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20. Arena (Y tres: Shiva en rojo)

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20 Arena (Y tres: Shiva en rojo)

El momento en que se abrieron los cielos fue glorioso.

Grandes columnas de humo cubrían toda la tierra, y sólo los más fuertes se alzaban de entre los muertos. Snuk estaba orgulloso, pues él era uno de los elegidos.

Había cumplido bien su misión. Había castigado a sus enemigos, los había liquidado a cientos, a miles. Ahora sólo restaba que los ángeles descendieran para llevarle, a él y a sus camaradas caídos en el campo de batalla, a un lugar mejor en el que al fin pudiese descansar.

Ahora sucedía: había carros celestiales en el firmamento, los lamentos de las mujeres y los niños colmaban el aire de victoria, y aquello que bajaba… sí, lo veía. ¡Lo veía! Era un carro celeste tatuado en plata, de líneas esbeltas y afiladas. No era lo que él había imaginado: hubiese preferido algo más marcial, más acorde con su imagen guerrera, pero si aquello era lo que habían dispuesto los dioses, bienvenido fuera.

Lo contempló descender lentamente, y abrió sus castigadas articulaciones para recibirlo. Ven, ven, no te haré daño. Eres mi luz, mi premio, mi corcel. Baja hasta la tierra corrupta para sacarme de este cenagal de inmundicia. Baja hasta la tierra corrupta…

Una compuerta, sesgada en luz, se abrió brillante en un costado del carro de los dioses. Y en ella se recortó una figura. Iba vestida de rojo, del carmesí de la sangre que también cubría el mundo. Parecía ser una mujer.

La figura cogió unas frutas en las manos (ciruelas del paraíso, seguramente: el maná divino) y saltó al vacío mientras el carro volvía a elevarse a los cielos.

Snuk se extrañó. ¿Por qué regresaba el carro? ¿No se suponía que debía recogerle? ¿Estaban disgustados los dioses con él?

Descendí volando con mi jet de espalda casi cincuenta metros hasta la Arena. Ordené a Aquario que se retirara y volviese a la primera órbita de geoestación: mientras estuviese a la vista, era un blanco fácil, y cualquiera podía decidir lanzarle un misil balístico.

Caí durante veinte segundos hasta que mis pies tocaron tierra, los hexágonos interactivos del estadio. Éstos vibraban, como si miles de minúsculos seísmos sacudieran la maquinaria que se escondía en el subsuelo.

Frente a mí, junto a los restos de una fortaleza móvil consumida por un huracán de fuego, entre montañas de cadáveres y espadas rotas, estaba el monstruo.

Tristan, o el Robot Asesino en que se había convertido. En ese momento sentí miedo, porque no supe si en aquella carcasa de metal seguía habiendo restos del hombre, o sólo quedaría ya la máquina.

Los dos estábamos teñidos de rojo: él por la sangre de sus víctimas, yo por los restos de agua del lago en que me había sumergido con mi traje espacial. En mi mano sostenía las bombas de vasnaj que había desarrollado en Tebas. No contenían material onírico directo de la mente de Tristan, pero sí algo muy similar, generado a partir de mis propias impresiones cuando estuve atrapada en el sueño.

Rogué por que el buen hacer de Grobar y sus conocimientos sobre los gemelos Sax —almacenados en los chips de memoria de su collar cibernética— resultaran eficaces contra la torturada psique de Tristan.

Sí, es una mujer, vestida con los colores del sol naciente.

Snuk siente miedo por primera vez. La reconoce, pero no quiere pronunciar su nombre maldito. Es la diosa de la Justicia, de la Inevitable Confluencia, y viene a por él.

La diosa baja de los cielos con su mortaja de vísceras humanas y le hace gestos. Lleva algo en la mano, racimos de uvas del Hades. Ahora Tristan lo sabe: ha defraudado a los dioses. Ha hecho algo mal, algo inexplicablemente erróneo que les ha ofendido. Pero, ¿qué?

Está bien, piensa, no me atraparán tan fácilmente. Ni siquiera los dioses tienen poder para encadenar mis espadas. No, yo bailaré sobre su tumba de estrellas.

Snuk alza de nuevo sus brazos.

Le vi apuntarme con sus cañones tácticos. Aterrada, abrí los brazos en cruz y le hice un gesto desde las profundidades de mi máscara de oxígeno. Él dudó unos segundos. En cierto modo me reconocía, estaba segura.

Pronuncié su nombre buscando llaves somáticas:

—Tristan.

Se estremeció bajo su coraza.

—¿Quién eres, mujer? —preguntó.

—Sabes quién soy. Me hiciste el amor en el glaciar. Me tiraste por una grieta.

—Julia… —Abrió mucho los ojos—. No… no es posible. Estás muerta —titubeó—. Yo te maté.

Me acerqué dos pasos. Vi de reojo que una nave cigarro de los edeanos tomaba posición de ataque sobre Tristan a muy baja altura. Probablemente también querrían acabar con toda esta locura. La jugada se les había escapado de las manos. Su paladín oscuro había demostrado estar demasiado loco, y les había puesto en contra de toda la Sílfide, violando de la manera más atroz las reglas del juego.

Elimina a los asesinos.

El bramar de la multitud que huía del estadio había alcanzado un cierto equilibrio en mis oídos: era como un silencio en voz alta que no llamaba la atención. De reojo vi miles de personas que luchaban por salir del recinto, aplastándose unas a otras, chillando y desgañitándose, pero todo parecía ocurrir en un nivel de realidad paralelo.

Allí, en medio de la explanada, sólo estábamos mi enemigo y yo.

Intenté que Tristan fijara toda su atención en mí.

—Sabes cómo me llamo. He venido desde el más allá para buscarte, Tristan —tragué saliva—. Harás este último viaje conmigo.

¡No, no! ¡Es imposible, aún no puedo irme!

Shiva en rojo. Shiva en azul. La diosa violada por sus hermanos en el Olimpo, la personificación de la vergüenza, mártir e icono de todos los suicidas. Shiva la Justiciera, la Ineludible, que ahora viene a por mí.

Snuk tiembla de pánico. La diosa se parece mucho a…

La nave de los edeanos disparó. Orientó sus cilindros impulsores para que sirvieran como armas, y sus haces taladraron la plataforma sobre la que Tristan estaba… apenas una décima de segundo antes.

Activé el retropropulsor de mi mochila y salí disparada hacia atrás y arriba. El Robot Asesino salió de la nube de polvo ejecutando un giro, y disparó su arma principal contra el destructor edeano. El proyectil de alta velocidad les alcanzó justo entre los cilindros impulsores, provocando una explosión.

Tristan no se detuvo ahí: de un prodigioso salto se afianzó al mismo casco del destructor, junto a la herida por la que manaban gases y fuego.

Horrorizada, le grité que no lo hiciera, pero no me escuchó. Disparó una nuclear vírica justo a través de la abertura en el casco. Yo, que había visto en directo sus devastadores efectos sobre una multitud desprotegida, fui incapaz de imaginar lo que sería capaz de hacer en un entorno cerrado como una nave espacial.

Al principio el cigarro no perdió la horizontalidad, pero en pocos segundos comenzó a caer. Se estrelló contra el kilómetro más septentrional del estadio, y explotó con una onda expansiva que levantó una milla de graderíos hasta una altura de doscientos metros. El efecto fue tan brutal que las gradas se convulsionaron como serpientes y se desmenuzaron lanzando asientos, trozos de cemento y miembros humanos calcinados por toda la ciudad.

Tristan cayó a tierra, a diez metros de mí. Yo retrocedí muy lentamente. Detrás tenía los restos humeantes de un camión vampiro, que hacía de pared. No podía alejarme mucho.

Y no lo intenté.

Las luces electrónicas que eran los ojos de Tristan rielaron nerviosas. Agarré con fuerza una de las pequeñas esferas-bomba de vasnaj.

El Robot Asesino se me acercó tanto que pude distinguir los rasgos de su cara bajo la coraza. Su yelmo parecía el de un antiguo caballero medieval, con orificios para la salida de gases en el frontal.

—Enséñame tu rostro, asesino —ordené, con toda mi entereza—. Quiero verte la cara antes de morir.

El dragón alzó su yelmo. No le importaba que su víctima supiese quién era su verdugo.

Debajo estaba Tristan, pero casi no fui capaz de reconocerle. Aún tenía nariz, y boca, pero los ojos habían desaparecido bajo dos cámaras gemelas tatuadas de circuitos, y los pómulos y huesos del cráneo lucían vigas metálicas de refuerzo, marcadas bajo la piel como si ésta fuese un saco orgánico que ocultara un andamiaje de tensores. A pesar de que el dolor debía ser indescriptible, el pobre diablo sonreía.

—Por los dioses, Tristan… —murmuré.

—Ju… li… a…

Alcé una mano y le acaricié el yelmo.

—Sí, hermano —asentí—. Estoy aquí.

—Ju… li… a…

Deslicé subrepticiamente entre mis dedos una bomba de vasnaj.

El dragón varió la expresión de su rostro, de la incertidumbre y una leve alegría por haber visto de nuevo a su hermana, a la furia más absoluta.

—Eres una zorra ingrata, Julia —gruñó—. ¡No tienes derecho a rechazarme! ¡Yo te amo, aunque seas mi hermana de sangre! ¡Te amo!

Salté hacia atrás. Tristan avanzó con amplias zancadas…

… y lancé la primera bomba.

Le alcanzó en el pecho, explotando en una nube de gas. Alcanzó el rostro descubierto de Tristan, quien de repente estuvo de vuelta en su cama. Sacudió la cabeza, sorprendido.

—¿Dónde…? Agh. ¿Dónde infiernos estoy?

—En casa. La hora: nueve sesenta y seis de la mañana. Temperatura: estabilizándose en torno a los veinticinco grados. Pronóstico para el resto del día: variable.

—¿Qué…? —Tristan se incorporó levemente, notando un fuerte tirón en la espalda. Cerró los ojos un momento, encarando el dolor mientras despejaba sus sentidos. Amapolas—. ¿Amapolas?

El clonandroide de la servidumbre le sonrió cariñosamente mientras descorría las cortinas para dejar que la luz del sol inundara la habitación. Un tambor lejano redoblaba con lentitud, marcando una cadencia inquietante. Unas flores violáceas exudaban su fragancia desde una vasija jaspeada sin asas.

La Residencia, su estilo era inconfundible. Estaba en casa.

—Pe… pero, ¿cómo? ¿Por qué?

El sirviente le miró sin comprender, resistiéndose a abandonar su sonrisa beatífica.

No, algo no va bien.

—Le trajo anoche una hermosa joven. Ahora está hablando con su padre.

¡Mi padre! ¡Mi padre está muerto, yo lo maté!

Tristan se llevó las manos a la cabeza rompiendo el equilibrio de la ilusión, haciéndola astillas. Volvió al mundo real, tambaleándose, pero aún avanzando hacia mí.

Maldije por lo bajo: si cerraba de nuevo su yelmo no podría volver a respirar el gas.

Una ráfaga de balas trazadoras le golpeó de lleno en la espalda, haciéndole trastabillar. Miré por encima de su hombro y vi que un camión triturador, maltrecho pero aún en funcionamiento, se acercaba a Tristan a toda velocidad con sus espolones de triceratops y sus colmillos girando en modo taladradora. Desde su cabina, una voz de mujer gritó al viento:

—¡Tristan, maldito bastardo!

—¡Sin-derella! —exclamé.

Tristan vio venir el bulldozer, y extendió los propulsores de su espalda y piernas para escapar volando, pero yo fui más rápida. Pasé corriendo a su lado y le lancé otra bomba de vasnaj, justo en el momento de la ignición. Los propulsores escupieron llamas, pero cuando estaban a punto de coger impulso la grieta de hielo se abrió bajo sus pies. Tristan, confundido, se aferró a las paredes cristalinas, pero el glaciar se desplazaba tan velozmente que la menor presión lo resquebrajaba. La pared se hizo astillas bajo sus dedos, y él cayó.

La morrena comenzó a succionarle. Vio los restos apisonados de una bestia del hielo, tan destrozados por la corriente de hielo que parecían un tatuaje de piel en la panza del glaciar. Tristan se revolvió, intentando escapar.

De repente vio a la chica. Shiva, sobre él, al pie de la grieta. Le miraba con sarcasmo.

—Eres un asesino, Tristan. Has causado la perdición de tu familia, la caída del noble escudo de los Sax.

—¡No! ¡Yo siempre quise a mi familia!

—¿Quisiste a tu hermana, Tristan? ¿La deseabas, tanto que acabaste matándola?

—¡Eso no es cierto! ¡No tuve la culpa, fue un accidente!

Sintió un reblandecimiento en el hielo, una fractura y el camión le embistió con la fuerza de una manada de rinocerontes. Uno de los espolones de triceratops se fracturó y salió despedido hacia fuera, pero los otros dos se incrustaron en la coraza del Robot Asesino, haciéndolo girar locamente en espiral. Los colmillos ganchudos taladraron la armadura, provocando una nube de chispas incandescentes. Pedazos de colmillos y de chapa blindada fueron proyectados como en un géiser en todas direcciones.

El camión se estrelló contra una barricada de vehículos destrozados. Hubo una explosión de humo y metralla. Me tapé el rostro, viendo cómo el camión de Sin-derella se cubría de fuego. Afortunadamente, ella pudo salir cojeando de la carlinga.

Corrí a ayudarla, sosteniéndola en mis brazos justo cuando se desplomaba. Estaba herida en la frente y en un costado, aunque no parecía grave, sólo conmocionada por el choque.

—¡Sin! ¿Estás bien? ¡Háblame!

Ella escupió a un lado algo rojizo.

—Dame unos segundos para que me recupere, ¿vale?

—¿Está… está muerto?

Un ruido a mi espalda acabó con todas mis ilusiones.

El camión se convulsionó. Algo lo levantó a duras penas y lo lanzó a un lado. De entre el humo surgió la armadura de Tristan, bastante magullada. Donde antes nos habían mirado un par de ojos electrónicos, ahora sólo quedaba uno.

Julia… —pronunció un altavoz, un aparato que se movía dentro de su boca, incrustado en el paladar—. Has sido una niña muy, muy mala… Creo que voy a tener que castigarte.

Sin-derella y yo nos miramos, apretamos los dientes, e hicimos una locura.

Tristan vio cómo le lancé con todas mis fuerzas mi penúltima bomba de vasnaj. Sonriente, se cubrió el rostro con el brazo. Su yelmo parecía dañado, incapaz de cerrarse de nuevo.

Sin-derella sacó su vibrocuchillo de la funda, activándolo. La hoja se calentó e hizo vibrar su filo a un nivel microscópico, aumentando su poder de penetración.

La bomba de gas se estrelló contra el brazo de Tristan, inocuamente. El dragón rió con ganas, asombrado de nuestra estupidez.

Luego bajó su brazo.

Y me vio lanzada por los aires hacia él, gritando de furia, con las llamas del propulsor ardiendo feroces a mi espalda. Los metros que nos separaban se redujeron en menos tiempo de lo que dura un latido, y Tristan siguió riendo, preparado como una montaña inamovible para soportar el impacto.

Me estrellé contra él, y salí rebotada sin control muchos metros. Di con el hombro contra el suelo y casi me lo disloqué, pero reí con furia al comprobar que la expresión de suficiencia de Tristan se había extinguido.

Había logrado introducir la última bomba en el interior de su boca.

El dispositivo estalló con un gracioso y casi inaudible sonido, y el organismo biomecánico del joven se llenó de gas, de pesadillas, de sueños inconclusos.

Cayó sobre sus rodillas, con la mirada perdida. Su hermanastra se acercó a él, puñal en mano, y no hizo nada durante cinco largos segundos.

Me puse en pie; en el fondo deseé que ella alzara su cuchillo y acabase de una vez con aquella locura.

Sin-derella elevó el brazo para matar; apuntó a la única carne que aún quedaba en el cuerpo de Tristan, su cara. La hoja resplandecía bajo la luz mortecina de los focos que aún iluminaban el estadio.

Entonces, al acercarse tanto, la joven pudo apreciar un detalle. Parte del blindaje del yelmo del dragón había desaparecido y, sobre el cráneo de su hermanastro, al que le habían afeitado hasta la piel, había conectada una flor. Sus pistilos se entrecruzaban como delgadas arterias de fibra óptica, enlazándose al encéfalo del joven, inyectándole sus jugos y oxigenando su cerebro.

Era una Flor de Narcolis.

El joven estaba durmiendo. Había estado durmiendo durante todo el combate.

Sin-derella, temblando de ira, lanzó un golpe certero hacia el cuello de su hermanastro, para cortar todas las conexiones que lo mantenían unido al cuerpo del robot.

Pero él no lo vio. El ojo sano de Tristan se enfocaba en vacío, como si su mente estuviese en ese momento en otro lugar…

… lejos…

… muy lejos…

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