Arena

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Capítulo 11

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Capítulo 11

Zarel Ewine, Gran Maestre de la Arena, contempló a la multitud aullante que llenaba el inmenso estadio.

—Hay momentos en los que deseo que tuvierais un solo cuello —gruñó, dejando de emplear el poder de hablar a distancia para que sus verdaderos pensamientos no pudieran ser oídos.

El círculo de monjes alzó el brasero y desapareció con él por el túnel, mientras una docena de monjes con los rostros cubiertos por capuchones se quedaba en la arena y permanecía respetuosamente inmóvil a la izquierda de la colosal plataforma de Zarel. Los cuatro Maestres de Casa se fueron aproximando desde los confines de la arena, esta vez desplazándose a pie, pues la única magia permitida dentro del recinto del gran círculo de los combates era aquella utilizada por los luchadores que se enfrentaban en competición y la del propio Gran Maestre. Detrás de cada Maestre avanzaban cuatro guerreros que transportaban una pesada urna de oro que contenía discos de oro con los nombres de los luchadores de las Casas grabados en ellos. Zarel esperó, cada vez más irritado por los salvajes aullidos de la multitud y lo que sospechaba era una lentitud deliberada por parte de Kirlen, que avanzaba con paso cojeante y se apoyaba aparatosamente en su báculo. Los cuatro Maestres acabaron deteniéndose delante de la plataforma con ruedas, y Zarel por fin pudo bajar del trono acompañado por una fanfarria de trompetas y un redoble de tambores.

Al pie del trono había un círculo ceremonial de elección, una gruesa lámina de oro puro de cinco metros de anchura que había sido colocada sobre el suelo apisonado del estadio. Los monjes continuaban inmóviles y en silencio a un lado del círculo con las capuchas ocultándoles los rostros, y permanecieron impasibles mientras se colocaba ante ellos una mesa adornada con incrustaciones de plata. Zarel entró en el círculo, y los cuatro Maestres de Casa le siguieron mientras los sirvientes se acercaban con las urnas y las dejaban encima de la mesa.

Zarel contempló a los cuatro Maestres, y su gélida mirada acabó posándose en Kirlen.

—¿Está su nombre dentro de tu urna? —preguntó por fin.

—¿A quién te refieres? —replicó Kirlen.

Su voz estaba impregnada por un sarcasmo helado.

—¡Ya sabes de quién estoy hablando, maldita seas!

—Forma parte de mi Casa por el derecho de mi elección, y no puedes interferir en ello.

—Es un criminal que debe ser juzgado y sentenciado.

—Era un criminal que debía ser juzgado y sentenciado —replicó secamente Kirlen—. ¿O es que has olvidado las reglas? Ningún luchador puede ser arrestado durante el Festival o sacado de su Casa en ningún momento.

La mirada de Kirlen recorrió los rostros de los Maestres en busca de apoyo a sus palabras.

—Es peligroso —dijo Jimak, de la Casa Púrpura—. Tendrías que haberle matado.

—Dices eso únicamente porque no lleva tus colores. Además, estuvo en tu Casa y te habría encantado poder traicionarle, entregándole a Zarel a cambio de una recompensa..., que sospecho no habría sido más que otra de esas baratijas doradas que tanto te gustan.

—No hice tal cosa.

—Nos ha traicionado a todos —intervino Tulan.

—Por supuesto que sí —replicó Kirlen, y dejó escapar una risita helada—. Pero ahora está en mi Casa y luchará por mí, y ganará. Creo que estás furioso porque será el Caminante quien acabe disponiendo de él y no tú, Zarel. Deja que sea él quien decida qué hay que hacer con el tuerto.

—Era mío, y tú te lo has llevado empleando la seducción y las malas artes —dijo secamente Varnel de Fentesk, y contempló a Kirlen con los ojos llenos de irritación—. Eso supone una violación de las reglas.

—Oh, qué pena —replicó sarcásticamente Kirlen—. Anda, ve a verle y pídele que sea buen chico y que vuelva contigo...

—¡Callad de una vez! —ordenó Zarel.

—¿Cómo osas...? —siseó Kirlen—. Puede que seas el Gran Maestre de la Arena, pero juntos tenemos más poder que tú.

—Intentadlo —replicó Zarel con ferocidad—. Vamos, ¿por qué no lo intentáis? Sin mí y sin la arena, no seríais nada.

—Creo que es más bien al revés —dijo Kirlen—. Ni siquiera eres capaz de controlar a un hanin... Eres patético y ridículo, y no mereces gobernar.

Zarel la fulminó con la mirada, y un instante después se dio cuenta de que la multitud se había sumido en un silencio tan extraño como repentino.

El aire había quedado electrizado por una nueva tensión, como si los espectadores hubieran percibido de alguna manera inexplicable que algo andaba mal dentro del círculo dorado.

—Me acordaré de lo que habéis dicho después de que esto haya terminado.

—Espero que no lo olvides —replicó Kirlen sin inmutarse.

Zarel dio la espalda a los cuatro Maestres mientras hacía un terrible esfuerzo de voluntad para controlar su rabia y movió una mano en una seña dirigida a los monjes, que habían permanecido inmóviles y en silencio durante todo aquel tiempo, indicando que ya podían ser llevados hasta allí. Los ayudantes fueron hacia los monjes mientras otro grupo de sirvientes desenrollaba un tubo muy largo de una extraña sustancia negra en un extremo del cual había un embudo en forma de campana mientras que el otro desaparecía dentro del túnel de acceso a la arena.

Cuatro monjes fueron llevados hasta las urnas. Sus capuchones fueron bajados para revelar que los cuatro hombres eran ciegos y que les habían cerrado las orejas cosiendo los pabellones con gruesas puntadas de hilo. Eran los Seleccionadores del Combate, uno de los cargos más honrados y respetados que existían en la ciudad. A cambio de conferirles ese inmenso honor, les habían sacado los ojos y les habían cerrado las orejas para que no pudiesen ver lo que hacían o escuchar un murmullo de estímulo que hubiese dirigido sus manos hacia un punto determinado de las urnas que contenían los nombres de los luchadores.

Una fanfarria de clarines atronó el aire, y la arena volvió a quedar sumida en un silencio tan profundo que resultaba casi sobrenatural. Cada monje metió las manos en una urna y extrajo de ella un disco de oro sobre el que estaba escrito el nombre de un luchador de una de las cuatro Casas. Después introdujeron los discos en una bolsa de cuero negro que fue colocada a un extremo de la mesa. Un quinto monje ciego y sordo metió la mano en la bolsa, sacó dos discos y los puso a su izquierda. Después sacó los dos discos restantes y los puso a su derecha.

Un monje que no había renunciado a su sentido de la vista avanzó y cogió el embudo unido al tubo que serpenteaba hasta perderse dentro del túnel de acceso. Bajó la mirada hacia los dos primeros discos, con otros dos monjes inmóviles junto a él actuando como testigos.

—Haglin de Fentesk —anunció hablando por el embudo—, contra Erwina de Bolk, círculo uno.

Sus palabras fueron transportadas a lo largo de doscientos metros de tubo hasta que llegaron a los hombres y muchachos que manejaban un enorme tablero colocado en la cima de la parte oeste de la arena. La multitud guardaba silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia el tablero. Unos segundos después, una docena de muchachos trepó velozmente por la estructura del tablero transportando letras y símbolos que formaban los nombres de los dos primeros aspirantes, sus códigos personales, los colores de su Casa y el círculo asignado para celebrar el combate.

—Lorrin de Kestha contra Naru de Bolk, círculo dos.

Los discos dorados fueron apartados, y sus asistentes llevaron a los monjes ciegos y sordos hasta las urnas para que extrajeran de ellas cuatro discos más, que después fueron divididos por el monje que ejercía la decisión final sobre los enfrentamientos.

—Alitar de Fentesk contra Olga de Bolk, círculo tres.

Docenas de muchachos se desparramaron sobre el tablero, y el primer combate acabó de quedar anunciado. Un salvaje clamor histérico formado por gritos y vítores hizo vibrar la arena, y por un momento pareció como si toda la zona de espectadores quedase enterrada bajo una ventisca de papel cuando la multitud que no paraba de aullar desplegó sus hojas de apuestas para echar un vistazo a los historiales de los luchadores y calcular sus posibilidades. Después la multitud volvió la mirada hacia el tablero, y aguardó en un silencio expectante mientras el encargado oficial de los números decidía qué apuestas se iban a ofrecer. Los números aparecieron por fin: tres a uno en favor de Erwina de Bolk contra Haglin de Fentesk.

La multitud reaccionó de la manera habitual, y lanzó gritos despectivos contra unas apuestas que, como siempre, estaban calculadas a favor del Gran Maestre. Al inicio de cada una de las escaleras que bajaban hacia la arena había cobertizos de apuestas que ya habían abierto sus puertas y estaban preparados para empezar a funcionar, y los espectadores se levantaron de sus asientos por enjambres de decenas de millares para acudir a ellos mientras decenas de millares más hacían sus apuestas privadas en los graderíos. Esas apuestas eran ilegales, naturalmente, ya que sólo estaban permitidas las apuestas reguladas por el Gran Maestre, y había centenares de agentes suyos que se escondían entre la multitud, preparados para arrestar a quien intentara organizar su propio negocio de apuestas particular. El proceso de selección de los primeros veinticinco enfrentamientos siguió desarrollándose poco a poco. Los porcentajes aparecían en el tablero, la multitud rugía su desaprobación ante algunas de las apuestas ofrecidas, y después corría a apostar sus monedas de cobre, plata y oro por los luchadores a los que consideraban como ganadores seguros. También se practicaron los primeros arrestos, y estallaron varias peleas cuando los agentes del Gran Maestre intentaron llevarse a algunos apostadores ilegales, con el resultado de que los guerreros tuvieron que abrirse paso a través de los pasillos y bancos mientras hacían subir y bajar sus garrotes para crearse un camino.

La primera ronda de veinticinco combates quedó decidida por fin, y Zarel dio la espalda a los cuatro Maestres sin decir una palabra, despidiéndolos como si fuesen meros sirvientes. Kirlen giró sobre sí misma para salir del círculo pero antes escupió aparatosamente en el suelo, lo cual hizo que una ondulación de alaridos de aprobación brotara de la multitud, especialmente del sector de la arena dominado por los seguidores de la Casa Marrón.

La anciana se detuvo, miró a su alrededor y dejó escapar una risita de puro deleite ante los gritos de aprobación. Después chasqueó los dedos ignorando la prohibición de utilizar la magia salvo para combatir, y un círculo de fuego surgió de la nada y empezó a girar a su alrededor. Kirlen subió por los aires y volvió flotando a su sección. Los otros Maestres de Casa imitaron su acción, y el desafío colectivo hizo que toda la arena prorrumpiese en gritos de alegría y placer.

Kirlen llegó a la zona en la que estaban sentados sus luchadores, descendió lentamente hasta el suelo y atravesó sus filas con paso decidido y desafiante, y subió a su trono protegido por un dosel después de haber mirado a Garth mientras se abría paso a través de los luchadores.

—Quiere tu cabeza —le dijo, y se rió.

Garth asintió sin decir nada, y después volvió la mirada hacia el tablero de anuncios justo a tiempo de ver cómo se colocaban los nombres de los luchadores que librarían el último de los veinticinco combates.

—No estás en la primera ronda, amo —anunció Hammen.

—Me alegro, porque todavía tengo un espantoso dolor de cabeza.

—Te dije que no salieras del baño de agua helada hasta que se te hubiera pasado.

—Vuelve a hacer eso y te mataré. Odio el frío.

Hammen deslizó la mano debajo de su túnica y extrajo una botellita.

—Todavía tardarás un rato en luchar, y puede que una pequeña dosis del cruel flagelo de la bebida ayude a curarte sus heridas —replicó, y le ofreció la botellita.

Garth la aceptó haciendo caso omiso de la mirada de desaprobación que le lanzó Naru, que estaba sentado junto a él, y tomó un largo trago. El líquido llameante bajó por su garganta y fue extendiendo su potente calor por lodo su cuerpo, y un instante después sintió cómo el dolor empezaba a disiparse.

Hubo otro floreo de trompetazos para indicar que se iba aproximando el momento de hacer las apuestas, y Hammen miró a su alrededor con visible nerviosismo.

—Ese bastardo se vuelve un poco más avaricioso a cada año que pasa —dijo—. Hacer una buena apuesta se ha vuelto prácticamente imposible... Está llevando demasiado lejos su codicia, y todos sabemos que juega sobre seguro apostando por los ganadores que ha elegido su gente. Añade el porcentaje del diez por ciento que se lleva de cada apuesta, y el resultado es que gana una fortuna con cada combate.

Garth sonrió y no dijo nada. La segunda trompeta sonó y el último frenesí de apuestas se desarrolló a toda velocidad. Los que estaban al final de las colas empujaban y daban codazos en un salvaje intento de llegar a los cobertizos donde los apostadores no daban abasto entregando pequeñas fichas de madera recortadas de antemano, que servían como resguardo y confirmación de la apuesta hecha, a cambio de las toneladas de monedas que eran depositadas en sus cajones giratorios.

Cada ficha estaba numerada para indicar sobre qué círculo do combate se había hecho la apuesta, y se le había practicado una muesca que mostraba si la apuesta había sido hecha a favor o en contra del favorito. El tamaño, forma y color de las fichas a utilizar en los combates era un secreto celosamente protegido para evitar la falsificación de fichas. Las fichas eran retiradas de la circulación después de ser utilizadas para una ronda, y podían transcurrir años antes de que volvieran a ser empleadas.

Las trompetas sonaron por tercera vez y los luchadores elegidos para los combates de la primera ronda se pusieron en pie. Naru se levantó y se estiró perezosamente.

—Ella ser fácil de vencer —anunció en un tono casi de aburrimiento—. Vuelvo enseguida.

La multitud estalló en vítores y aclamaciones histéricas cuando Naru avanzó majestuosamente por el pasillo y salió al suelo de la arena, donde no tardaron en unírsele los otros luchadores de la Casa Marrón. Hammen estaba tan excitado que no pudo contenerse por más tiempo, y se subió a un asiento para poder ver mejor los combates.

—¡Maldición! Prefiero los graderíos... Se ve mucho mejor desde allí—se quejó, bajando la mirada hacia Garth como si éste debiera procurarles asientos entre la multitud.

Naru fue hacia el círculo de combate que se le había asignado, que se encontraba a unos cien metros de ellos, y el rugido de la multitud se hizo todavía más ensordecedor. Los luchadores de las otras tres Casas ya estaban avanzando por la arena en dirección a sus círculos respectivos, y el populacho cantaba y gritaba. Los luchadores llegaron a los círculos y entraron en los cuadrados neutrales, y sus sirvientes se apresuraron a quitarles las capas.

Algunos luchadores llevaron a cabo una rápida serie de ejercicios de precalentamiento físico, estirándose y haciendo flexiones; otros permanecieron inmóviles e impasibles; y otros se arrodillaron e inclinaron la cabeza mientras concentraban sus pensamientos. Un luchador del Gran Maestre fue hacia cada círculo para actuar como árbitro.

Las trompetas hicieron sonar su estridente llamada, advirtiendo una vez más a los luchadores y a la multitud de que los combates estaban a punto de empezar, y el rugir de la multitud se fue acallando rápidamente. Zarel se puso en pie y extendió los brazos delante de su trono. Su voz volvió a resonar nítidamente por toda la arena.

—En honor del Caminante...

Los luchadores de los círculos se volvieron hacia el trono del Gran Maestre y alzaron los brazos en señal de saludo.

—Los hechizos deben quedar limitados a los círculos —siguió diciendo Zarel—. Todos los combates del primer día se libran por la posesión de un hechizo, a menos que ambos luchadores declaren que se trata de un combate a muerte por agravio personal.

Hubo un momento de silencio mientras los árbitros de cada círculo se volvían hacia los dos luchadores a los que tenían bajo su supervisión para preguntarles qué clase de combate librarían.

—Farnin de Bolk y Petrakov de Fentesk lucharán a muerte en el círculo siete —predijo Hammen—. El año pasado Petrakov mató a la amante de Farnin, y el populacho lleva mucho tiempo esperando ver este enfrentamiento.

Tres banderas rojas subieron por otros tantos de los postes que se alzaban junto a cada círculo, y una de ellas estaba en el séptimo círculo. Un frenesí de gritos y aclamaciones hizo temblar toda la arena.

—Petrakov es hombre muerto —anunció Hammen con visible deleite.

Zarel alzó los brazos hacia el cielo.

—¡Preparaos!

Los luchadores de los círculos salieron de sus cuadrados neutrales y fueron hacia la arena.

Se oyó sonar un silbato, y la multitud lanzó un rugido enfurecido.

Garth se volvió hacia Hammen.

—Es el círculo once —dijo Hammen—. El luchador Púrpura ha lanzado un hechizo antes de que empezara el combate, y en consecuencia queda descalificado.

Garth volvió la mirada hacia el círculo número once, que se encontraba al otro extremo de la arena, asombrado y sin entender cómo se las arreglaba Hammen para poder ver lo que estaba ocurriendo a tal distancia y, lo que era todavía más sorprendente, cómo sabía al instante qué había ocurrido allí. El luchador de Ingkara se encontraba fuera del círculo y ya se estaba dejando despojar de un hechizo, que fue sacado de su bolsa y entregado al ganador del combate. Cuando inició el trayecto de regreso al lado Púrpura de la arena, la multitud lanzó aullidos iracundos mientras el lado Gris prorrumpía en gritos de alegría, ya que el luchador Púrpura era el favorito.

Jimak se levantó de su trono mascullando una maldición y extendió la mano.

Hubo un cegador destello luminoso, y un instante después ya sólo había un montón humeante de huesos calcinados allí donde se había alzado el luchador descalificado. La multitud empezó a aplaudir y Jimak se dio la vuelta y se inclinó ante los seguidores de Ingkara, que se tranquilizaron rápidamente al haber recuperado el honor perdido.

—¡Oh, qué infiernos! Sólo era un inútil de segundo nivel... —resopló Hammen poniendo cara de aprobación—. Después de esa humillación, nadie habría pagado una moneda de cobre por contratarle.

La multitud se fue calmando poco a poco, y los ojos de todos los espectadores se volvieron hacia Zarel.

El Gran Maestre alzó los brazos y los mantuvo en esa posición hasta que el silencio fue absoluto, y después los bajó de repente mientras su voz retumbaba por toda la arena.

—¡Luchad!

Un instante después la arena se convirtió en un confuso torbellino de luz, explosiones, rugidos de animales y gritos de ogros, enanos, demonios y demás criaturas invocadas mediante la magia y, por encima de todo ello, de los salvajes alaridos de placer y excitación que brotaban de las gargantas de medio millón de espectadores.

Hammen, que parecía haber enloquecido de alegría, daba saltitos sobre su asiento y aullaba de puro deleite.

—¡El combate del círculo cinco ya ha terminado! —exclamó de repente.

Garth volvió la mirada hacia donde estaba señalando Hammen. El luchador de Fentesk ya estaba inconsciente en el suelo, y los esqueletos que había invocado habían sido convertidos en polvo por un grupo de berserkers y una tempestad de fuego. El árbitro se estaba inclinando sobre el vencido para coger un hechizo de su bolsa y entregárselo al ganador.

—Naru también ha terminado —anunció Garth, y señaló al gigante.

Naru acababa de aplastar a los enanos de su oponente con sus manos desnudas, y después había lanzado un aullido demoníaco que derribó a la luchadora con la que se enfrentaba, haciendo que saliera despedida hacia atrás tan violentamente que había acabado fuera del círculo.

Los graderíos que se alzaban detrás de Garth vibraron con los gritos que aclamaban a uno de sus favoritos. Naru volvió contoneándose a su sección después de haber reclamado su premio, y los luchadores de Bolk se pusieron en pie para gritar su aprobación y rodear a su campeón.

La multitud dejó escapar un ruidoso gemido de sorpresa y consternación cuando Petrakov derribó a Farnin, el favorito sentimental del populacho, haciendo que cayera al suelo a pesar de que todos los pronósticos le daban como ganador. Petrakov siguió castigándole con una flagelación psíquica que hizo que Farnin se retorciera frenéticamente de un lado a otro. Hammen, que ya había perdido el control de sus emociones, empezó a gritar juramentos e insultos y Garth meneó la cabeza y frunció el ceño. Petrakov se estaba limitando a torturar a su oponente, y siguió con la flagelación a pesar de que se causó daños a sí mismo durante el proceso. Después atravesó el círculo, desenvainó su daga y empezó a acuchillar a Farnin en la cara mientras la multitud se desgañitaba abucheándole, con la única excepción de los leales seguidores de Petrakov sentados en el sector Naranja. Petrakov acabó agarrando a su oponente por los cabellos, le alzó en vilo y le rajó la garganta de oreja a oreja, haciendo que un río escarlata se desparramara sobre el círculo.

Los luchadores Marrones gritaron, y algunos de ellos se pusieron en pie para entrar corriendo en la arena y lanzar un hechizo curativo sobre su camarada. Un muro de fuego creado por una docena de los luchadores del Gran Maestre que montaban guardia junto a los límites de los sectores de las Casas surgió de la nada, e impidió que los camaradas de Farnin pudieran entrar en la arena.

Petrakov arrojó el cuerpo de Farnin a un lado con una mueca desdeñosa, y la cabeza del vencido osciló de un lado a otro en un obsceno bamboleo. Farnin agitó las piernas y se llevó las manos a la garganta desgarrada. La sangre brotó a chorros entre sus dedos, y un instante después el luchador vencido ya se había quedado totalmente inmóvil. Petrakov se inclinó sobre él sin esperar la llegada del árbitro del círculo, cortó la tira que unía la bolsa del infortunado luchador a su cinturón y la alzó triunfalmente por encima de su cabeza. Después escupió sobre el cadáver, y salió del círculo.

—En los viejos tiempos eso nunca habría sido permitido salvo en las últimas rondas —gruñó Hammen—. El Gran Maestre fomenta esa clase de comportamiento porque al populacho le encanta ver derramar sangre. Cuando Petrakov vuelva a luchar, la gente apostará diez veces más dinero por él del que han apostado ahora, especialmente si se enfrenta a otro luchador de la Casa de Bolk.

El último combate llegó a su fin y los vencedores volvieron a sus sectores con sus trofeos, un solo hechizo para los combates normales; o, en el caso de que se hubiera tratado de un combate a muerte, toda la bolsa menos, naturalmente, la cuota de maná que se quedaba el Gran Maestre cuando se derramaba sangre. Pero uno de los tres combates a muerte terminó sin que ninguno de los dos luchadores se alzara con la victoria, ya que los dos contrincantes lanzaron hechizos simultáneos que dieron como resultado la muerte de ambos. Los que no habían apostado en ese combate rieron con histérica alegría, ya que en esos casos el Gran Maestre se quedaba con todas las apuestas y además reclamaba las bolsas de los luchadores caídos, mientras que quienes habían apostado por uno de los dos luchadores lanzaban aullidos de rabia y desilusión.

Los luchadores de Bolk volvieron a los graderíos que se alzaban alrededor de Garth. Los ganadores irradiaban orgullo, y los perdedores estaban sombríos y abatidos y lanzaban miradas llenas de nerviosismo a Kirlen, que las ignoraba con altivo desdén. Sus contratos para el próximo año habían pasado a valer bastante menos que antes de que fuesen derrotados, y Kirlen no permitiría que lo olvidasen.

Los camilleros salieron corriendo a la arena en cuanto hubo terminado el último combate para sacar de ella a los que habían perdido el conocimiento y a los muertos, y una multitud de artistas circenses salió corriendo de los túneles de acceso y se esparció por la arena: había enanos, malabaristas, devoradores de fuego y magos de salón. Varias docenas de carros remolcados por cebras, tigres, osos e incluso un mamut salieron al galope detrás de ellos. Cada carro transportaba una pequeña catapulta, y la multitud se puso en pie nada más verlas y las señaló nerviosamente mientras todos se preguntaban qué razón podía haber impulsado al Gran Maestre a introducir aquellas armas pesadas en la arena.

Los enanos que manejaban las catapultas tensaron las cuerdas, cargaron los brazos de disparo con ollas de barro y enfilaron sus armas hacia la multitud.

Un grito de ira empezó a hincharse sobre la arena, y el populacho inició frenéticos esfuerzos para retroceder en todos los puntos donde se veía apuntado por las catapultas. Los enanos dispararon sus armas entre carcajadas de placer enloquecido. Un rugido ensordecedor subió hacia el cielo y Hammen, siempre curioso, se levantó para ver qué estaba ocurriendo. Las ollas chocaron con los graderíos y se hicieron añicos. La multitud lanzó jadeos de sorpresa y placer, y un instante después hubo una frenética carrera hacia ellas, pues las ollas contenían toda clase de premios: había golosinas, billetes de lotería y, lo que era todavía más sorprendente, monedas de cobre, oro y plata.

Los equipos de las catapultas empezaron a desplazarse por el perímetro de la arena con el ruidoso acompañamiento de los vítores y gritos de alegría de la multitud, recargaron sus armas con nuevas ollas y las lanzaron sobre el populacho, que se apresuró a correr de un lado a otro, dominado por un nuevo frenesí de codicia para echar mano a los premios.

Hammen meneó la cabeza y volvió a sentarse.

—¿Te gustaría estar ahí arriba? —preguntó Garth.

—Por supuesto que sí, y sería mucho mejor que el tener que estar sentado aquí abajo sin hacer nada.

Una catapulta remolcada por mamuts pasó a gran velocidad por delante de ellos y lanzó a los graderíos una olla de barro casi tan grande como un hombre.

La multitud dejó escapar un aullido de deleite, y una oleada de vítores y aclamaciones a Zarel brotó de la arena.

—Una idea realmente genial —murmuró Garth, y meneó la cabeza.

—Reconquistar el favor del populacho nunca resulta muy difícil, especialmente cuando pagas esa reconciliación con monedas de oro.

—¿Conoces a alguien que forme parte de las dotaciones de las catapultas?

—No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Oh, por nada.

Hammen miró a Garth, y sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa.

—¿Quieres robarles el dinero? Es eso, ¿verdad?

—No. Pura curiosidad, nada más.

—Tengo un amigo que podría hacer algunas averiguaciones. Se gana la vida con un pequeño negocio ilegal.

—¿De qué clase?

—Pociones y similares, ya sabes... Te ayuda a librarse de una esposa que se ha vuelto insoportable o a seducir a una chica que se niega a ceder, e incluso puede proporcionarte un poco de valor extra cuando más lo necesitas... Ese tipo de cosas.

—¿Y qué clase de clientela tiene?

Hammen volvió a sonreír maliciosamente.

—De lo mejorcito —dijo—. Nobles, grandes comerciantes..., y Uriah, el capitán de los luchadores de Zarel —añadió bajando la voz—. No me costaría mucho averiguarlo a través de él. Mi primo dice que siempre está presumiendo de lo importante que es, y de que toda la gente de la corte le respeta y le teme.

La mención del nombre del enano hizo que Garth se volviera hacia la arena.

—¿Ocurre algo, amo? —preguntó Hammen.

Garth sonrió melancólicamente y se volvió hacia Hammen.

—No, nada —replicó—. Quiero hablar con ese amigo tuyo después de que hayan terminado los combates de hoy. ¿Podrías concertarme una cita con él?

—¿Deseas una poción para cierta benalita, tal vez?

—No, maldito seas. Limítate a concertar esa cita, ¿entendido?

Hammen dejó escapar una risita ahogada y asintió.

Un estallido de vítores brotó de la multitud cuando los dos favoritos, ambos luchadores de noveno nivel —Varena era una de ellos—, fueron enfrentados el uno contra el otro. Los otros nombres fueron siendo colocados en rápida sucesión, y la multitud se apresuró a hacer su siguiente ronda de apuestas en un nuevo frenesí de excitación incontrolable.

Hammen lanzó una mirada expectante a los graderíos en los que se sentaba el populacho.

—Vuelvo dentro de un momento —anunció de repente.

Se levantó del asiento que había estado ocupando al lado de Garth y fue hacia la barrera, junto a la que esperaba un hombre encorvado que Garth pensó le resultaba vagamente familiar. Hubo un rápido y furtivo intercambio de palabras y un apretón de manos, y Hammen volvió a sentarse junto a Garth.

—He apostado todo lo que teníamos por Varena —le dijo a Garth en voz baja.

Garth asintió y alzó la mirada hacia el sitio en el que había estado el hombre de la espalda encorvada.

—Me resulta familiar.

—Debería resultártelo. Estaba en la mazmorra, y su celda quedaba delante de la tuya. Le saqué de allí aprovechando la confusión.

—Y supongo que ahora no siente demasiado aprecio por el Gran Maestre, ¿verdad?

Hammen dejó escapar una risita ahogada, como si Garth acabara de decir algo increíblemente estúpido.

—¿Tiene tantas amistades y conocidos como tú? —preguntó Garth.

—Debería. Es el jefe de una de nuestras hermandades.

—Dile que se reúna con nosotros esta noche.

—Oh, amo, otra vez no...

—Haz lo que te he dicho cuando vayas a recoger nuestras ganancias.

Los trompetas lanzaron su advertencia y los artistas circenses salieron de la arena seguidos por los carros, que dispararon su última salva de ollas antes de irse. Una de ellas pasó por encima de los luchadores de la Casa de Bolk y se hizo añicos al chocar con la primera fila de graderíos. Docenas de espectadores intentaron saltar el muro para recoger las monedas que contenía, pero fueron recibidos por los guardias del Gran Maestre, que los hicieron retroceder golpeándoles con sus garrotes y los planos de sus espadas. Los infortunados que padecieron los golpes empezaron a aullar y maldecir, y los espectadores que estaban sentados más arriba lanzaron rugidos de placer ante aquel nuevo e inesperado entretenimiento.

La trompeta sonó por última vez. Los luchadores salieron a la arena, y Garth se puso en pie y consiguió ver a Varena cuando ésta se dirigió hacia un círculo del otro extremo del campo. Volvía a haber varias banderas rojas que indicaban la localización de los combates a muerte, y una de ellas hizo que la multitud dejara escapar un jadeo de sorpresa, ya que un luchador de sexto nivel iba a enfrentarse con uno de segundo nivel, y estaba claro que aquel combate suponía prácticamente un suicidio por parte del contrincante más débil.

—Algunos lo hacen porque están locos, y otros esperan tener un golpe de suerte y ganar una bolsa llena de hechizos que hubiesen tardado décadas en obtener al viejo estilo, acumulando maná y estudiando tal como se hacía antes —declaró Hammen con obvio desdén.

Zarel se puso en pie y volvió a hacer los anuncios rituales con los brazos levantados hacia el cielo, y los dejó caer bruscamente en cuanto hubo acabado.

—¡Luchad!

Y la arena volvió a quedar invadida por la salvaje explosión de hechizos y destellos de luz, y las criaturas surgieron de la nada para enfrentarse en feroz combate entre las nubes y los ciclones de fuego. Una araña gigante apareció en uno de los círculos, y el luchador que había lanzado el hechizo fue descalificado al instante cuando perdió el control de la criatura, que huyó a toda velocidad del círculo de combate en cuanto fue atacada por una manada de lobos. La araña corrió hacia el límite del recinto de combates yendo en línea recta hacia los graderíos, y la multitud sucumbió al pánico y empezó a abandonar sus asientos para escapar. Los luchadores del Gran Maestre se lanzaron detrás de ella y la atacaron repetidamente con fuego, consiguiendo que la araña se desviara de la trayectoria que estaba siguiendo justo cuando había llegado a los graderíos. Unos cuantos espectadores sucumbieron bajo el rociado de veneno ácido lanzado por la horrible criatura y sus cuerpos se desintegraron, quedando convertidos en nubes burbujeantes de vapor pulposo antes de que la araña acabara siendo destruida. El luchador que había perdido el control de su hechizo salió de la arena con los hombros encorvados y el rostro lleno de consternación después de haber sido despojado del hechizo de la araña como penalización, aunque los espectadores le obsequiaron con una entusiástica salva de aplausos por haberles proporcionado aquel espectáculo tan emocionante, del que se hablaría una y otra vez durante los próximos días.

Los combates fueron terminando uno por uno. El combate de sexto nivel contra segundo nivel se prolongó mucho más de lo que casi todo el mundo había esperado, hasta que el luchador de segundo nivel giró repentinamente sobre sí mismo e intentó huir. Su oponente le persiguió durante más de doscientos metros a través de la arena lanzándole pullas y gritos despectivos hasta que Zarel, visiblemente disgustado, se puso en pie, alzó las manos y acabó con él un instante antes de que pudiera cruzar el círculo en el que Varena y su oponente estaban librando un ejemplo clásico de combate entre hechizo y contrahechizo que ya había conseguido poner en pie a toda la multitud.

Garth estaba observando el enfrentamiento con toda su atención, e iba tomando nota mental de todos los hechizos que Varena se veía obligada a revelar.

—Espero que se esté guardando algunas cartas en la manga, porque de lo contrario no le quedará ningún secreto para cuando lleguen los combates finales —observó Hammen sin inmutarse—. Lo siento por ella... Pero tendrás que enfrentarte con esa mujer tarde o temprano, amo, y esto te dará un poco de ventaja.

Los otros combates ya habían terminado, pero Varena y su adversario seguían luchando. La multitud se callaba cada vez que el encarnizamiento del combate disminuía un poco, y lanzaba vítores o gemidos según cual fuese el contrincante que parecía estar imponiéndose. Varena fue derribada en dos ocasiones, una por la carga de un berserker que atravesó su hilera de criaturas de fuego, y la segunda por varios ataques de caballeros negros. Acabó logrando dar la vuelta al curso del combate cuando su oponente lanzó un hechizo negro de absorción de vida, para el que Varena poseía un contrahechizo que le proporcionaba fuerza adicional en vez de debilitarla, con lo que recuperó todas las energías que había perdido bajo las ofensivas anteriores. Después lanzó un terrible ataque, confiando en hechizos de fuego mezclados con tormentas de hielo, y su rival acabó quedando inconsciente después de haber agotado todo su poder.

Varena se quedó inmóvil en el centro del círculo, oscilando lentamente de un lado a otro debido al agotamiento mientras el árbitro sacaba un hechizo de la bolsa de su oponente y se lo entregaba. Después Varena sorprendió a muchos espectadores llevando a cabo el gesto de poner las manos sobre su oponente para revivirle, una acción que gustó mucho a la multitud y que le ganó una aclamación cuando Varena giró sobre sí misma y salió de la arena. Cuando pasó junto al trono de Zarel, Garth se dio cuenta de que Zarel sabía qué papel había jugado Varena en su rescate, y vio cómo el Gran Maestre se inclinaba hacia adelante y la observaba con gran atención.

—Hemos doblado el dinero que teníamos —siseó Hammen con evidente placer mientras volvía a dejarse caer en el asiento que había estado ocupando al lado de Garth.

—¿Transmitiste el mensaje a tu amigo?

—No sé por qué, pero lo hice —replicó Hammen poniendo cara de irritación.

Garth se recostó en su asiento e ignoró las piruetas de los artistas circenses, que habían vuelto a salir a la arena. Los graderíos quedaron casi totalmente vacíos cuando la multitud abandonó el estadio para ir a los puestos de comidas y las letrinas, pero aun así quedaron muchos espectadores que empezaron a moverse de un lado a otro intentando ocupar los sitios en los que iban a caer las ollas de barro.

—Tu combate —anunció Hammen, y lanzó una mirada llena de excitación a Garth.

Garth no dijo nada y clavó la mirada en el tablero, que ya estaba empezando a mostrar la nueva tanda de enfrentamientos.

—Apuesto a que somos nosotros —dijo Hammen.

Estaba señalando el tablero mientras un chico correteaba por una pasarela y colgaba un símbolo consistente en un parche para ojo muy estilizado delante de la primera letra del nombre que acababa de ser colocado. La multitud empezó a lanzar vítores en cuanto vio el símbolo de Garth. Garth permaneció inmóvil con la mirada fija en el tablero y vio cómo los muchachos colocaban su nombre, que en el tablero quedaba reducido a «Tuerto». Su oponente apareció en el tablero un instante después. También era de Ingkara, y la multitud reaccionó con visible confusión.

—¿Quién es ese bastardo? —preguntó un luchador Marrón, volviéndose hacia Garth como si éste tuviera la respuesta.

Garth se volvió hacia Hammen, que seguía inmóvil y en silencio.

—Hace dos días no estaba en las listas —anunció por fin Hammen—. Espera un momento...

Se levantó de su asiento y fue corriendo hacia los graderíos, donde varios espectadores se separaron del gentío y bajaron para reunirse con él. Hubo una apresurada conferencia en voz baja, y Hammen volvió enseguida.

—Es una trampa —dijo con irritación—. Uno de los hombres de Zarel, como mínimo de nivel ocho o incluso más alto... Fue visto en el desfile de la arena. Jimak debe de haber aceptado un soborno para permitir que fuese incluido a última hora en las filas de los Púrpura.

—Así que lucharé contra él, ¿eh?

—Es un desconocido, uno de los lugartenientes de Zarel... Eso también significa que la selección ha sido amañada. Uno de los monjes ha tenido que hacer algún cambio con los discos de los nombres.

—Bueno, así que lo han amañado todo. ¿Qué infiernos esperabas? —replicó Garth en voz baja y suave.

Garth se dio cuenta de que estaba siendo observado, y alzó la mirada y vio que Kirlen le estaba contemplando.

Kirlen sonrió e inclinó la cabeza.

El tablero mostró las apuestas, tres a uno contra Garth. Los murmullos de sorpresa y confusión que brotaban de la multitud se hicieron un poco más ruidosos.

Hammen se volvió hacia los graderíos y formó bocina con las manos delante de la boca.

—¡Está amañado!

Su grito fue oído y coreado casi al instante, y la agitación no tardó en irse extendiendo por la arena.

Hammen se reclinó en su asiento, permaneció inmóvil durante unos momentos y después se levantó para volver al muro.

—¿Qué apuestas vas a hacer? —preguntó Garth.

Hammen volvió la mirada hacia él y le contempló poniendo cara de sentirse dolido.

—¿Tres contra uno? —acabó replicando—. Vamos a dejarles limpios... Y además, si pierdes estoy muerto, así que supongo que tanto da.

—Gracias por la confianza.

Hammen soltó una risita ahogada. Después fue hacia el muro y volvió pasados unos momentos, justo cuando sonaba el primer clarinazo de advertencia.

—Naru apuesta por Garth.

Garth se volvió hacia el gigante sonriente.

—Gano de las dos maneras —anunció Naru, como si hubiera logrado salir triunfante de un monumental desafío lógico—. O gano dinero ahora, o no tengo que luchar y matarte después.

Naru celebró su chiste con estrepitosas carcajadas que más parecían rugidos.

La tercera trompeta sonó por fin y Garth se puso en pie, con Hammen al lado, y salió de debajo del toldo para emerger al sol de finales de la tarde. La arena prorrumpió en salvajes aclamaciones que se fueron difundiendo desde el sector Marrón hasta las otras tres cuartas partes del estadio.

Garth fue hacia el círculo que se le había asignado sin prestar ninguna atención a los vítores y entró en el cuadrado neutral, que había quedado manchado de sangre durante el combate anterior. Hammen le quitó la capa y observó con recelosa cautela al oponente de Garth cuando fue hacia el círculo.

—Conozco a ese bastardo —susurró de repente—. Fue capitán de la guardia en Tantium... Es un auténtico asesino. Esto no tiene muy buen aspecto, Garth.

Zarel Ewine se recostó en su trono y dejó escapar una risita ahogada. El capitán sabía hacer bien su trabajo, y también sabía lo que se esperaba de él. Después resultaría sencillísimo eliminarle para evitar el tener que preocuparse por la posibilidad de que empezara a hablar de las violaciones de tradiciones antiquísimas, de cómo se había amañado el combate y se había sobornado al monje, que también sufriría un accidente y, finalmente, de que había salido a la arena llevando consigo un hechizo que le había entregado el Gran Maestre para que lo utilizara durante el combate.

Zarel cogió su copa de vino, la contempló con expresión satisfecha y tomó un sorbo mientras esperaba a que los luchadores acabaran de prepararse.

El capitán de Tantium fue hasta su cuadrado neutral sin ningún sirviente que le acompañara. Abrió el broche que sujetaba su capa y dejó que ésta cayera al suelo. Después se inclinó y se desperezó lánguidamente sin prestar ninguna atención a Garth. Los músculos ondularon en sus robustos brazos desnudos.

—Podría tratar de acabar contigo físicamente —susurró Hammen—. Ten mucho cuidado con su daga. Fíjate en su bota izquierda: lleva otra daga escondida allí para lanzarla cuando le haga falta. Ah, y lo más probable es que la hoja esté envenenada...

El último trompetazo hizo vibrar el aire, y el árbitro del combate de Garth fue hasta el centro del círculo y miró a Garth.

—¿Qué clase de combate vas a librar? —preguntó.

—Combate por un hechizo —dijo Garth en voz baja y suave.

El árbitro se volvió hacia el capitán.

—¿Qué clase de combate vas a librar? —volvió a preguntar.

—Combate a muerte —replicó el capitán.

El árbitro giró sobre sí mismo y fue hacia el poste que se alzaba al lado del círculo.

—Eh, ¿qué infiernos estás haciendo? —gritó Hammen.

El árbitro ignoró el grito de Hammen e izó la bandera roja que indicaba un combate a muerte.

—¡Han amañado el combate! —gritó Hammen.

Se volvió hacia los graderíos de la arena, pero sus palabras quedaron ahogadas por el estallido de gritos que brotó de medio millón de gargantas.

Hammen se volvió hacia Garth.

—Si pierdo, sal de aquí lo más deprisa posible —murmuró Garth, y después inclinó la cabeza y cerró los párpados.

—¡Luchad!

Garth abrió los párpados y entró en el círculo. Se concentró y empezó a invocar el poder de su maná, que sería el cimiento sobre el cual iría construyendo sus hechizos..., y sintió la presencia de un bloqueo apenas empezó a hacerlo. El capitán ya había recurrido a su maná, y había lanzado un hechizo de bloqueo que absorbía el poder de Garth. Garth sintió una punzada de temor. Aquel hombre era extremadamente poderoso, y además también parecía saber utilizar sus tácticas con suma habilidad.

El centro del círculo se llenó de humo, y media docena de cadáveres putrefactos surgieron de la nube y envolvieron a Garth en la pestilencia de su podredumbre. Garth retrocedió mientras seguía haciendo esfuerzos desesperados para acceder a su maná, y el primer cadáver fue hacia él con paso tambaleante. La palidez del hueso era claramente visible a través de la fosforescencia de su rostro medio podrido. Garth reprimió un acceso de náuseas, pero su concentración quedó rota cuando tuvo que echarse a un lado para esquivar las manos del no muerto que pretendían atraparle. Otro cadáver le agarró por el hombro, y unos dedos helados se hundieron en su carne e intentaron llevarse el espíritu de la vida. Garth se liberó con una sacudida y se apartó rápidamente mientras sentía cómo iba perdiendo las fuerzas. Más formas aparecieron en el centro del círculo: era una plaga de ratas, y sus ojillos verdes ardían con un resplandor malévolo. Las ratas atacaron. Garth bailoteó de un lado a otro y aplastó a varias bajo sus botas, pero dos ratas consiguieron saltar a sus piernas y hundieron sus dientes en ellas. El veneno empezó a extenderse por su sangre. Garth se tambaleó, pero logró quitárselas de encima.

Garth acabó consiguiendo alzar la mano, y el maná del bosque por fin quedó bajo su control. Una neblina color verde oscuro surgió de la nada y se arremolinó a su alrededor, cegando a los no muertos. El ataque vaciló y fue desviado durante un momento, y Garth levantó las manos y un torrente de agua fresca y límpida cayó sobre su cuerpo y eliminó el veneno.

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