Arena

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Capítulo 6

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Capítulo 6

—¿Qué estás haciendo, amo? —siseó Hammen, con la voz a punto de quebrarse a causa del miedo.

—Cierra el pico y haz lo que yo te diga.

—¿Quieres decir que pretendes volver allí?

Hammen señaló nerviosamente el extremo del callejón.

—Exactamente —replicó Garth—. Y ahora, muévete.

—Esto es una locura.

—Hay muchas probabilidades de que todavía tengan a alguien vigilando el lugar por si eres lo suficientemente estúpido como para volver —le explicó Garth.

—Sólo un idiota haría eso, así que no me insultes.

—Podrías tener algún tesoro escondido allí. Saben que no tuviste tiempo suficiente para recuperarlo la primera vez, así que tal vez volverás allí dispuesto a correr el riesgo.

—Bueno, la verdad es que sí hay algunos tesoros escondidos... —replicó Hammen en voz baja.

—Estupendo. Entonces nos los llevaremos, y ahora muévete de una vez.

Hammen dejó escapar un chillido ahogado cuando la daga de Garth le pinchó levemente en el trasero e hizo que saliera al centro del callejón. Hammen giró sobre sí mismo como si se dispusiera a esconderse de nuevo, pero la mirada llena de furia que le lanzó Garth hizo que se quedara inmóvil.

—De acuerdo... Me rindo —murmuró mientras se frotaba el pinchazo.

—¿Puedo considerarlo como una declaración de intenciones oficial? —siseó Garth—. Porque en ese caso, debo comunicarte que ya te han visto. Ahora muévete o te dejaré aquí.

Hammen masculló una maldición ahogada y empezó a avanzar por el callejón, moviéndose sigilosamente a través de las sombras y saltando ágilmente sobre los montones de basura mientras intentaba convencerse de que los esbirros del Gran Maestre ya no estarían allí. Pero enseguida volvió a sentirse invadido por el mismo presentimiento de antes. El callejón estaba demasiado silencioso, y Hammen comprendió que no estaban solos.

Lo único que deseaba era echar a correr y dejar atrás el lugar que le había servido de escondite en el pasado, con la esperanza de que no le reconocerían y le dejarían pasar. Pero eso no podía ocurrir, por supuesto. Sabían quién era. Ya le habían visto en una ocasión, y le reconocerían al instante.

Llegó a la puerta y la abrió rápidamente, tal como le había ordenado Garth que hiciese. Después lanzó un nuevo juramento y entró, deslizándose velozmente hacia un lado de la puerta mientras cruzaba el umbral.

El golpe falló por muy poco, y el garrote pasó silbando a escasos centímetros de su rostro. Hammen gritó, retrocedió tambaleándose y buscó refugio debajo de una mesa. Rodó por debajo de ella, se irguió y se encontró tocando algo frío y rígido. Hammen reconoció enseguida a su viejo amigo Nahatkim porque el cuerpo no tenía piernas. Su mano se deslizó sobre el sitio en el que tendría que haber estado la cabeza, y sintió la pegajosa frialdad de la sangre coagulada.

Por lo menos la oscuridad total le daba una cierta ventaja. Hammen sintió que una mano se movía junto a él, y reaccionó con la velocidad del rayo agarrándola y mordiéndola con tal salvajismo que casi dejó sin un dedo al hombre. La mano retrocedió al instante, y un aullido de dolor hizo vibrar las paredes de la habitación. Hammen salió de debajo de la mesa y fue hacia el agujero de la parte de atrás de la habitación que daba acceso a las alcantarillas. «Que los demonios se lleven a Garth —pensó—. Yo me largo de aquí.»

Llegó al agujero y se zambulló de cabeza..., para encontrarse con un golpe de una fuerza terrible que estuvo a punto de dejarle sin sentido.

Sintió a través de una neblina de dolor y náuseas cómo unas manos le agarraban por detrás y tiraban de él hasta sacarle del agujero, mientras el hombre que había estado esperando dentro del acceso a la alcantarilla reía cruelmente y volvía a golpearle en la cara sólo para divertirse.

Hammen fue arrojado al suelo y alguien encendió una lámpara.

No podía ver con claridad, pero alzó la mirada y logró entrever dos rostros que le observaban sonriendo burlonamente. Llevaban prendas de cuero llenas de suciedad, pero Hammen enseguida comprendió que no estaba ante dos simples ladrones: eran guerreros del Gran Maestre, y sus rostros sonrosados y enérgicos de hombres bien alimentados flotaron delante de él mientras las risas llegaban a sus confusos oídos.

Uno de ellos se inclinó sobre Hammen, puso una mano ensangrentada ante sus ojos y volvió a cruzarle la cara.

—No le mates todavía —siseó el otro—. Quiero ocuparme de él cuando hayamos acabado.

—Cuando hayamos acabado, ¿eh? —dijo otra voz.

Sus párpados estaban empezando a hincharse, pero Hammen pudo ver cómo tres hombres más entraban en la habitación. Estaba claro que los tres eran luchadores capaces de utilizar la magia, y todos llevaban las túnicas polícromas del séquito del Gran Maestre.

Los tres hombres cruzaron la habitación lanzando miradas desdeñosas a su alrededor, y uno de ellos se tapó la nariz con un pañuelo perfumado.

—¿Es el mismo hombre? —preguntó después.

—Creo que sí —replicó el luchador del centro—. Venga, hacedle hablar... Averiguad dónde está el tuerto.

El guerrero de la mano ensangrentada ya había desenvainado la daga que colgaba de su cinturón, y la acercó al rostro de Hammen.

—¿Puedo empezar con los ojos? —murmuró con voz sibilante.

—Me da igual por donde empieces, con tal de que no le cortes la lengua y mientras no le mates.

Durante un momento Hammen no estuvo seguro de si el destello que invadió su campo visual significaba la llegada de la ceguera o si obedecía a otra causa. Un instante después oyó un estridente alarido y sintió el calor. Hubo más gritos y el calor empezó a hacerse cada vez más intenso, y un momento después fue seguido por una ráfaga de aire fresco.

Hammen recorrió la habitación con la mirada y lo vio todo borroso y como velado por una extraña calina. Necesitó un momento para comprender que se encontraba dentro de un círculo de protección mientras el resto de la habitación ardía, convertida en un infierno al rojo blanco. Sus cinco torturadores se tambaleaban de un lado a otro y aullaban mientras trataban de extinguir las llamas que envolvían sus cuerpos.

El escudo le protegía del calor, pero el hedor de la carne quemada se filtraba a través del hechizo. Hammen reprimió un acceso de náuseas. Los frenéticos movimientos de los cinco hombres fueron cesando poco a poco, y Hammen vio cómo se convertían en tensas bolas negras que hacían pensar en muñecas ennegrecidas. El fuego se apagó tan de repente como si un diluvio acabara de bañar la habitación, y Hammen vio cómo Garth emergía de la humareda con el gélido brillo de la furia ardiendo en su ojo.

El círculo de protección se desvaneció.

—¿Estás bien? —preguntó Garth.

—La verdad es que no, maldita sea... —replicó Hammen—. Creo que he perdido un diente.

—Tenía que asegurarme de que todos entraban en la habitación. Sabía que no te harían demasiado daño hasta entonces. Lo siento.

Garth puso las manos sobre las sienes de Hammen y el dolor se esfumó al instante. Hammen sintió como si estuviera flotando, pero la sensación desapareció enseguida. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Podía ver con claridad.

—¿Son los que te atacaron antes? —preguntó Garth.

—Creo que sí.

Garth asintió y recorrió la habitación con la mirada.

—Lamento que los cuerpos de tus amigos hayan tenido que acabar así —dijo—. Me temo que los he quemado.

—Bueno, supongo que a ellos ya les daba igual —replicó Hammen sin inmutarse—. Además, la pira también contenía unos cuantos chacales para que sean sus sirvientes en la tierra de los muertos, así que en realidad todo se ha hecho tal corno debía hacerse —Hammen guardó silencio durante un momento antes de seguir hablando—. Gracias, Garth.

—Me he limitado a seguir con mi plan.

—Creo que había algo más que eso —dijo Hammen.

Garth masculló una maldición ahogada y se puso en pie.

—¿Quieres recoger tus tesoros? —preguntó—. Bien, pues hazlo y luego será mejor que salgamos de aquí lo más deprisa posible... La bola de fuego les pilló por sorpresa, pero es muy espectacular y no creo que haya pasado desapercibida. Pronto llegarán otros esbirros del Gran Maestre, y quizá sean demasiados para mí.

Hammen pasó por encima de un cadáver calcinado y fue hasta la chimenea. Metió la mano dentro, apartó un ladrillo, cogió una pesada bolsa que había estado escondida dentro del hueco y se la puso debajo de la túnica. Después volvió a cruzar la habitación y se detuvo. Sacó la bolsa, la abrió, extrajo de ella cuatro monedas de oro y las arrojó rápidamente sobre los cuerpos de sus cuatro amigos.

—Para el barquero —le dijo a Garth, y por su tono casi parecía estar pidiendo disculpas.

—Salgamos de aquí. Alguien se acerca —replicó Garth.

Se apartó de la puerta y fue hacia la parte de atrás de la habitación. Hammen le siguió, deteniéndose un momento para escupir sobre el cadáver de un luchador, y después fue hacia el agujero con Garth detrás de él.

—Llévanos a la Casa Fentesk —dijo Garth.

—¿Por qué allí? —preguntó Hammen.

—¿Acaso supones que no habrán apostado vigilantes en los caminos que llevan a Ingkara? —replicó Garth. y Hammen emitió un gruñido de asentimiento.

Garth siguió a Hammen a través de la oscuridad estigia, tosiendo a causa de los vapores pestilentes, y soltó un chorro de maldiciones cuando el repugnante líquido de las alcantarillas llegó hasta el extremo de sus botas y empezó a meterse dentro para chapotear entre los dedos de sus pies.

—No puedo verte —murmuró.

—Pues entonces haz algo para que tengamos un poco de luz —replicó Hammen.

Garth desenvainó su daga y la alzó sobre su cabeza. Un instante después la hoja empezó a brillar emitiendo una suave claridad. Garth miró a su alrededor y sintió un escalofrío. Los muros de la alcantarilla rezumaban un líquido viscoso y maloliente. Pasaron junto a un angosto canal lateral, y los ecos de los sonidos y movimientos de las ratas brotaron de él cuando las alimañas se apresuraron a alejarse de la luz. Garth volvió la mirada hacia aquel angosto conducto y vio el brillo gélido de muchos ojillos. Hammen avanzaba deprisa y sin dar ninguna señal de vacilación o miedo desviándose primero en un sentido y luego en otro, y Garth se tambaleó detrás de él intentando no quedar rezagado. Los escalofríos que recorrían su cuerpo se fueron haciendo cada vez más intensos e incontenibles. Los muros parecían inclinarse sobre él como recuerdos pesadillescos en un sueño del que no podía despertar. Hammen se volvió hacia él y le miró.

—¿Garth?

Garth se sobresaltó y alzó la mirada, pero no dijo nada.

—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Hammen.

Garth le miró fijamente, cada vez más sorprendido, e intentó controlar los repentinos temblores que se adueñaban de su cuerpo. Mientras le miraba percibió algo extraño que parecía ocultarse en los ojos legañosos del viejo.

La pesadilla se fue acercando cada vez más, como si se dispusiera a consumir su alma. Garth retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared de la alcantarilla, y la luz de la daga que iluminaba su camino se debilitó hasta convertirse en un chisporroteo vacilante.

—¿Qué pasa, Garth?

—No lo sé... No lo sé.

Hammen fue hacia él, extendió el brazo y le agarró por la manga como si quisiera sostenerle.

—No, no me lleves allí... ¡Quiero volver! —gritó Garth.

Se debatió como si intentara soltarse de la mano de Hammen, pero sus movimientos eran tan torpes y vacilantes como si todas sus reservas de energía se hubieran disipado de repente.

—¡Garth!

Garth le miró fijamente. Su ojo parecía a punto de salir de la órbita.

—¡Quiero volver! —gritó.

Garth se envaró. Un jadeo ahogado escapó de sus labios, y durante un momento se dobló sobre sí mismo como si estuviese a punto de vomitar. Cuando volvió a alzar la mirada hacia Hammen, sus rasgos estaban tan tensos y pálidos como si estuviese saliendo de un sueño febril que se iba disipando poco a poco.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

Hammen guardó silencio durante un momento.

Garth apartó a Hammen, y la daga volvió a arder con la brillante claridad de antes.

—Sigamos —dijo Garth con voz enronquecida, mientras se frotaba el ojo como si quisiera borrar lo que acababa de ver y sentía la humedad de las lágrimas en su mano.

—¿Galin?

La voz de Hammen apenas había sido un murmullo.

Garth se volvió hacia él.

—¿Qué has dicho? —preguntó en voz baja.

Hammen guardó silencio, y acabó meneando la cabeza con expresión entristecida.

—Nada, amo, nada... —susurró—. Bien, justo delante de nosotros hay una salida de las alcantarillas que se encuentra detrás de la Casa de Fentesk.

Hammen se deslizó por un conducto tan estrecho que Garth tuvo que inclinarse y reptar sobre las manos y las rodillas. Su respiración se había convertido en una entrecortada serie de jadeos y gruñidos, y el sudor perlaba su rostro a pesar de que la alcantarilla estaba tan fría y húmeda como una tumba.

Hammen acabó deteniéndose y señaló hacia arriba. Garth se reunió con él, alzó la mirada y vio la reja sobre sus cabezas. Se puso en pie, la apartó con lenta cautela y echó un vistazo.

Después salió por el hueco, se inclinó y extendió los brazos, izando a Hammen y sacándole de la oscuridad.

—Bien, ¿dónde vamos ahora? —preguntó Hammen en cuanto estuvo fuera de la cloaca.

—Creo que de momento volver a la Casa Púrpura no sería muy buena idea —dijo Garth en voz baja.

Llevó a Hammen hacia las sombras que se acumulaban delante de la Casa de Fentesk. Se detuvo al lado de una pequeña fuente y se sacó las botas, las lavó y volvió a ponérselas. Después se echó agua sobre la túnica y los pantalones para eliminar la mugre de las alcantarillas. Hammen le contempló en silencio.

—Te siguieron la pista —dijo Garth por fin—. Alguien tuvo que entregar un informe, ¿no? Y después de nuestra pequeña venganza, nos buscarán con más encarnizamiento que nunca.

—Gracias, amo —murmuró Hammen.

—¿Por qué me das las gracias? —replicó Garth con tristeza—. De no haber sido por mí, tus amigos seguirían con vida.

—No podías saber lo que iba a ocurrir.

—Tendría que haberlo sabido.

—Aun así, te doy las gracias en nombre de las sombras de mis amigos.

—Cállate de una vez.

—¿Qué te ocurrió cuando estábamos allá abajo? —preguntó Hammen, y movió la cabeza señalando la reja de alcantarilla por la que acababan de emerger.

—Supongo que era algún hechizo —se apresuró a responder Garth—. Bien, salgamos de aquí.

—¿Dónde iremos?

—A la Casa de Fentesk. ¿A qué otro sitio podríamos ir?

—Oh, amo, maldita sea... Otra vez no.

Garth salió de las sombras sin hacer ningún caso de las palabras de Hammen y fue hacia la fachada del edificio.

—¡Exijo que abras la puerta y que nos permitas registrar el edificio!

Jimak pegó un ojo al ventanuco de la gruesa puerta principal de la Casa de Ingkara.

—Careces de autoridad para hacer algo semejante —replicó sin inmutarse.

Uriah alzó la mirada hacia la puerta. El luchador enano se irguió en una postura desafiante, y una débil claridad empezó a arremolinarse a su alrededor.

—Aquí dentro tengo ochenta y nueve luchadores —dijo Jimak con voz gélida—. Si intentas hacer algo, te garantizo que cuando hayan acabado contigo los trocitos de tu cuerpo lloverán sobre las calles de la ciudad durante tres días.

Uriah vaciló durante un instante y acabó mirando por encima de su hombro.

—Abre, Jimak.

El Maestre de Ingkara no pudo ocultar su sorpresa al enterarse de que el Gran Maestre en persona se hallaba al otro lado de la puerta. Había hecho caso omiso de la convocatoria para que acudiese a su palacio a medianoche, pero el hecho de que el Gran Maestre se rebajara hasta el extremo de venir a la Casa de Ingkara en la hora anterior a la primera campanada era sencillamente asombroso.

—No te abriré ni a ti ni a nadie más —replicó por fin—. Estás quebrantando todos los pactos hechos con las Casas al presentarte aquí y exigir que se te permita registrar el edificio.

—Ya sabes que mis luchadores me proporcionan la fuerza suficiente para tomar tu Casa, Jimak —dijo el Gran Maestre con voz gélida—. Están esperando mis órdenes al otro lado de la esquina, y derribarán esta puerta en cuanto las reciban.

Jimak ladeó la cabeza, escupió y volvió nuevamente la mirada hacia la puerta.

—Y después los luchadores de tres Casas asaltarán tu palacio antes de que amanezca —replicó—. Puede que nos odiemos los unos a los otros, pero siempre nos uniremos contra ti si intentas imponernos tu voluntad.

—¿Igual que ocurrió con la Casa Turquesa? —murmuró el Gran Maestre.

Jimak miró por encima de su hombro y acabó volviendo la cabeza hacia el Gran Maestre.

—Eso era distinto —dijo por fin—, y además los otros Maestres nunca se aliarían contigo para atacarme.

—Y esto también es distinto. Abre ahora mismo y entraré solo. Esperar delante de tu puerta supone una gran humillación para mí, y tengo intención de recuperar la dignidad perdida de una manera u otra. Abre de una vez, Jimak.

Jimak titubeó durante un momento, y acabó retrocediendo e inclinó la cabeza para indicar a dos de sus luchadores que quitaran la gruesa viga que bloqueaba la puerta. El Gran Maestre se deslizó por el hueco, y la puerta se cerró con un golpe seco detrás de él.

—Si no estoy fuera de aquí cuando suene la primera campanada, todo este edificio quedará convertido en una ruina humeante —dijo con altivez nada más entrar.

—¿Tanto temes por tu integridad? —preguntó Jimak en un tono levemente burlón.

—Sólo quería que supieras cuál es la situación. En cuanto a lo que temo, sé que en estos momentos existen razones más que suficientes para que todos nosotros sintamos miedo.

Jimak movió una mano indicando al Gran Maestre que le siguiera por el pasillo hasta su despacho, y cerró la puerta detrás de ellos en cuanto hubieron entrado.

—Bien, ¿de qué se trata? —preguntó.

—¿Por qué ignoraste mi llamada para que vinieras a comparecer ante mí? —replicó secamente el Gran Maestre.

—¿A medianoche? Hubiese hecho exactamente lo mismo aunque fuera el mismísimo Caminante quien me lo hubiera ordenado. Soy un Maestre de Casa, y nunca respondo a ese tipo de llamadas vengan de quien vengan.

—Bien, en ese caso te ruego que me disculpes por no haberte enviado un palanquín junto con una falange de mujeres medio desnudas para que fuesen arrojando flores a lo largo de tu camino, pero se trata de un asunto muy urgente.

—Ese tipo de seducciones carecen de significado para mí —replicó Jimak sin inmutarse—. Prueba a utilizarlas con Varnel. Creo que en su caso darían muy buen resultado.

El Gran Maestre se dejó caer en un sillón sin esperar a que Jimak le ofreciera la hospitalidad de su despacho.

—Escucha con atención lo que voy a decirte, Jimak: vivimos en una situación de equilibrio mutuo —murmuró—. Yo gobierno esta ciudad y esta tierra, pero mi poder se encuentra contrapesado no sólo por el de los príncipes de los reinos vecinos, sino también por el de las cuatro Casas de luchadores que pueden utilizar la magia. Ninguno de nosotros se encuentra por encima de los demás. Yo soy más fuerte que cualquier par de Casas juntas, y si os unierais contra mí... Bueno, entonces vosotros cuatro seríais más fuertes que yo. Todos conocemos el juego, y todos jugamos a él observando sus reglas. Vosotros estáis divididos por vuestras rivalidades mutuas, y yo me encargo de asegurar que esas rivalidades continúen existiendo. Las cosas son así porque así es como las creó el Eterno cuando el mundo era joven y el poder del maná acababa de aparecer en toda su frescura. Pero debemos pasar toda la vida aquí, y el Caminante sólo acude una vez al año para el Festival.

—¿Por qué me estás aburriendo con esta conferencia? —preguntó Jimak.

—Porque hay algo a lo que quiero llegar. Temo que un factor nuevo se haya introducido en este juego del que te hablaba, al igual que ocurrió hace veinte anos.

—¿Oor-tael? —preguntó Jimak en voz baja.

El Gran Maestre asintió.

—A quienes destruimos porque habían desafiado los deseos del Caminante —dijo.

—Por aquel entonces no era más que un Gran Maestre —replicó secamente Jimak—, así que deja de hablar de él con ese tono de reverencia. Quería atravesar el velo entre los mundos y, francamente, me importa un comino el que lo haya conseguido o no. Le entregué mi tributo de maná por la sencilla razón de que quería que saliera de mi vida para siempre, y me alegra muchísimo que se haya ido. El único problema es que te escogió a ti para que fueses el nuevo Gran Maestre.

—Y debería haberte escogido a ti, ¿verdad?

Los labios de Jimak se curvaron en una sonrisa helada.

—Ninguno de los cuatro Maestres de Casa habría tolerado semejante aumento de poder para un rival —siguió diciendo el Gran Maestre—. En cuanto al poder que me otorga mi puesto, Tulan es demasiado cobarde, Varnel está demasiado absorto en los placeres de la carne, y Kirlen... Bueno, ella sencillamente lo deseaba demasiado.

—Y los demás me odian demasiado, ¿no? —preguntó Jimak con irritación.

—Algo por el estilo —replicó Zarel sin inmutarse.

—Y el honor fue a parar a tus manos. El esbirro rastrero y cobarde obtuvo su recompensa.

Zarel se enfureció visiblemente.

—Hice mi trabajo a su servicio, y él me recompensó —dijo.

—Y consideras que tu manera de ejercer el cargo es preferible a la anterior, ¿eh? —replicó Jimak—. Por lo menos Kuthuman estaba tan absorto en su gran empresa que su gobierno no nos resultaba demasiado insoportable siempre que le siguiéramos la corriente. Pero tú... Tú has corrompido el Festival para tener contenta a la turba, que siempre quiere ver más y más sangre... El año pasado perdí a cuatro buenos luchadores en la arena y otros dos quedaron irreparablemente lisiados, con el resultado de que ahora sólo sirven para montar guardia ante la puerta de algún comerciante. ¿Cuántos combates a muerte ofrecerás este año para aumentar las apuestas?

—Necesito dinero. Es así de sencillo, Jimak, y el populacho siempre apuesta más monedas cuando hay sangre en juego que cuando no la hay. Además, tus luchadores también desean que el Festival sea así, tanto para vengarse de sus rivales como porque albergan la esperanza de obtener toda una bolsa en un combate en vez de tener que conformarse con un solo hechizo. Ese tipo de combates les permiten ganar en un momento aquello que de otra manera les hubiese exigido largos años de trabajo y estudios.

—¿Y para qué necesitas todo ese dinero? ¿Para comprar maná en el mercado negro? ¿Para sobornar príncipes a fin de obtener el maná de esos luchadores de mi Casa que siempre mueren debido a causas misteriosas mientras están cumpliendo algún contrato, y cuyas bolsas parecen haber desaparecido de manera igualmente misteriosa cuando intento averiguar qué ha sido de ellas, como ha estado ocurriendo con una frecuencia cada vez mayor durante los últimos tiempos? Deseas convertirte en un Caminante, ¿verdad?

Zarel sonrió.

—¿Y quién me sucedería en el caso de que eso llegara a ocurrir, Jimak? ¿Uriah, un enano jorobado? Nadie le seguiría. ¿Quién me sucedería entonces?

—Estás dando a entender que podría ser yo.

—¿Por qué no?

—E indudablemente ya habrás hecho esa oferta a los demás.

—No soy tan estúpido como para meterles ese tipo de ideas en la cabeza.

Jimak dejó escapar un bufido despectivo.

—Oh, pues claro que eres capaz de hacerles esa oferta... No creas que soy idiota, Zarel. Intentarás conseguir que nos enfrentemos los unos a los otros.

Zarel dejó escapar una risa helada.

—Podría hacerles esa oferta, pero... Bueno, ¿les estaría diciendo la verdad si se la hiciera? —replicó—. Ya te he explicado las razones por las que considero que no son dignos de ser tomados en consideración, pero tú sí lo eres.

Zarel guardó silencio durante unos momentos antes de volver a hablar.

—Si cooperas... —añadió por fin.

Jimak rió y meneó la cabeza, pero Zarel se dio cuenta de que sus palabras habían dado en el blanco que pretendían alcanzar. Jimak despreciaba a los otros tres Maestres, por lo que la mera idea de que pudieran llegar a estar por encima de él si alguna vez Zarel lograba llegar a penetrar el velo tenía que resultarle totalmente inconcebible. Suponiendo que Zarel pudiera conseguirlo sin que el Caminante se enterase de ello antes, naturalmente...

Jimak asintió como si se le acabara de proporcionar una información que debía ser creída. «Pero supongamos que... —pensó—. Bien, supongamos que pudiera traicionar a este hombre entregándole al Caminante justo antes de que diera el paso decisivo en su plan, o que pudiera provocar su caída... Entonces yo sería el nuevo Gran Maestre, pues Zarel tiene razón al afirmar que Uriah ni siquiera puede ser tomado en consideración para el puesto. Entonces, a mi vez, yo podría tratar de triunfar allí donde había fracasado Zarel.»

Zarel sonrió mientras contemplaba los rasgos de Jimak y percibía todo lo que estaba pasando por su mente.

—Has venido aquí por otras razones aparte de eso —acabó diciendo Jimak.

—He venido porque está ocurriendo algo muy raro relacionado con ese tuerto.

Jimak dejó escapar un resoplido y sonrió.

—Te ha creado muchos problemas, ¿verdad? —preguntó.

—Hay algo más que eso.

—He oído un rumor que afirmaba que tres de tus luchadores han tenido un mal encuentro, y que ahora parecen tres tostadas quemadas —dijo Jimak, y soltó una risita ahogada—. ¿Es eso lo que te ha traído hasta aquí?

El Gran Maestre volvió a enfurecerse.

—Ya conoces la ley —dijo secamente—. El que os matéis los unos a los otros en las calles fuera de la arena ya es un crimen lo suficientemente grave..., pero quien mata a mis luchadores comete un delito castigado con la pena capital.

—Pero de todas maneras eso es algo que ocurre cada año. Nuestros luchadores son impetuosos y temerarios, y resultan muy difíciles de controlar... Supongo que no esperarás que podamos controlar a más de trescientos luchadores durante los días anteriores al Festival, ¿verdad? Las muertes son algo inevitable. Las viejas rivalidades, los viejos agravios... No se puede luchar contra eso.

—Esto es algo distinto. Piensa en lo que está ocurriendo, Jimak... El caos sigue a este hombre vaya donde vaya.

Jimak se rió.

—Y los Marrones y los Grises están pagando las consecuencias de ese caos.

—Y después te tocará a ti.

Jimak no dijo nada.

—Su pista llevaba directamente hasta aquí —siguió diciendo Zarel—. Al principio sentí la tentación de asaltar esta Casa para dar con él, especialmente cuando me mentiste diciéndome que no se encontraba aquí.

—No te mentí —replicó Jimak sin inmutarse—. Estuve buscándole después de haber recibido tu llamada, aunque admito que lo hice para recompensarle; pero se ha esfumado.

El Gran Maestre asintió.

—Eso es lo que comprendí por fin, y ésa es la razón por la que este edificio no se halla envuelto en llamas —dijo—. ¿Es que no te das cuenta de que está haciendo que nos enfrentemos los unos con los otros y que está explotando nuestros odios mutuos en su beneficio? Lo que ha hecho es crear el escenario ideal para que tú y yo nos destrocemos mutuamente, yo por pensar que tú me estabas mintiendo sobre su paradero y tú por defender tu honor.

Jimak siguió en silencio.

—Bien, así que no está aquí —dijo el Gran Maestre, y su voz era un murmullo enronquecido.

Jimak asintió como si apenas le estuviera prestando atención y sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.

—Excelente —dijo Zarel.

El Gran Maestre se puso en pie.

Jimak alzó la mirada hacia él.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Que por qué? —replicó Zarel—. Bueno, no estoy seguro... Tengo mis sospechas, pero no estoy seguro de si se corresponden con la verdad y no quiero revelarlas hasta saberlo. Según las leyes de las Casas, si lleva los colores de una de ellas no puedo ponerle ni un dedo encima, ¿verdad? Sé que esta noche asesinó a tres de mis luchadores, pero no tengo testigos y, en consecuencia, carezco de pruebas. Cualquier Maestre puede resistirse a mis intentos de arrestarle. Pero quiero a ese hombre, y creo que debería añadir que el Caminante también quiere a Garth el Tuerto.

Jimak se removió nerviosamente en su asiento.

—¿Y cuál es la oferta? —preguntó por fin.

—Cinco mil monedas de oro, y nadie sabrá jamás que fuiste tú quien nos lo entregó.

—¿Le temes? —preguntó Jimak, y había una sombra de sarcasmo en su voz.

El Gran Maestre guardó silencio y acabó asintiendo con la cabeza.

Jimak inclinó la cabeza y pensó en el rubí que estaba guardado dentro de su caja fuerte, y sopesó cuidadosamente las dos cosas, tomándose su tiempo para compararlas y juzgarlas.

—Diez mil monedas de oro —dijo por fin.

El Gran Maestre sonrió.

—Debo suponer que su conversación giró alrededor de mi persona —dijo Garth en voz baja.

Varnel Buckara, Maestre de Fentesk, se desperezó lánguidamente y asintió mientras despedía al mensajero que había observado la visita nocturna del Gran Maestre.

—Sospecho que no tardará mucho en llegar otro mensajero con una oferta —acabó diciendo Varnel.

—¿Y?

—La respuesta que dé a esa pregunta dependerá de cuál sea la oferta.

—Podría ser lo bastante convincente por el momento, desde luego, pero... ¿Y el futuro? —replicó Garth.

—Explícate, tuerto.

—La oferta que se le habrá hecho a Jimak resulta fácil de adivinar, y por eso he dejado de estar a su servicio. Está dominado por su sed de oro, y esa clase de hombres siempre resulta muy fácil de sobornar. En cuanto a Tulan y Kestha, incluso ellos podrían llegar a ser sobornados ofreciéndoles un suministro interminable de algún vino o manjar exótico... En tu caso, he oído comentar que tu debilidad son las mujeres, ¿no?

Varnel dejó escapar una risita.

—Según algunas fuentes, tienes cincuenta mujeres dentro de esta Casa —siguió diciendo Garth.

—Oh, tengo más..., muchas más.

Garth sonrió.

—Bien, ¿qué puede ofrecerte entonces? —preguntó—. Solamente otra mujer.

—Siempre está el exotismo, ¿no? Cada mujer es distinta —replicó Varnel.

—Y todas son iguales. Además, el oro y la comida no hablan. Pero una mujer, y especialmente una que ha llegado a ti procedente de las manos del Gran Maestre...

—Me parece que tendrías que emplear el plural, ya que no bastaría con una.

—De acuerdo. ¿Cómo podrías confiar en ellas?

—La confianza no me interesa en lo más mínimo —replicó Varnel, y dejó escapar una risita helada—. Nunca he sido tan estúpido, y cualquier hombre que pueda llegar a semejantes extremos de idiotez debería ser ahogado como acto de misericordia.

—Con confianza o sin ella, tendrías en tu Casa a una mujer que ya habría pasado por las manos del Gran Maestre, y me atrevo a decir que no te gustaría mucho tener que aprovechar sus sobras.

—Vírgenes, mi buen amigo, vírgenes...

—También hay formas de utilizar a las vírgenes —replicó Garth—. Además, nunca sabrías bajo qué encantamiento podían hallarse. Un alfiler para el pelo hundido en la base de tu cráneo mientras estás absorto en tu éxtasis; una espía introducida en tu Casa para que transmita información al Gran Maestre, tal vez incluso para que difunda algún rumor hábilmente concebido que sería esparcido entre tus otras mujeres para conseguir que se volviesen contra ti... Más de cincuenta mujeres ya resultan difíciles de manejar incluso en las mejores circunstancias imaginables, ¿no?

Varnel dejó escapar un gruñido ahogado, y una sombra de preocupación nubló su rostro durante un momento mientras Garth sonreía.

—¿Tienes una oferta mejor que hacerme? —acabó preguntando.

—No me dedico al comercio de mujeres —replicó Garth con sequedad, y la indignación que sentía resultó evidente en su tono—. Pero tengo un excelente instinto comercial para ganar dinero.

—Lo cual me recuerda que mataste a uno de mis hombres —dijo Varnel con voz enronquecida.

—Si era lo bastante estúpido para dejarse matar de esa forma en una pelea callejera, no valía gran cosa. Tu honor quedaría más que restaurado haciendo que yo llevase tus colores. El dinero no significa nada para ti, pero lo que ganaré para tu Casa en la arena puede comprar muchos placeres..., y tal vez debería añadir que se trataría de unos placeres que no estarían manchados por las manos del Gran Maestre.

Varnel asintió lentamente y alzó la mirada hacia Garth.

—Pero traicionaste a Tulan y a Jimak —dijo—. ¿Voy a ser el siguiente en tu lista?

—Tulan es un cerdo, y Jimak está dominado por la codicia —replicó Garth—. Teniendo en cuenta lo mal que nos llevamos el Gran Maestre y yo, creo que aquí al menos estaría protegido por un color que no me vendería.

—Puedes llevar el Naranja.

—Gracias, mi señor.

—Y si me traicionas, te prometo que cuando haya terminado contigo la muerte será una liberación muy placentera.

—Por supuesto, mi señor.

Garth le hizo una gran reverencia y se retiró. Antes de que la puerta se cerrara delante de él, tuvo un fugaz atisbo de varias siluetas desnudas que entraban en la habitación por un acceso oculto, y pudo oír el gruñido de nerviosa expectación que surgió de los labios de Varnel cuando la puerta se cerró por fin para ocultar sus placeres secretos.

—Creo que esto no ha sido nada prudente, amo.

Garth no dijo nada, y Hammen se puso a su lado.

—Te has cambiado de ropa, pero está claro que no te has lavado —dijo por fin.

—Un baño al año, tanto si lo necesita como si no, es más que suficiente para cualquier hombre.

Garth no paró de lanzar miradas recelosas a su alrededor mientras iban por el pasillo que llevaba a los cuarteles de la Casa. Acababa de sonar la segunda campanada, y los luchadores estaban empezando a despertar.

Garth podía oír los susurros que iban siguiéndole mientras avanzaba. Se detuvo para preguntar el camino que debían seguir a un guardia, y después bajaron por un largo tramo de escalones y permitieron que su nariz les fuese guiando hasta la sala de banquetes.

Los luchadores y las luchadoras ya estaban empezando a reunirse alrededor de algunas mesas. Garth fue hasta una mesa de un rincón, y movió una mano indicando a Hammen que le siguiese.

—No veo a ningún sirviente comiendo aquí, amo.

—Pues vas a comer aquí, Hammen. Y ahora, ve a traerme un poco de carne.

Garth se sentó sobre un escabel y se echó hacia atrás hasta que hubo apoyado la espalda en la fría piedra del muro. Hammen volvió un instante después trayendo consigo dos platos llenos de rodajas de cerdo asado y dos enormes copas de vino.

Garth desenvainó su daga, cogió una rodaja de cerdo y empezó a masticarla lentamente mientras recorría la sala con la mirada.

Los luchadores seguían entrando, y todos se volvían para mirarle al hacerlo. Un zumbido de conversaciones susurradas no tardó en llenar la sala.

—Creo que va a haber problemas —dijo Hammen en voz baja.

—¿Estás preocupado?

—Después de todos los líos en los que me has metido hasta ahora... Sí, la verdad es que estoy un poco preocupado. Toda la Casa está aquí, Garth.

—Cómete la carne y no hables.

Garth cortó otro trozo de cerdo y siguió masticando. La comida no era tan buena como en la Casa de Kestha. La obsesión culinaria de Tulan también se reflejaba en lo que comían sus luchadores, pero aun así la comida de la Casa Naranja era muy superior a la que había mantenido con vida a Garth durante los últimos años.

Comió en silencio sin dejar de observar ni un instante a los hombres y mujeres que se suponía habían pasado a ser sus camaradas. Uno de ellos acabó levantándose de su mesa, y su escabel cayó al suelo con un estrépito considerable. La sala quedó sumida en el silencio. El luchador se puso bien la bolsa y fue hacia Garth.

—Amo...

—Silencio.

El luchador se detuvo junto a la mesa de Garth y Hammen, y unos cuantos luchadores más que habían estado sentados con él se levantaron y le siguieron.

—Sólo los luchadores pueden comer aquí —gruñó—. Los sirvientes y la escoria comen en el sótano.

Hammen se removió nerviosamente en su asiento como si se dispusiera a levantarse.

—Siéntate, Hammen —ordenó Garth.

Hammen le miró.

—Oh, no... Otra vez no —murmuró.

—Me gusta disfrutar de su compañía —dijo Garth.

Cortó otro trozo de carne y se puso a masticarlo como si la conversación hubiera terminado.

—¡Sal de aquí ahora mismo, basura! —rugió el hombre, y agarró a Hammen por el cuello de la túnica y empezó a tirar de él para levantarlo de su asiento.

Garth alzó la mirada y el hombre soltó a Hammen y dejó escapar un aullido de dolor mientras lo hacía.

—¡Nada de magia! —gritó alguien.

Una mujer alta de rostro anguloso y abundante melena pelirroja fue rápidamente hacia ellos, y los otros luchadores retrocedieron un poco y se apartaron para dejarla pasar. Garth la miró fijamente, y comprendió que se encontraba ante una luchadora de noveno o décimo nivel que tenía una considerable autoridad sobre los otros luchadores.

—Nada de magia dentro de esta Casa contra los que llevan tu color —dijo la mujer con visible irritación.

Garth clavó la mirada en su rostro.

—Pues entonces dile que mantenga las manos alejadas de mi sirviente —replicó.

La mujer permaneció en silencio con las manos apoyadas en las caderas.

—Te tienes por un gran luchador, ¿verdad, tuerto? —preguntó por fin.

—Bueno, de momento voy tirando.

—Si quieres formar parte de esta Casa y no tener problemas, tendrás que vivir según sus reglas. Nadie usa la magia contra alguien de tu color salvo en los entrenamientos.

—Y todos deben respetar mis derechos sobre mi bolsa y mis propiedades. Este hombre es de mi propiedad.

Hammen dejó escapar un resoplido despectivo y fulminó a Garth con una mirada llena de malevolencia.

—¡Es el que mató a Okmark en ese combate callejero! —gritó alguien desde el fondo de la sala.

—Okmark cometió una estupidez al desafiar a un hanin sobre el que no sabía nada, y el desafío de muerte fue lanzado por él, no por mí —replicó secamente Garth—. Además, Okmark era una continua fuente de vergüenza para la Casa de Fentesk.

Un murmullo de irritación recorrió la sala.

—Creo que necesito salir a dar un paseo —susurró Hammen, y empezó a levantarse.

—No te muevas de donde estás —le ordenó Garth, y Hammen se quedó totalmente inmóvil.

—He oído contar que venciste a Naru —dijo la mujer.

—Sí.

—¿Crees que puedes vencerme?

Garth alzó la mirada hacia ella y sonrió.

—¿Quieres que lo averigüemos? —preguntó con dulzura.

La mujer se inclinó ante él en una burlona reverencia, y extendió las dos manos hacia adelante en el gesto ritual del luchador que acepta un desafío.

La mujer salió de la sala con Garth detrás. Los otros luchadores se apresuraron a seguirles entre un estrépito de taburetes que caían al suelo y gritos de excitación. La mujer subió por el tramo de escalones que llevaba a la sala, giró a la izquierda y fue por un pasillo cuyas paredes estaban recubiertas por paneles de una hermosa madera oscura e iluminadas por vidrieras de colores incrustadas en el techo que los bañaban con todos los matices del arco iris. Llegó al final del pasillo y abrió de par en par las dos hojas de la puerta de una habitación circular que tendría unos veinticinco metros de diámetro, con filas de bancos pegados a las paredes que no tardaron en ser ocupados por los otros luchadores de la casa. La arena contenía media docena de luchadores que estaban llevando a cabo sus ejercicios matinales de práctica con la daga, la lanza y los dardos para lanzar. Al otro extremo de la habitación había varias parejas de luchadores que estaban practicando sus hechizos, y uno de ellos se esforzaba para usar un equipo de trasgos contra los guerreros enanos de su oponente.

—Despejad la arena —ordenó la mujer.

Los luchadores que se estaban entrenando alzaron la mirada hacia ella, y un instante después sus esbirros mágicos desaparecieron entre una humareda y los luchadores se apresuraron a salir de la arena.

La mujer entró en el círculo.

—Tienes que observar las reglas de la Casa: nada de fuego, nada de criaturas que transmitan enfermedades y ningún hechizo que pueda quedar fuera de control o causar daños en la Casa —dijo.

—Antes de empezar, me gustaría saber una cosa acerca de esta competición... ¿Es una mera competición de habilidad, una apuesta de hechizo o un combate a muerte? —preguntó Garth, y su tono parecía indicar que le daba igual lo que fuese.

—Ya conoces la respuesta a esa pregunta —replicó secamente la mujer—. A menos que contemos con el permiso del Maestre, sólo puede tratarse de una competición de habilidad.

—Bien, ¿y cuentas con el permiso del Maestre?

La mujer sonrió con dulzura.

—Todavía no —replicó.

—Bien, pues entonces que sea una competición de habilidad —dijo Garth.

Garth entró en el cuadrado neutral del extremo más alejado de la arena mientras su oponente entraba en el suyo.

Después esperó hasta que otro luchador dio un paso hacia adelante para actuar como maestre del círculo y alzó las manos.

Los dos se inclinaron ante él y después el uno ante el otro, y a continuación volvieron a inclinarse ante el maestre del círculo. Éste dio tres palmadas, y retrocedió de un salto a la tercera. La mujer saltó a la zona de combate moviéndose con la agilidad de una pantera, y apenas lo hizo Garth se tambaleó bajo el impacto de una descarga psiónica que le dejó sin fuerzas. Retrocedió con paso vacilante, sabiendo que el hechizo era tan poderoso que también causaría daños a su oponente, aunque los sufridos por él siempre serían mucho más graves.

Un grito aprobador lleno de respeto impresionado surgió de las bocas de los espectadores ante la audacia del ataque.

Garth por fin logró mover las manos y alzó una barrera de protección para bloquear el ataque, con lo que concedía la ofensiva a su adversaria. Unos instantes después la mujer ya había acumulado más maná, y una pequeña hueste de trasgos se materializó en el centro de la arena y varios lobos aparecieron a ambos lados de la mujer. Tanto los lobos como los trasgos se lanzaron sobre Garth.

Una sombra helada llenó la parte central de la arena, y hubo un potente vendaval y un trompeteo ensordecedor.

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