Arena

Arena


Capítulo 12

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Capítulo 12

La ciudad se había convertido en un manicomio. Las bandas rivales aprovechaban los juegos y el hecho de que casi todo el mundo que podía permitírselo hubiese ido a la arena para lanzarse al saqueo. Los partidarios de Ingkara habían asaltado las zonas donde vivían los partidarios de la Casa de Fentesk, y una turba de kesthanos había intentado saquear el sector Púrpura, mientras que Bolk se había limitado a robar a todos los demás. Los incendios habían estallado en varios barrios de la ciudad, y el resplandor de las llamas inundaba el cielo de la medianoche.

—Ah, cómo adoro los días de Festival —gruñó Hammen, deteniéndose para asomar furtivamente la cabeza por una esquina, y volviéndose después para ver cómo las llamas envolvían la casa de un mercader muy odiado que vivía al otro extremo de la calle.

—El Festival no siempre fue así —dijo Garth, y su tono era más de afirmación que de pregunta.

Hammen escupió en el suelo.

—Los viejos tiempos están tan muertos como todos los viejos tiempos —Guardó silencio durante un momento y suspiró—. Bueno, la edad de oro tal vez no fuese tan dorada como algunos quieren recordarla —dijo por fin—, pero al menos los juegos de antes no servían para entretener al populacho. Por aquel entonces eran pruebas de habilidad y práctica, un tiempo de tregua antes de volver a las peregrinaciones y al estudio, o a cumplir un contrato con un príncipe que trataba a sus luchadores con honor. Ahora sólo se lucha por la sangre, los contratos y el deleite de la turba.

Hammen meneó la cabeza y después dejó escapar una risita impregnada de tristeza cuando unos saqueadores que cargaban con un pesado barril pasaron corriendo junto a ellos.

—Muy bien, Garth, el juego ha terminado —dijo alzando la mirada hacia él—. Hemos acabado el día con seis veces más dinero del que teníamos cuando empezó. Incluso descontando mi comisión, tienes lo suficiente para poder vivir como un príncipe durante los dos próximos años. Además, cuentas con un hechizo que normalmente sólo se halla en poder de un Maestre de Casa. ¿Por qué no te conformas con lo que has obtenido y te largas lo más deprisa posible de esta enorme casa de locos?

Garth sonrió y meneó la cabeza.

—Todavía tengo algunas cosas que hacer —dijo.

—¡Maldita sea, hijo! El combate de hoy era una clara trampa, y todo había sido amañado. El capitán había sido elegido para que te matara, está claro que el hechizo le fue entregado por el Gran Maestre en persona, y te metieron en un combate a muerte tanto si querías como si no. ¿Acaso crees que mañana jugará más limpio?

—Pues la verdad es que sí —respondió Garth sin inmutarse—. El populacho está al corriente de lo que ha ocurrido porque tus amigos se han encargado de que se supiera. Mañana jugará limpio..., por lo menos hasta que el Caminante vuelva para respaldarle.

Garth se detuvo y se volvió justo cuando la casa del mercader se derrumbaba lanzando un chorro de chispas y pavesas hacia el cielo. Una turba borracha que reía a carcajadas se había congregado alrededor de la casa, y estaba alzando jarras de cerveza y vino saludando el fuego mientras el mercader maldecía y soltaba juramentos, tan dominado por la angustia que se arrancaba la barba a puñados.

Hammen aflojó el paso, todavía visiblemente preocupado por la conversación que habían mantenido al salir de la arena después de que terminaran los combates del día.

—Creo que lo que le has pedido que haga a mi amigo es una auténtica locura —dijo por fin.

—Me dijiste que odiaba al Gran Maestre porque no le había perdonado que su hijo muriera el año pasado, ¿no? Recuerda que fuiste el primero que me hizo ver la conexión.

—Estaba pensando en voz alta, nada más... Hablaba de lo que el Gran Maestre ha hecho.

—Es un camino obvio para llegar a lo que yo quiero que se haga. Has estado llevando mi rubí de un lado a otro, y ya va siendo hora de que sirva de algo.

—Supondrá un riesgo terrible para mi amigo. Podría ser denunciado y estar muerto antes de que la oferta haya empezado a ser conocida.

—Resultará muy divertido —replicó Garth—. Y además, la persona a la que deseamos sobornar forma parte de su clientela y compra sus pociones ilegales, ¿no? Tu amigo puede ejercer una cierta presión sobre él.

—¿Sabes cuántos sobornos harán falta para conseguir lo que quieres?

—Ya has visto que me he ocupado del asunto, ¿no?

—El hombre... Bueno, quizá debería decir «la criatura»... En fin, que la criatura a la que estás intentando sobornar seguramente se guardará tu dinero en el bolsillo y se olvidará de todo.

Garth sonrió y meneó la cabeza.

—No conoces demasiado bien la naturaleza de emociones como la culpabilidad y la venganza —replicó—. Media docena de carros cargados de ollas sólo son un ingrediente más de la receta. Nadie podrá seguirle la pista, y nuestro amigo acabará siendo mucho más rico de lo que era antes de aceptar la oferta.

Hammen miró nerviosamente a su alrededor.

—Estás hablando de sobornar al capitán de los luchadores de Zarel, Uriah el Servil.

Garth sonrió melancólicamente.

—Sí... Uriah —dijo, y su voz parecía venir de muy lejos y estar llena de tristeza.

—Ese rubí valía un centenar de monedas de oro como mínimo —gimió Hammen.

Garth volvió la mirada hacia él como si sus palabras acabaran de hacerle regresar de una tierra muy lejana.

—Cuando sobornas a alguien importante, tienes que estar dispuesto a pagar un precio elevado —dijo.

—Y sin embargo tú apareciste ante mí sin tener ni una miserable moneda de cobre, y yo llegué a confiar en ti.

—Tenía que ser discreto y no llamar la atención.

—¿Y aún te queda algo de discreción?

—Un poquito —dijo Garth, y sonrió—. Quiero que salgas por la puerta de la ciudad donde nos vimos por primera vez en cuanto hayan terminado los combates de mañana. Camina exactamente mil quinientos pasos, y ni uno más ni uno menos. ¿Lo has entendido?

—¿Estás hablando de tus pasos o de los míos?

—¡De los míos, maldición! ¿Cómo infiernos puedo saber qué distancia recorres tú con un paso?

—De acuerdo, lo intentaré.

—Bien... Como te iba diciendo, tienes que andar exactamente mil quinientos pasos. A la derecha del camino hay una antigua tumba, a unos cien pasos subiendo por la colina. Los ladrillos de la parte de atrás están medio sueltos, y detrás de ellos hay un fardo envuelto en una piel embreada. Tráemelo, y por el Eterno que será mejor que no lo abras.

—Así que ahora también soy tu chico de los recados, ¿eh?

—Iría yo mismo, maldita sea, pero mañana pueden ocurrir muchas cosas.

—Como por ejemplo que te maten.

—En ese caso el fardo será tuyo. Digamos que... Bueno, así te acordarás de mí, ¿eh? Creo que su contenido te parecerá muy interesante.

Garth siguió abriéndose paso a codazos y empujones por entre el gentío, agradeciendo la llovizna que caía del cielo porque evitaba que su capucha levantada y su sombrero de ala ancha pareciesen fuera de lugar.

Llegó a la Gran Plaza y siguió avanzando por entre la multitud, caminando con paso rápido y decidido.

—¡Oh, maldición! —siseó Hammen.

Pero se mantuvo pegado a Garth mientras su compañero se aproximaba al perímetro del palacio. Una hilera de guardias estaba apostada justo detrás de las fuentes, y observaba con cauteloso recelo al gentío que pasaba junto a ellas. La tensión entre los guerreros del Gran Maestre y los habitantes de la ciudad se había incrementado rápidamente desde los altercados del día anterior, y cualquier insignificancia podía provocar una nueva explosión de disturbios.

Garth se abrió paso a través de las últimas filas de la multitud sin aflojar el paso, y de repente echó a correr hacia el guerrero más próximo. Garth le golpeó en el plexo solar antes de que el hombre tuviera tiempo de reaccionar, y el puñetazo hizo que el guerrero se doblara sobre sí mismo a pesar de su armadura de cuero. El guerrero que estaba a la derecha de la víctima de Garth se dio la vuelta, sobresaltado por el repentino ataque, y Garth giró sobre sus talones e incrustó su puño en el cuello del hombre justo detrás de la oreja. Después desenvainó su daga y separó la bolsa del guerrero de su cinturón, la abrió de un tajo y la lanzó sobre la perpleja multitud. La acción de Garth provocó una frenética carrera hacia las monedas que habían caído sobre el pavimento con un ruidoso tintineo. Tres guerreros más llegaron corriendo con las espadas desenvainadas. Garth se echó a un lado y derribó al primero con una simple zancadilla. El segundo se aproximó con mucha más cautela y lanzó un mandoble bajo. Garth saltó por encima de su acero y pateó al guerrero en la cara aprovechando el mismo movimiento del salto. El tercer guerrero acabó deteniéndose y permaneció inmóvil durante unos momentos, y después giró sobre sí mismo y echó a correr mientras hacía sonar su silbato para dar la alarma.

El populacho, que había quedado paralizado de estupor ante la rapidez con que había finalizado el enfrentamiento, se lanzó sobre los guerreros caídos para robarles. Garth giró sobre sus talones y fue rápidamente hacia la oscuridad mientras la trompeta empezaba a sonar detrás de él dando la alarma general. Unos segundos después toda una compañía de guerreros salió del palacio a paso de carga y se lanzó sobre la multitud.

Aquella diversión inesperada empezó a atraer nuevos espectadores de toda la Plaza, y Garth tuvo que esquivar a la marea humana que se lanzaba hacia adelante para ver lo que ocurría. El gentío que gritaba y corría se fue acercando y acabó viéndose metido en la pelea, que se generalizó rápidamente cuando los odios entre los guardias del Gran Maestre y el populacho estallaron de manera incontenible.

Garth siguió cruzando la Plaza, yendo en línea recta hacia la Casa de Kestha. Estaba a punto de llegar al círculo exterior de grandes losas que marcaban el territorio de Kestha cuando se arrancó la capa de un manotazo, revelando el uniforme Naranja que llevaba debajo, aunque su rostro siguió oculto bajo el sombrero de ala ancha. Garth extendió la mano y señaló a uno de los centinelas que montaban guardia en la entrada de la Casa.

—¿Quién es? —preguntó.

Hammen entrecerró los ojos para ver mejor entre la neblina y la penumbra.

—Es Josega... —replicó—. Bueno, al menos eso creo. Cuarto nivel, o tal vez quinto.

—Suficiente. Ya sabes qué has de hacer.

Garth echó a correr, lanzándose a una rápida carga a través de las losas grises.

—¡Josega, bastardo cobarde! —gritó.

Josega, que había estado apoyándose en la pared de la Casa como si estuviera cansado y harto de montar guardia, se incorporó y alzó la mirada justo a tiempo de ver cómo una túnica Naranja corría hacia él. Empezó a levantar las manos, pero Garth le había pillado desprevenido y un chorro de fuego caído del cielo derribó a Josega, dejándole inconsciente sobre el pavimento. El otro guardia dio un paso hacia adelante para enfrentarse a Garth, sin ver a Hammen que se aproximaba por el otro lado. Hammen cayó sobre él por detrás y le dejó inconsciente golpeándole en la nuca con su báculo. Después desenvainaron sus dagas y huyeron a la carrera justo cuando se empezaba a dar la alarma en el interior de la Casa, con las bolsas de los dos centinelas caídos en las manos.

—¡Bueno, por lo menos ahora no les matarán en la arena! —jadeó Hammen mientras desaparecían entre el gentío, que ni siquiera se había enterado del robo porque tenía toda la atención concentrada en el cada vez más ruidoso clamor de los disturbios.

—¿Siempre sabes encontrar un bálsamo moral para tus pecados? —preguntó Garth.

—Ayuda a evitar los remordimientos de conciencia.

Garth se abrió paso a través de la plaza, que ya había empezado a vibrar con los gritos de furia del populacho. Grupos de gente enfurecida pasaron corriendo junto a él, y Garth vio que muchos de los que los formaban iban armados con garrotes, picas, cuchillos de trinchar carne e incluso alguna que otra ballesta. El combate en los alrededores del palacio se había vuelto muy encarnizado, y los guerreros iban saliendo del edificio protegidos por su formación de escudos superpuestos mientras la turba respondía arrojándoles un diluvio de basura, despojos, adoquines, leña y todo aquello a lo que podía echar mano.

Garth dio un rodeo para esquivar el disturbio y fue hacia la Casa de Ingkara. Se detuvo antes de llegar a ella y se arrancó la túnica Naranja que llevaba puesta, revelando una túnica Marrón oculta debajo de ella.

—¿Es que no has tenido suficiente? —preguntó Hammen.

—Todavía no. Bien, vamos a repetir lo que acabamos de hacer al otro extremo de la Plaza...

Un minuto después los dos huían a la carrera con dos bolsas más de hechizos en las manos mientras sus perseguidores eran detenidos por la turba.

Garth fue aflojando el paso hasta convertir su carrera en un tranquilo paseo, y volvió al territorio de la Casa de Bolk. Media docena de luchadores estaban inmóviles en la puerta y contemplaban los disturbios que se iban extendiendo por la Plaza.

—¿Qué está ocurriendo ahí? —preguntó Garth, yendo hacia Naru.

El gigante bajó la mirada hacia él y le contempló con curiosidad.

—Esta noche hay muchas peleas —gruñó con visible diversión—. ¿No lo sabías?

—No. He ido en busca de un poco de placer detrás de la Casa.

—¿Qué clase de placer?

—De la clase femenina.

—Ah... Te has saltado el entrenamiento. A la señora no le gusta eso.

Naru dejó escapar una estruendosa risotada y después alzó la mirada, y entrecerró los ojos al ver a una docena de luchadores de la Casa de Ingkara que acababan de entrar en el pavimento que pertenecía a Bolk.

—¡Fuera de nuestro territorio! —gritó, y salió de la puerta principal para encararse con los Púrpuras lanzados a la carrera, que se detuvieron al ver al gigante.

—¡Uno de vuestros hombres le robó los hechizos a dos de los nuestros! —gritó un luchador Púrpura.

Naru no dijo nada, y se limitó a inclinar la cabeza y lanzarle una mirada despectiva. El luchador Púrpura pareció vacilar, y un instante después sus ojos se posaron en Garth.

—Fue él... ¡Ha sido el Tuerto!

Naru echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Tuerto es buen amigo, y estaba fuera robando su honor a las mujeres, no sus despojos a perros —replicó—. Los Púrpuras sois los perritos falderos del Gran Maestre.

Un ingkarano alzó la mano mientras lanzaba un grito de ira. Un ciclón apareció de repente, y el viento que surgió de él era tan gélido como una noche ártica. Una silueta cobró forma dentro de la nube y acabó saliendo de ella. El gigante de hielo avanzó hacia Naru, moviéndose tan lentamente como si sus articulaciones todavía estuvieran envueltas en bloques de escarcha, pero su progresión era tan incontenible como letal. El gigante alzó su martillo de guerra de acero, y un aullido atronador que hacía pensar en el viento de una noche invernal surgió de su boca abierta.

Naru rió y esquivó el ataque. Después golpeó al gigante de escarcha, incrustando su puño en él con tal fuerza que la cabeza del gigante se convirtió en un montón de diminutos fragmentos que cayeron al suelo con un tintineo musical..., y el combate terminó con ese golpe. Gritos dirigidos a los Púrpuras y llamadas a los Marrones resonaron en la Plaza. Los luchadores y los guerreros salieron corriendo de la Casa y se apresuraron a acudir en ayuda de sus camaradas. La multitud, que había estado corriendo hacia los disturbios que habían estallado alrededor del palacio, giró sobre sí misma para presenciar el espectáculo, y se hicieron apuestas a toda prisa. Los partidarios de Ingkara y Bolk se abrieron paso a empujones para no perderse el combate, y unos segundos después ya estaban luchando entre ellos. Los gritos que llamaban a los luchadores de Fentesk y Kestha llegaron de la sección contigua un instante después, y una explosión desgarró la oscuridad y la multitud lanzó exclamaciones de asombro al ver los rayos que surgieron de la cima de la Casa de Fentesk.

Garth se mantuvo entre las sombras e ignoró los gritos de excitación que lanzaba Hammen mientras el enfrentamiento se iba extendiendo por toda la Plaza. El populacho se unió a la contienda, y los partidarios de los distintos bandos se lanzaron unos contra otros con alegre y frenético abandono. Ningún guerrero o luchador del Gran Maestre intervino para poner fin a las peleas, ya que todos estaban muy ocupados conteniendo a la multitud que rodeaba el palacio.

De repente hubo una gran explosión de luz alrededor del palacio, y chorros de fuego surgieron desde el último nivel del palacio del Gran Maestre y empezaron a llover indiscriminadamente sobre el populacho, derribando a centenares de personas.

—Creo que entraré a echar una siesta —dijo Garth sin inmutarse. Después dio la espalda al espectáculo, y cruzó el umbral pasando por encima del cuerpo inconsciente de un luchador Púrpura al que Naru había lanzado por los aires, haciendo que recorriese más de una docena de metros volando antes de caer. El gigante, que estaba lanzando alaridos de deleite, continuaba internándose en la batalla y sus puños subían y bajaban implacablemente.

Garth cruzó el umbral, se detuvo y bajó la mirada hacia Hammen.

—¿Por qué no vas a hacerme la cama, Hammen? —preguntó.

Hammen, que estaba contemplando a Kirlen con los ojos muy abiertos, asintió y pasó a toda velocidad junto a la Maestre de Bolk, que seguía inmóvil delante de ellos.

—Ha sido magnífico, Garth el Tuerto. Una exhibición de astucia realmente genial...

—¿A qué os referís, mi señora?

—A los disturbios de ahí fuera. ¿Acaso crees que no sé cómo empezó todo? ¿Piensas que el Gran Maestre no lo sabe también?

—No tiene ninguna prueba. Quizá sencillamente está recogiendo los vendavales que ha sembrado con su incapacidad para gobernar como es debido.

—¿Y tú eres su juez moral? Ya sabes que centenares de personas morirán en la Gran Plaza esta noche, ¿verdad?

Garth asintió.

—Habría acabado ocurriendo de todas maneras —replicó—. Nadie les está obligando a enfrentarse a los guerreros del Gran Maestre o a matar, ¿no? Se limitan a imitar el comportamiento de quienes están por encima de ellos.

Kirlen dejó escapar una carcajada helada mientras se apoyaba pesadamente en su báculo.

—Bien, los dos estamos jugando al mismo juego y podemos ayudarnos el uno al otro..., de momento —acabó diciendo Kirlen, y giró sobre sí misma y se alejó cojeando.

—¡Ah, ese bastardo...! ¡Sé que ha sido él!

Uriah alzó la mirada hacia Zarel.

—¿Cómo lo sabéis, mi señor?

Su voz estaba llena de una recelosa cautela.

—¿Cómo osas...? Debería castigar tu insolencia dejándote sin cabeza.

Un instante después Zarel vio con incrédula perplejidad que por una vez su amenaza no hacía palidecer a Uriah.

—Si me matáis ahora, mi señor, me temo que habrá una rebelión en el palacio. Nuestros luchadores se encuentran fuera del edificio conteniendo a la multitud. Si su capitán muriera por vuestras manos... Bueno, ¿qué dirían entonces?

—¿Acerca de ti? ¡No gran cosa, desde luego!

—No, estaba pensando en lo que dirían sobre la situación en general —replicó Uriah, asombrado ante las palabras que estaban surgiendo de sus labios—. Durante los disturbios de los últimos días han muerto once luchadores, así como más de doscientos guerreros. No están nada contentos, mi señor, y aunque mi muerte tal vez no signifique nada... Bien, siempre cabe la posibilidad de que pueda acabar teniendo una considerable importancia.

—¿Qué infiernos te ha ocurrido?

Uriah tragó saliva, e hizo un terrible esfuerzo de voluntad para controlar su miedo.

—Hoy habéis violado las reglas de la arena, y no una vez sino nada menos que cuatro. Introdujisteis a Sumar en la Casa de Ingkara, le proporcionasteis un hechizo, hicisteis que el árbitro del círculo declarase que el combate se libraría a muerte, y después tratasteis de intervenir.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Él me lo dijo esta mañana. Aceptó la misión que le habíais encomendado, pero temía que pudiera significar su muerte; así que me lo contó todo unos momentos antes de incorporarse a las filas de la Casa de Ingkara.

Zarel empezó a levantar la mano.

—Adelante, mi señor. Hasta el momento todo eso sigue siendo un secreto. Pero matadme y toda la ciudad sabrá con certeza lo que por el momento no es más que una sospecha... Eso acabará con todas las apuestas, pues el populacho ya no tendrá la más mínima confianza en vos. Adelante... Veréis, mi señor, he dejado instrucciones a una persona en las que se detalla todo lo ocurrido, y todo será revelado si muero.

Zarel vaciló, aturdido al ver que su segundo se volvía tan repentinamente contra él.

—Y yo también podría revelarlo todo acerca del papel que jugaste en la caída de la Casa Turquesa —logró replicar por fin.

—Hace veinte años que mantenéis suspendida esa amenaza sobre mi cabeza, mi señor, y me he arrastrado ante vos durante todo ese tiempo. Pero en este momento quiero ser tratado como un hombre.

Zarel se rió.

—No eres más que un animal deforme.

—¿Y por qué me habéis nombrado capitán de vuestros luchadores?

Los labios de Zarel se curvaron en una sonrisa helada.

—Porque podía controlarte.

—Todavía podéis hacerlo, pero el precio que debéis pagar por ello ha cambiado.

—¿Qué quieres?

—El control de la Casa de Bolk —replicó Uriah sin inmutarse.

—No ejerzo ningún poder sobre el proceso de selección de los Maestres de las Casas.

—Pues encontrad alguna manera de ejercerlo. Tendréis que matar a Kirlen antes de que todo esto haya terminado, o ella os matará. ¿Acaso no resulta obvio que se encuentra detrás de todas las acciones del luchador tuerto?

—¿Y cómo podré confiar en ti después?

—No podréis confiar en mí. Y ya que hablamos de eso... Bueno, ¿cómo puedo confiar en vos? Tal vez esto sea el comienzo del único tipo de relación que puede perdurar en este mundo.

Zarel asintió con una cansina inclinación de cabeza y se sentó.

—¿Puedes controlar al populacho?

—Resultará difícil, pero... Sí, puedo hacerlo, aunque me preocupa lo que pueda llegar a ocurrir mañana en la arena. Una sola chispa bastaría para provocar un estallido de las turbas.

Uriah vaciló.

—Si esa chispa llegara a surgir, entonces tendrás que matar a millares de ellos y hacer que muerdan el polvo —dijo Zarel—. Habrá que ser implacable.

Uriah asintió.

—¿Acabaréis con él mañana, mi señor? —preguntó por fin.

—He planeado matarle durante la procesión hasta la arena. Mis asesinos ya están ocupando sus posiciones en estos mismos instantes. No saldrá vivo de la ciudad.

—Y suponiendo que consiga eludir esa trampa...

—¿Matarle en la arena? No, es demasiado arriesgado —dijo Zarel, y se quedó callado.

—Dejad que el Caminante se lo lleve como sirviente y os habréis librado de él. Tiene algún plan secreto, y no sólo contra vos, sino también contra el mismísimo Caminante.

—¿Cómo lo sabes?

—Me habéis ordenado que averiguase cuanto pudiera sobre él —replicó Uriah—. Ese hombre es incalculablemente peligroso.

Zarel inclinó la cabeza.

—Sal de aquí —ordenó pasados unos momentos.

—¿Estamos de acuerdo?

—Sí, maldito seas... Y ahora, vete de una vez.

Uriah giró sobre sí mismo con la cabeza inclinada y salió cojeando de la habitación.

—¡Y controla de una vez a esas condenadas turbas!

La puerta se cerró detrás de él y el enano tuvo que apoyarse contra la pared, repentinamente incapaz de seguir controlando por más tiempo el temblor de sus miembros. Uriah luchó contra el súbito deseo de vomitar. Llevaba años soñando con plantar cara a Zarel, y siempre había temido que la muerte sería el pago que recibiría en el caso de que lo hiciese.

Se sentía como si estuviera poseído por un demonio, y se preguntó si no sería aquello lo que le estaba ocurriendo en realidad. Su visita al vendedor de pociones había tenido como propósito obtener unos polvos que le permitieran poseer a una de las mujeres de la corte, ya que sólo podían ser suyas si las drogaba antes. Uriah aceptó la copa que se le ofrecía sin ningún recelo, y aquella nueva sensación de poder y orgullo desafiante se había adueñado de él desde entonces.

Sintió una repentina tentación de salir del palacio, encontrar a aquel hombre y matarle.

Pero... Bueno, ¿por qué tenía que matarle? Todo había salido a las mil maravillas, aunque en realidad el bebedizo quizá no tuviera nada que ver con lo que estaba ocurriendo. Metió la mano en el bolsillo y acarició la bolsita de cuero, sintiendo el peso del rubí que contenía. La petición que le había permitido hacerse con el rubí era bastante sencilla de satisfacer, y el pago consistía en un soborno que por sí solo ya bastaría para disfrutar de una docena de noches de placer sin ninguna necesidad de recurrir a las pociones.

«Se me ha prometido la Casa de Bolk en cuanto Kirlen caiga —pensó con una hosca sonrisa—. Tendré mi Casa, y quedaré libre de los tormentos de Zarel...» Aquel sueño maravilloso se adueñó de él, y Uriah pudo verse a sí mismo siendo transportado sobre un palanquín de oro, como Jimak, y rodeado por concubinas que harían babear de envidia a Tulan. El pensamiento le hizo sonreír.

Pero de repente Uriah se preguntó de dónde había surgido aquel soborno. Había una sospecha agazapada en su mente, y bastó para que un escalofrío recorriese todo su cuerpo; pues aún guardaba algunos recuerdos de un tiempo muy, muy lejano, y de cómo por aquel entonces había sido una fuente de inocente diversión e, incluso, había sido amado.

Uriah bajó la cabeza y se alejó por el corredor hasta desaparecer entre la oscuridad.

Zarel permanecía sentado, inmóvil y en silencio. ¿Qué infiernos le había ocurrido a Uriah? ¿Sería simplemente locura, o tal vez se había dado cuenta de que el poder y el trono del Gran Maestre quizá ya no estaban tan seguros como antes? Pero además de todo eso había un miedo más profundo, y la comprensión de que aquel luchador tuerto era algo muy distinto a todo aquello con lo que se había enfrentado en el pasado, un terrible problema que no podría ser resuelto permitiendo que ganara el último combate y fuese sacado de aquel plano, desapareciendo para siempre.

«¿Y si el tuerto conoce mis planes y los revela al Caminante, tal vez llegando al extremo de hacer un trato con él para salvar su miserable existencia? —se preguntó Zarel—. ¿Es posible que eso llegue a ocurrir?» Tenía que aceptar la innegable verdad de que el luchador tuerto pretendía acabar con él, y tal vez Uriah tuviese razón. Sí, también cabía la posibilidad de que quisiera algo del Caminante...

Zarel suspiró y se inclinó hacia adelante en su trono. Se preguntó si el luchador tuerto podía haber llegado a averiguar que todo el proceso del Festival era un complejo fraude. Tal vez ya supiera que uno de sus muchos propósitos era seleccionar al mejor luchador cada año para que el Caminante pudiera llevárselo de aquel plano de existencia..., matándole después para eliminar una amenaza potencial, no sólo al orden de cosas existente sino también al mismísimo Caminante. El luchador tuerto ya había demostrado ser muy astuto, y no dar por sentado que ya lo sabía todo sería una increíble muestra de estupidez por parte de Zarel.

Zarel volvió a alzar la mirada, y estuvo a punto de llamar de nuevo a Uriah.

No. Él no, y no en aquel momento. Eso sería otro juego que debería llevarse a cabo en el instante adecuado. Tenía que haber otra manera de destruir al luchador tuerto.

Zarel se echó hacia atrás de repente y empezó a reír, pues todo resultaba tan obvio, tan maravillosa y sencillamente obvio, que tenía que hacerse precisamente de aquella manera..., y además, al hacerlo había muchas posibilidades de que abriese el camino para la aparición de un nuevo Caminante.

Garth se desperezó lánguidamente y vio cómo los nombres de la nueva ronda de combates iban apareciendo en el gran tablero de anuncios. La primera serie de combates de la segunda ronda de eliminaciones acababa de terminar, y Garth esperó sin moverse para ver contra quién se enfrentaría en la serie siguiente después de no haber tomado parte en la primera tanda de combates del día. Su símbolo apareció por fin en el tablero, y la multitud lanzó un rugido de aprobación que fue seguido por una tempestad de carcajadas despectivas cuando el nombre de un luchador de segundo nivel de Kestha fue colocado junto al suyo como rival de Garth.

Garth se volvió hacia Hammen, que se encogió de hombros.

—Quizá ha cambiado de parecer y ha decidido jugar limpio —dijo Hammen—. Hoy el populacho odia más que nunca a ese bastardo.

La insatisfacción resultaba evidente en toda la ciudad. Varios centenares de viviendas y comercios habían ardido durante los disturbios de la noche anterior, y hubo veintenas de muertos y centenares de heridos. La tensión había estallado con una intensidad todavía más incontenible en los combates entre Fentesk y Kestha, que habían terminado con media docena de luchadores muertos, uno de ellos el segundo mejor luchador de Kestha, y los combates entre Bolk e Ingkara, que habían provocado la muerte de ocho luchadores más. Garth había seguido los consejos de Hammen y había salido cautelosamente de la Casa antes del amanecer para esconderse junto a la arena, evitando así tomar parte en el gran desfile y la posibilidad de caer en una trampa tendida por Zarel. Antes de irse había dejado una nota dirigida a Kirlen pidiéndole que no se le excluyera de los combates del día.

El consejo de Hammen demostró que no podía ser más prudente y acertado cuando estalló una pelea durante el desfile hacia la arena. La mitad de los luchadores de Zarel surgieron de un callejón lateral en cuestión de segundos y convergieron sobre las filas de los luchadores Marrones. Después miraron a su alrededor con expresiones expectantes, y Kirlen rió con una alegría implacable y llena de gélido sarcasmo cuando quedó claro que esa supuesta pelea no había sido más que una excusa para atacar a Garth, que no se hallaba en la columna que avanzaba lentamente hacia la arena.

La multitud de la arena esperó, preguntándose dónde estaba su favorito y temiendo que se hubiera marchado tan misteriosamente como había llegado. La trompeta que llamaba a los luchadores esparció sus ecos por el inmenso estadio, y medio millón de personas se pusieron en pie y contemplaron cómo los luchadores que iban a combatir en la segunda ronda de la segunda eliminación entraban en la arena.

—Será una trampa —dijo Hammen con voz lúgubre—. No te dejará salir de ese campo de combates con vida.

—Siempre puedes quedarte en los graderíos.

—¡Y un infierno! Sólo el Eterno sabe por qué he aguantado hasta ahora.

—Bien, pues entonces tendremos que seguir adelante —anunció Garth.

Se puso en pie y arrojó a un lado la gruesa capa debajo de la que se había estado manteniendo oculto. Se abrió paso a través de los graderíos, llegó a la barrera que indicaba el comienzo del campo de combates y saltó el muro, volviéndose después para ayudar a bajar a Hammen. Media docena de guerreros echaron a correr hacia él, suponiendo que era un seguidor dominado por el exceso de entusiasmo, y Garth se volvió hacia ellos.

Un salvaje griterío de alegría y deleite surgió de la multitud, y fue extendiéndose velozmente desde el punto en el que acababa de aparecer Garth.

—¡Tuerto!

Los guardias fueron aflojando el paso hasta acabar deteniéndose, y le contemplaron boquiabiertos por la sorpresa. Garth pasó junto a ellos como si no estuviesen allí.

Los espectadores quedaron tan encantados al comprender que Garth había estado sentado entre ellos que prorrumpieron en un aplauso atronador mientras atravesaba el campo para ir al círculo que se le había asignado durante la ronda siguiente.

El círculo se encontraba directamente debajo del trono de Zarel, y Garth alzó la mirada hacia él, sonrió y no dijo nada.

Zarel se puso en pie y le contempló sin tratar de disimular su odio, y Garth le dio la espalda en una clara muestra de desprecio. El rugido de la turba se hizo todavía más estrepitoso.

—¡Podría matarte aprovechando que estás de espaldas a él! —gritó Hammen, intentando hacerse oír por encima de los aullidos de la multitud.

—No tiene las agallas necesarias para matarme ahora —dijo Garth en voz baja mientras entraba en el cuadrado neutral—. Si me toca ahora, medio millón de personas destrozarán todo este lugar.

—No confíes en el populacho.

—No lo hago, pero confío en el odio que les inspira Zarel.

Su oponente, una joven luchadora de Kestha, avanzó hacia el círculo, entró en el cuadrado neutral que le correspondía y contempló a Garth con visible nerviosismo.

—¿Qué clase de combate declaras que vas a librar? —preguntó el árbitro.

—Combatiré por un hechizo —respondió Garth.

El árbitro del círculo giró sobre sí mismo y volvió la mirada hacia la mujer, que dio la misma contestación que acababa de dar Garth.

El combate terminó en cuestión de segundos. El mamut de Garth derribó a la luchadora antes de que ésta hubiera podido hacer acopio del maná suficiente para crear alguna clase de defensa, y la mujer alzó la mirada hacia la enorme criatura con los ojos desorbitados por el terror. Después levantó la mano en un gesto de sumisión, y Garth apartó al mamut y lo hizo desaparecer anulando el conjuro. El árbitro del círculo fue hacia la mujer para despojarla del hechizo que había puesto en juego, y Garth extendió la mano izquierda con la palma vuelta hacia el suelo para indicar que no lo aceptaba. La multitud acogió aquel acto de caballerosidad con un rugido de aprobación.

Garth volvió sin apresurarse a las gradas ocupadas por los luchadores de Bolk. Muchos de ellos le contemplaron con obvia suspicacia, pero Naru le recibió con ruidosos gritos de deleite.

—¡Bien! Todavía podré luchar contigo... Creí que te habías escapado.

Garth rió y fue hasta una mesa en la que había fruta, queso y jarras de vino para los luchadores que desearan comer o beber algo. Cogió un puñado de granadas y una jarra de vino, y fue hacia un asiento vacío mientras movía la mano indicando a Hammen que le siguiera.

Kirlen, que estaba sentada en su trono, bajó la mirada hacia él.

—No has asistido a la procesión de la mañana —dijo.

—Pensé que no me convenía hacerlo por razones de salud —replicó Garth.

Kirlen dejó escapar una risita helada.

—Habría resultado muy divertido ver cómo te las arreglabas.

—Sólo los idiotas se meten en líos cuando no hay necesidad de ello.

—¿Y qué fue lo que hiciste anoche?

Garth sonrió y no dijo nada, y ocupó su asiento para contemplar el espectáculo.

La tercera ronda de eliminación empezó un instante después y Garth fue llamado inmediatamente para la próxima tanda, y volvió a su asiento menos de media hora después con un hechizo rojo de bola de fuego que había obtenido del oponente al que acababa de dejar sin sentido. El frenesí de la multitud llegó a extremos de auténtica histeria, a pesar de que el historial de Garth hacía que ya fuese necesario apostar una moneda de plata para ganar una de cobre.

La tercera eliminación llegó a su fin y se anunció el descanso del mediodía. La multitud formó grupos en los graderíos y empezó a discutir a gritos las posibilidades de los cuarenta luchadores que seguían en la competición. Varios favoritos habían caído durante las primeras rondas, incluido Ornar de Kestha, que había sido considerado como uno de los grandes favoritos, y el legendario Mina de Ingkara, que había sido sacado del campo después de haberse dejado los pies en él, ya que unos trasgos se los habían arrancado a mordiscos mientras yacía inconsciente. La competición se había vuelto todavía más interesante debido a las muertes de los luchadores que habían perecido durante los disturbios de la noche anterior, pues nueve de los muertos habían sobrevivido a la primera ronda de eliminaciones.

Sus muertes habían trastornado considerablemente las variedades de apuestas más sofisticadas, y decenas de millares de espectadores se llevaron una sorpresa de lo más desagradable al ver aparecer símbolos negros junto a los nombres de los fallecidos.

Las apuestas no se hacían sólo sobre peleas individuales, sino también sobre una amplia gama de permutaciones, que incluían combinaciones de luchadores, promedios de victorias de las Casas y porcentajes de victoria obtenidos por las Casas durante cada ronda, y el resultado era que la multitud estaba bastante irritada. Bastantes apuestas hechas al final del primer día habían quedado anuladas debido a las muertes y todas aquellas monedas habían ido a parar a los cofres de Zarel, lo que había convencido a muchos de que el Gran Maestre había provocado los disturbios de la noche anterior para llenarse los bolsillos y vengarse de la pésima conducta de sus ciudadanos.

Pronto estallaron discusiones entre los partidarios de un grupo u otro, y algunas de ellas se convirtieron en peleas que se fueron desplazando a través de la multitud y, en un momento dado, incluso se extendieron a la arena hasta que una fila de guerreros hizo retroceder al populacho.

La hora del mediodía fue transcurriendo, y grupos de trabajadores borraron los círculos utilizados para las dos primeras series de combates. Sólo veinte parejas lucharían en la próxima eliminación en dos conjuntos de diez combates, y se trazaron nuevos círculos. Cada uno de ellos era el doble de grande que los anteriores y medía cien metros de diámetro. Eso significaba que los luchadores por fin podrían utilizar los hechizos de más poder, que podrían haber resultado difíciles de manejar dentro de los círculos de cincuenta metros de diámetro de las rondas anteriores.

Una trompeta anunció el final de la hora del mediodía. La multitud volvió a ocupar sus asientos, y los carros con las catapultas salieron a toda velocidad por los túneles de acceso y empezaron a desplazarse a lo largo del perímetro de la arena. Las catapultas dispararon más ollas de barro sobre la multitud, y ésta las acogió con vítores y aclamaciones cuando se hicieron añicos.

Hammen se volvió hacia los graderíos, no queriendo perderse el espectáculo, y ladeó la cabeza para poder escuchar los gritos de la multitud.

—Las ollas están llenas de monedas de oro —anunció después con la voz repentinamente impregnada de anhelo, como si deseara estar en los graderíos del populacho.

Garth dejó escapar una risita ahogada y no dijo nada.

La noticia de que las ollas estaban llenas de monedas de oro se fue difundiendo a gran velocidad, y el gentío estuvo a punto de lanzarse a una estampida incontrolable para poder ocupar posiciones cercanas al sitio en el que podía caer la próxima olla. No tardaron en producirse peleas cuando los espectadores se lanzaron unos sobre otros para hacerse con una sola moneda, que bastaría para poder disponer de cerveza o vino durante la mitad del invierno. Los enanos azotaron a sus tiros de caballos mientras iban disparando sus armas por toda la circunferencia de la arena, y después aullaron de placer al ver el frenesí que se adueñaba de la multitud mientras señalaban los lugares donde habían caído las ollas.

Decenas de jóvenes vestidas con velos transparentes surgieron de los túneles de acceso. Empezaron a danzar por el perímetro de la arena, y mientras lo hacían iban metiendo la mano en las bolsas que rebotaban sobre sus caderas desnudas y arrojaban puñados de objetos de oro e incluso gemas a los graderíos. La nueva entrega de regalos provocó un incontrolable estallido de aclamaciones, que se volvió todavía más frenético cuando cuatro dragones de veinte metros de longitud cada uno entraron en la arena desde el norte. La multitud alzó la mirada, temiendo que las gigantescas bestias estuvieran fuera de control y se dispusieran a atacar a los espectadores, y faltó muy poco para que todos sucumbieran al pánico. Pero los dragones desaparecieron entre nubes de humo que se extendieron sobre la arena y dejaron caer un diluvio de collares de plata, abalorios y todavía más monedas.

Las nubes flotaron lentamente hasta el centro de la arena después de haber descargado su lluvia y se enroscaron alrededor del trono del Gran Maestre. Las masas de humo se fundieron en una sola, que empezó a girar sobre sí misma. Hubo un destello deslumbrante acompañado por un rugido atronador, y Zarel Ewine, el Gran Maestre, apareció sobre su trono después de haber disfrutado de su comida.

La multitud prorrumpió en aclamaciones histéricas, y Zarel se fue volviendo hacia los cuatro confines de la arena e hizo una gran reverencia ante cada uno.

Hammen meneó la cabeza con expresión disgustada y escupió en el suelo.

—Ah, el populacho... —dijo con voz gélida—. Ahora todo ha quedado perdonado.

—Pero no por mucho tiempo —replicó Garth.

Las últimas danzarinas desaparecieron por los túneles de acceso seguidas por las dotaciones de enanos de las catapultas, y un gemido de desilusión brotó de la multitud.

—No os preocupéis, amigos míos —dijo Zarel, y su voz retumbó por toda la arena gracias al poder mágico que le permitía ser oído a grandes distancias—. Volverán al final de las festividades del día, y traerán consigo todavía más oro.

Sus palabras fueron acogidas con vítores de nerviosa expectación.

Garth se volvió hacia Hammen y sonrió.

—¿Está todo preparado? —preguntó.

—No puedo prometértelo —replicó Hammen—, pero no cabe duda de que has pagado lo suficiente para que así sea.

—Estupendo.

—Ya han empezado a sacar los nombres —dijo Hammen, y señaló el otro extremo del campo de la arena, donde un monje estaba metiendo la mano en una urna de oro—. Ahora ya no se hace por Casas —explicó—, y eso quiere decir que a partir de este momento puedes tener que luchar con alguien de tu misma Casa.

Naru miró a Garth y sonrió.

—Puede que luchemos ahora y que me lleve todos tus hechizos —dijo.

—Puede ser —replicó Garth sin inmutarse.

—¡Tuerto! ¡Tuerto! —aulló la multitud.

Garth alzó la mirada y vio que tendría que enfrentarse con un luchador ingkarano.

—¿Quién es? —preguntó.

—Se llama Ulin —replicó Hammen—. Es bueno, y puede que ya sea del octavo nivel. Es increíblemente rápido a la hora de acumular su maná. Te sugiero que emplees el ataque físico, ya que de lo contrario puedes tener serias dificultades desde el comienzo del combate.

Garth se puso en pie y miró a Naru.

—Bien, tendrá que ser en otra ronda —dijo.

—No pierdas, tuerto. Sigo queriendo luchar contigo.

El nombre del adversario de Naru apareció en el tablero y el gigante se levantó, rió y se desperezó.

Salieron juntos a la arena y el populacho se puso en pie y aplaudió a dos de sus campeones favoritos. Garth se dio la vuelta y alzó la mirada hacia los graderíos. Algunos espectadores llevaban parches que eran anunciados a gritos por los vendedores de recuerdos del Festival, y el nuevo y peculiar adorno indumentario fruto de la caprichosa fantasía de la multitud dejó tan sorprendido a Garth que sólo pudo menear la cabeza.

Naru le dio una afable palmada en la espalda, con el resultado de que Garth estuvo a punto de perder el equilibrio mientras el gigante le daba la espalda para ir a su círculo.

La trompeta volvió a sonar cuando Garth llegó a su círculo y entró en el cuadrado neutral. Su oponente, inmóvil al otro extremo del círculo de cien metros de diámetro, estaba preparado y ya tenía los brazos extendidos.

Zarel se puso en pie.

—He decidido que habrá una nueva regla para los combates, y que empezará a aplicarse con la cuarta eliminación —dijo.

La multitud se sumió en un silencio expectante.

—Si cualquiera de los dos luchadores declara que el combate se librará a muerte, así se hará —siguió diciendo Zarel—. El pago de todas las apuestas en un combate a muerte quedará libre de mi tasa del diez por ciento, por lo que podréis quedaros con todas las ganancias. No se podrá usar ningún hechizo curativo sobre los que caigan en combate.

Hubo un momento de silencio perplejo, y un instante después toda la arena vibró con un estallido de vítores histéricos.

—Ah, el populacho... —dijo Hammen, y sorbió aire por la nariz con visible irritación—. Ya se los ha vuelto a meter en el bolsillo.

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