, mientras que del suelo brotaban los olores, la gran mayoría de los cuales no tenían nada de agradable. Hammen siguió avanzando por aquel barrizal, y dejó escapar una risita cuando la mujer tuvo que hacer un visible esfuerzo para reprimir un acceso de náuseas.

—Menudo sitio para celebrar el Festival... —resopló la mujer.

—Todas las ciudades son alcantarillas que siempre atrapan a los peores —dijo Hammen, como si también estuviera muy disgustado.

Garth bajó la mirada hacia él y no dijo nada. El viejo le miró como si estuviera absorto en pensamientos inquietantes y se sintiera muy deprimido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Garth.

—Nada, tuerto... Nada en absoluto —replicó Hammen en voz baja.

Garth volvió la cabeza hacia la mujer y descubrió que le gustaba bastante. Era una luchadora temible, eso estaba claro, pero también parecía haber en ella una especie de inocencia infantil en todo lo referente a las realidades del mundo. Garth comprendió que había librado el duelo oquorak impulsada por una auténtica necesidad de dinero, y que había esperado que el luchador Marrón se comportara de una manera honorable. La mujer se movía con una delicada gracia femenina que no parecía encajar demasiado con el resto de su personalidad, y hacía cuanto podía para tratar de ocultarla bajo su armadura de cuero.

Hammen les fue guiando a través del laberinto de callejas y acabó deteniéndose delante de una pequeña taberna. El dintel estaba tan bajo que Hammen tuvo que agachar la cabeza para entrar. El tabernero les contempló con suspicacia.

—Estoy cerrando —gruñó.

—Lo que quieres decir es que no sirves a desconocidos, ¿eh? —replicó Hammen, y sus ojos recorrieron la estancia llena de gente que había quedado sumida en el silencio apenas entraron.

Una parte considerable de la clientela se había congregado alrededor de una mesa y estaba viendo cómo dos de sus compatriotas jugaban a un juego de cartas que representaba el combate de quienes utilizaban la magia. Los mirones estaban tan concentrados en el duelo que se estaba librando mediante las cartas que no prestaron ninguna atención a los recién llegados.

El tabernero se abrió paso a través del gentío que estaba contemplando la partida y fue hacia Hammen. Le miró fijamente durante unos momentos y después echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—¿Es que te has vuelto loco, Hammen? —exclamó—. Antes esperaría verte vestido de prostituta que convertido en sirviente de un luchador, y pensándolo bien... Bueno, que me cuelguen si es que hay alguna diferencia entre prostituirse y servir a un luchador.

—Entonces tu madre sería una magnífica sirviente de luchador, al igual que tu esposa y tus hijas —replicó secamente Hammen, y el tabernero rió todavía más estruendosamente que antes y señaló una mesa vacía en un rincón de la sala.

Hammen fue hacia la mesa precediendo a Garth y la benalita, y los tres acabaron sentándose mientras el tabernero venía hacia ellos sosteniendo un grueso jarro de barro y tres jarras en una mano y un atizador al rojo vivo en la otra. El tabernero dejó las jarras sobre la mesa y después metió el atizador dentro del jarro; el olor del ron hirviente brotó rápidamente de él.

—El mejor ron caliente con manteca que se puede encontrar en toda la ciudad... —anunció Hammen con un suspiro mientras la mujer metía la mano en su bolsa, sacaba de ella tres monedas de cobre, y las colocaba sobre la mesa.

El tabernero las contempló con evidente decepción, y después volvió la mirada hacia la mujer.

—En el sitio de donde vengo, un jarro de ron sólo cuesta tres monedas de cobre —dijo la mujer en voz baja y sin inmutarse.

—Bueno, pues aquí no —replicó el tabernero.

—Oh, sí, aquí también —dijo Hammen, y despidió al tabernero con un gesto de la mano.

—Odio las ciudades —murmuró la mujer, y se llenó la jarra y la apuró de un trago.

—¿Y entonces por qué estás aquí? —preguntó Garth.

La mujer le miró fijamente.

—Ya veo que formas parte de una Casa —dijo.

—De momento —replicó Garth.

La mujer dejó escapar un resoplido desdeñoso.

—Los hanin no son bienvenidos en la ciudad del Gran Maestre —le explicó Hammen—, especialmente durante el Festival. Las cuatro Casas también se aseguran de que así sea.

—Bueno, pues no verás a nadie de Benalia sirviendo a un color —dijo la mujer—. Somos nuestros propios dueños.

—Ya... En ese caso, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Garth, y esperó en silencio sin apartar la mirada de ella.

—Me llamo Norreen. Con eso bastará mientras siga aquí.

—De acuerdo, Norreen... ¿Qué estás haciendo en la ciudad?

—Era portadora del escudo de mi señor, pero... —Norreen hizo una pausa—. Ha muerto.

—No conseguiste proteger adecuadamente a tu señor y te has quedado sin empleo —intervino Hammen.

—Algo por el estilo —replicó ella en voz baja.

—Pues vuelve a tu casa —dijo Garth.

—No puede hacerlo —dijo Hammen—. Es una cuestión de honor. El sistema de castas de Benalia es inconcebiblemente extraño. Al comienzo de cada nuevo año lunar, la casta más alta del año anterior se convierte en la más baja, y la que se encontraba detrás de ella asciende de categoría, y así sucesivamente a lo largo de todo el sistema... El único que puede romper el ciclo de las castas es un héroe, un rango concedido a los guerreros que son portadores del escudo de un gran señor o que consiguen grandes honores y renombre. Estoy dispuesto a apostar que su casta va a pasar al último escalón del sistema, y que no quiere tener nada que ver con esa nueva situación. Ella no se encuentra en el nivel heroico, por lo que pasaría a ser una sirvienta..., y esa perspectiva no le hace ninguna gracia.

Hammen la miró, pero la mujer no dijo nada.

—Permíteme acabar mis conjeturas —siguió diciendo Hammen—. Hay un hombre en algún lugar de todo esto... Siempre lo hay, y es muy probable que sea un sapo gordo y repugnante. Las mujeres de la casta más baja no pueden rechazar las exigencias de tipo sexual hechas por alguien de la clase más alta. Ese sapo te desea, y estoy empezando a sospechar que eres virgen y que quieres salvar tu honor..., y también sospecho que no soportas las verrugas, ¿eh?

La mujer le lanzó una mirada gélida, pero su rostro enrojeció levemente y Hammen soltó una risita.

—Es una auténtica locura —dijo Hammen—. Nunca he conseguido entender a los benalitas.

La mujer se envaró.

—No me parece que sea peor que este condenado Festival —dijo.

—Ah, pero al menos, aquí existe una cierta lógica —replicó Hammen—. Las Casas pueden enfrentarse entre ellas para determinar cuál es la mejor, y eso les permite obtener prestigio y contratos para el año siguiente. Los comerciantes y los príncipes pueden evaluar a los luchadores cuyos servicios quizá deseen contratar, la turba se entretiene viendo los combates, y los ganadores se van con el Caminante, lo cual aporta más prestigio a su Casa. Todo resulta muy divertido... —añadió meneando la cabeza.

—Y el Gran Maestre gana montones de dinero —replicó Norreen con voz gélida.

—¿Y qué puede importarte eso? —preguntó Garth.

—No me importa en lo más mínimo, desde luego.

—Pero estás buscando un empleo en la ciudad porque todos los grandes príncipes vendrán a ver el Festival —dijo Hammen.

—¿Tendrías la bondad de ordenar a tu sirviente que cerrara el pico de una vez? —dijo Norreen con obvia irritación.

—Cierra el pico, Hammen —dijo Garth.

—Oh, amo, no me pegues, por favor... —gimoteó sarcásticamente Hammen.

Después dejó escapar un prolongado eructo, miró a la mujer y le sonrió lascivamente.

—Creo que mi amo se ha prendado de ti —siguió diciendo—. Si estás de acuerdo, podríamos librarte de una vez por todas de ese pequeño problema de la virginidad. Tengo un primo que puede ofrecernos un alojamiento bastante agradable para pasar la noche. He oído decir que las benalitas son muy apasionadas, y lo único que pido es que se me permita mirar por un agujerito. Mi primo alquila agujeritos a los que ya somos viejos.

Norreen desenvainó su daga y la clavó en la mesa, una inconfundible señal de desafío.

Hammen alzó las manos y fingió estar aterrorizado.

—No soy luchador de la magia ni guerrero, por lo que no hace falta que ensuciéis vuestra hoja conmigo, mi noble dama... —dijo, y volvió a reír. Garth miró a Hammen y también desenvainó su daga. Norreen apuró su ron caliente, y dejó caer la jarra sobre la mesa con tal fuerza que la rompió.

—No estoy dispuesta a acostarme con un tuerto..., especialmente con uno cuyo sirviente tiene un aliento tan pestilente que me hace sentir deseos de vomitar cada vez que lo huelo —dijo secamente.

Después se puso en pie y salió de la taberna hecha una furia. Garth lanzó una mirada gélida a Hammen.

—Muchas gracias por tu ayuda —dijo.

—Oh, no hace falta que me la agradezcas, amo... —replicó Hammen—. Te he ahorrado un montón de problemas. Las guerreras de Benalia son famosas por su habilidad a la hora de romper corazones masculinos. Para ellas es una especie de diversión deportiva, especialmente si el hombre pertenece a una casta distinta. Es una de sus maneras de obtener prestigio, ¿sabes? Además, esa chica es virgen y las vírgenes sólo dan dolores de cabeza. Siempre se enamoran del hombre que las libra del peso de esa preocupación, y luego le siguen a todas partes y le imploran amor con grititos quejumbrosos. Pensé que debía protegerte de todas esas calamidades.

—No necesito tu maldita protección.

—La necesitarás mientras estés aquí, Garth —replicó Hammen en voz baja y suave—. La gente de Benalia sólo trae problemas, créeme... Siempre se están metiendo en peleas y siempre están intentando escapar del ciclo de las castas, especialmente cuando son mujeres y se ven arrojadas al fondo del pozo. Las que son como Norreen están medio locas, y en comparación con las demás... Bueno, las que están medio locas están muy cuerdas comparadas con el resto.

»Bien, pasemos a otro asunto. Si te interesa, mi primo tiene unas cuantas mujeres exóticas y bastante hermosas en su posada, y yo podría conseguirte un poco de diversión que te saldría muy barata. Con tu dinero, apuesto a que incluso podríamos conseguir un par de chicas —siguió diciendo Hammen, observando a Garth con esperanzada lujuria—. Estoy seguro de que no te importará que alquile un agujerito para mirar mientras estamos allí, ¿verdad?

—Volvamos a la Casa —dijo secamente Garth, y Hammen le miró en silencio, visiblemente alicaído.

Cuando salió a la calle Garth miró a su alrededor como si estuviera esperando ver a alguien, y después se volvió hacia Hammen.

—Muchísimas gracias —murmuró con irritación.

—Serviros siempre es un gran placer para mí, amo —replicó Hammen con una risita ahogada, y después tiró de Garth apartándolo de la sombra de una mujer que estaba inmóvil al otro lado de la calle.

—Quiero saberlo todo sobre él —gruñó Zarel Ewine, Gran Maestre de la Arena.

Uriah Aswark, capitán de los luchadores del Gran Maestre, se inclinó temerosamente ante él, pues el Gran Maestre era famoso por su propensión a descargar su furia sobre quien tuviese más cerca durante los momentos de rabia, y estaba claro que Uriah se encontraba ante uno de aquellos momentos de rabia, pues la augusta presencia del Gran Maestre había sido humillada en público.

—Como deseéis, mi señor —murmuró Uriah.

—Recurre a nuestros contactos habituales en la ciudad y ve a las Casas, y paga las sumas de costumbre, pero después querré una relación detallada de cada moneda de plata que gastes... —El Gran Maestre hizo una pausa—. Y ya sabes lo que le ocurrió a tu predecesor por su negligencia en ese aspecto.

—Jamás se me ocurriría tratar de robaros, mi señor.

Zarel bajó la vista hacia su capitán y le lanzó una mirada despectiva.

—No, por supuesto que no... —dijo—. Porque si lo hicieras, y especialmente en este momento, creo que te arrojaría a la arena junto con los demás para entretenimiento del Caminante. Y ahora sal de aquí.

Uriah empezó a retroceder hacia la puerta de la habitación con la cabeza todavía inclinada en la postura de obediencia correcta y los ojos apartados del rostro del Gran Maestre.

—Uriah...

El capitán de los luchadores se quedó totalmente inmóvil.

—¿Sí, mi señor?

—Te hago personalmente responsable de todo esto. Quiero a ese hombre. Quiero saber quién es y qué anda tramando. Hay algo extraño en él... No sé qué es. Intenté sondearle, pero tenía el poder suficiente para bloquear mi sondeo. No pude llevármelo porque es miembro de una Casa, y eso significa que gozará de la protección de esa Casa mientras siga llevando sus colores.

Uriah alzó cautelosamente la mirada hacia el Gran Maestre, visiblemente sorprendido al oírle admitir que un mero hanin tenía el poder suficiente para bloquear el suyo. Los rasgos del Gran Maestre habían adquirido una expresión absorta y vagamente distante, como si estuviera perdido en un recuerdo borroso que era incapaz de distinguir con claridad.

—¿Quién es? —preguntó de repente Zarel.

Uriah se sobresaltó un poco al ver que el Gran Maestre le estaba mirando fijamente con el rostro lleno de duda.

—Lo averiguaré, Gran Maestre —se apresuró a asegurar.

—Hazlo. Prepara una expulsión para que deje de contar con la protección de la Casa y pueda ser mío. Me da igual cómo te las arregles para conseguirlo, y lo único que quiero es que lo hagas. Y hazlo bien, Uriah, porque... Bueno, estoy convencido de que no te gustaría demasiado convertirte en un entretenimiento más del Caminante cuando llegue, ¿verdad? He de proporcionarle el espectáculo habitual, y en ese tipo de fiestas siempre hay sitio para un invitado más. El tuerto o tú, ¿has entendido?

Uriah salió de la habitación, y no le avergonzó en lo más mínimo que los guardias apostados a ambos lados de la puerta pudieran ver que le temblaban las rodillas. El Caminante siempre anhelaba el poder que podía ser obtenido de las almas, y los enemigos del Gran Maestre solían proporcionarle esos banquetes..., junto con aquellos que habían fracasado en el cumplimiento de las misiones que el Gran Maestre les encomendaba.

Zarel contempló cómo el enano que había puesto al frente de sus luchadores salía de la habitación.

«¿Por qué debería preocuparme tanto ese luchador?», se preguntó. Algo había sido alertado por el mero hecho de su presencia en la ciudad, y Zarel sabía que ese tipo de percepciones casi siempre tenían una verdad oculta detrás de ellas.

¿Se había encontrado con él anteriormente?

Zarel rebuscó en su memoria. Aquel hombre era un luchador que controlaba el maná, por lo que su aspecto físico no era una pista demasiado fiable acerca de su edad. Podía tener los veinticinco años que aparentaba, o podía tener cien años e incluso más.

Acordarse de todos los que podían haber sido enemigos suyos a lo largo de cien años era una tarea casi imposible. ¿Sería alguien de antes, de cuando Kuthuman todavía era el Gran Maestre? En aquellos tiempos la lenta ascensión hacia el poder que había llevado a cabo como ayudante del Gran Maestre había dado como resultado más de un cadáver flotando en el puerto, por lo que estaba claro que había sido una época de muchos enemigos. Intentó concentrar sus pensamientos, y siguió buscando. Un tuerto. Sí, pero... ¿Cuánto tiempo llevaba siéndolo? Podía haber perdido ese ojo el año pasado, o muchos años antes. Un tuerto... Zarel había ayudado a sacar los ojos de muchos hombres y mujeres, pues ser ayudante del Gran Maestre hacía que tuviera a su cargo la administración de justicia. Ojos, manos, pies y cabezas... Sí, Zarel había hecho que muchas personas perdieran todas o algunas de esas partes de su cuerpo.

¿O había ocurrido posteriormente? Después de la caída de la Casa de Oor-tael, Kuthuman había obtenido el poder de un semidiós al convertirse en un Caminante, y había dejado a Zarel a cargo de aquel reino como recompensa por haber ayudado a que ello fuera posible. Miles de personas habían muerto durante los primeros días, en un arreglo de viejas cuentas pendientes que no había sido posible saldar mientras Kuthuman todavía caminaba por el mundo. Aquellas muertes habían tenido un doble objetivo, pues no sólo habían asegurado sólidamente su poder sino que también habían servido para eliminar la deslealtad. ¿Sería posible que el tuerto perteneciera a aquella época?

Zarel permaneció inmóvil y en silencio, cada vez más preocupado al ver que no había forma alguna de hallar la respuesta.

Y comprendió que tendría que ser encontrada, y que debía dar con ella antes de que empezara el Festival.

—Han estado haciendo averiguaciones sobre ti.

Garth asintió.

—Supongo que es el Gran Maestre de la Arena quien las ha ordenado, ¿verdad? —preguntó.

Tulan, Maestre de la Casa de Kestha, le contempló con expresión sorprendida.

—¿Acaso no resulta obvio, mi señor? —siguió diciendo Garth—. Le humillé en público, y vos tuvisteis el valor de respaldarme. Sé que el Gran Maestre y los Maestres de las Casas no se llevan nada bien, y que el Gran Maestre está buscando un medio de borrar la herida infligida a su honor. Debo suponer que se os ofreció un soborno para que me expulsarais de vuestra Casa.

Tulan se envaró ligeramente.

—Los Maestres de las Casas no aceptan sobornos —dijo.

—Por supuesto que no, mi señor —respondió Garth sin inmutarse.

—El mero hecho de llegar a sugerir la posible existencia de semejante motivación ya supone un deshonor para mí y para mi Casa.

—No era ésa mi intención, desde luego —replicó Garth con suavidad—. Sé que os negasteis, naturalmente, ya que ningún Maestre de Casa querrá jamás que se pueda llegar a pensar que es un títere de Zarel.

Tulan apuró su copa de hidromiel y después se limpió los dedos manchados de grasa en su túnica. La media docena de platos que tenía delante contenía los restos de su desayuno.

—Aunque, de hecho, las preguntas del capitán de sus luchadores fueron de lo más curiosas —dijo por fin.

—¿Como la de quién soy, por ejemplo?

—Exactamente —gruñó Tulan, y guardó silencio durante un momento para emitir un prolongado eructo que retumbó y gorgoteó en su garganta—. Te presentaste ante mí siendo un desconocido, un hanin... Te acepté porque demostraste poseer notables habilidades, no sólo ante el umbral de mi Casa, sino también cuando recuperaste el prestigio perdido por mi Casa derrotando a ese bravucón de la Casa Naranja que había vencido a mi hombre. Y después, y como guinda final, prácticamente le dijiste al Gran Maestre que se fuera a los demonios... Si no te hubiese acogido mientras permanecías inmóvil sobre las losas grises delante de mi Casa, habría perdido mi honor y mi prestigio —Tulan volvió a quedarse callado y le miró fijamente—. A primera vista, el hecho de que te enfrentaras a un hombre de la Casa de Fentesk tal como lo hiciste por una pequeña cuestión de honor podría parecerme perfectamente lógico y nada sospechoso, como también podría parecérmelo el que un hanin como tú venga a mi Casa buscando un empleo, y el que la confrontación que tuvo lugar después se desarrollara de la forma en que lo hizo...

—Pero pensándolo bien, también podría parecer que hay algo oculto en todo eso —replicó Garth con voz firme y tranquila.

—¡Sí, maldito seas! —dijo secamente Tulan—. Ayer todo me salió bien. Me burlé del Gran Maestre y de la Casa de Fentesk, y obtuve una ventaja en los juegos. Pero también me he ganado la enemistad del Gran Maestre por haberte dado cobijo. Así pues, ¿fue algo tan inocente como podría pensarse a primera vista?

—Por supuesto que sí, mi señor.

Tulan volvió a llenarse la copa, alzó la vista hacia Garth para contemplarle con expresión gélida y apuró la copa de un solo trago. —¿Quién eres?

—Era un hanin de las comarcas más remotas de Gish, mi señor, cerca del Mar Interminable y de las Tierras Verdes.

—¿Quién fue tu yolin, tu maestro adiestrador? ¿Cuál era su Casa y el origen de su maná, y qué contratos tenía?

—No he tenido ningún yolin, mi señor. Descubrí sin ayuda de nadie que poseía el poder de utilizar el maná. Practiqué mis habilidades en la soledad más absoluta, y fui adquiriendo mis hechizos y amuletos desafiando a otros hanin. Cuando por fin estuve preparado, vine aquí para unirme a una Casa. Mi combate con aquel luchador de la Casa Naranja no fue más que una buena forma de exhibir y demostrar mis habilidades, y también una pequeña venganza por esa humillación del pasado relacionada con la esposa y las hijas del Maestre de la Casa Naranja.

—¿Y esperas que me crea eso? —rugió Tulan.

Garth se inclinó ante él.

—Mentir a un Maestre se castiga con la expulsión —replicó sin apenas inmutarse—. Y dada la situación actual, si os mintiera sería un estúpido, pues sospecho que los agentes del Gran Maestre me están esperando. Ah, y me atrevo a afirmar que si saliese de esta Casa sin colores, caerían sobre mí al momento y que vos obtendríais una considerable suma en concepto de pago.

—¿Cómo te atreves a sugerir que aceptaría un dinero ganado de esa forma? —gruñó Tulan.

—Vamos, mi señor... Podéis utilizar esta aparatosa representación teatral delante de los iniciados del primer nivel, que se quedan boquiabiertos ante idealismos tan triviales. Cualquier persona que sea idealista en este mundo, o está loca o es idiota. Vos tenéis vuestras necesidades, y yo tengo las mías. Da la casualidad de que unas y otras coinciden, y el resultado es que vos salís ganando gracias a ello. Habéis conseguido humillar a alguien a quien odiáis, ayer vuestra Casa adquirió más prestigio, y creo que os conseguiré una victoria en el Festival.

Tulan guardó silencio sin apartar la mirada de Garth, y hubo un fugaz parpadeo de poder, un sondeo.

—¿Qué hay dentro de tu bolsa? —preguntó Tulan en voz baja—. ¿Qué artefactos, amuletos y hechizos controlas?

Garth dejó escapar una suave carcajada.

—Según la ley, ni siquiera el Maestre de una Casa puede hacerle esa pregunta a un luchador —replicó—. De hecho, ni el mismísimo Gran Maestre de la Arena puede hacerla.

Garth guardó silencio durante unos momentos antes de volver a hablar.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —siguió diciendo por fin—, pero debo añadir que el que un Maestre de Casa o, de hecho, cualquier miembro de una Casa desafíe a otro del mismo color a un combate, es algo que va contra todas las costumbres y tradiciones.

Tulan volvió a llenarse la copa y la contempló con expresión ensombrecida.

—Y si lo hicierais y me matarais —prosiguió Garth—, los otros Maestres pensarían que os habíais doblegado ante las exigencias del Gran Maestre.

—Así que me has pillado, ¿eh? —gruñó Tulan.

—Más bien al revés —replicó Garth sin inmutarse—. Recordad que ahora estoy con vuestra Casa. Soy un factor desconocido para el Festival. Deberíais obtener considerables sumas de dinero mediante las apuestas y con mis comisiones sobre los premios. Creo que las ganancias potenciales superarán con mucho a cualquier soborno que ese bastardo tacaño que ocupa el cargo de Gran Maestre pueda estar dispuesto a pagar para conseguir que se me traicione, mi señor.

Tulan vació su copa y volvió a eructar, esta vez no de manera tan estrepitosa como antes.

—Estás consiguiendo que empiece a tener dolor de cabeza, tuerto. O eres un genio de las intrigas, o no eres más que un estúpido lleno de inocencia.

—Podéis escoger la posibilidad que más os guste, mi señor, pero siempre saldréis beneficiado tal como os merecéis.

Tulan acabó asintiendo.

—Vete.

Garth le hizo una gran reverencia y fue hacia la puerta.

—Si decides salir, te sugiero que tengas los ojos bien abiertos —murmuró Tulan.

—Siempre lo hago, mi señor.

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