Arena

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3. ¿Dónde…? Agh. ¿Dónde infiernos estoy?

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3 ¿Dónde…? Agh. ¿Dónde infiernos estoy?

—En casa. La hora: nueve sesenta y seis de la mañana. Temperatura: estabilizándose en torno a los veinticinco grados. Pronóstico para el resto del día: variable.

—¿Qué…? —Tristan se incorporó levemente, notando un fuerte tirón en la espalda. Cerró los ojos un momento, encarando el dolor mientras despejaba sus sentidos. Amapolas—. ¿Amapolas?

El clonandroide de la servidumbre le sonrió cariñosamente mientras descorría las cortinas para dejar que la luz del sol inundara la habitación. Un tambor lejano redoblaba con lentitud, marcando una cadencia inquietante. Unas flores violáceas exudaban su fragancia desde una vasija jaspeada sin asas.

La Residencia: su estilo era inconfundible. Estaba en casa.

—¿Pe… pero cómo? ¿Por qué?

El sirviente le miró sin comprender, resistiéndose a abandonar su magnífica sonrisa.

—Le trajo anoche una hermosa joven —explicó, retirando una botella casi vacía del mueble de cabecera. Contenía unas gotas de un líquido denso y refulgente—. Ahora se encuentra en el ala oeste, hablando con su padre. Por desgracia no conozco su nombre, pero si quiere puedo intentar averiguarlo.

Tristan se llevó las manos a la cabeza. La migraña le estaba matando.

—No, no importa. Eso que llevas ahí…

—¿El vasnaj? —El clonandroide miró la fina botella como si no valiese la pena—. Todavía está casi vacío. Empezamos a rellenada con sueños de su propiedad anoche, en cuanto el doctor le aplicó los sedantes. Apenas hay unas cuantas vaharadas…

—Dámelo —exigió el joven.

Apretándoselo contra el pecho, abandonó la cama. Con ayuda, se puso una bata decorada con escenas de venados y salió de la alcoba.

Sí, la Residencia. Y sus pasillos largos y fríos. Las grandes balconadas que miraban a los pozos de entrenamiento y a los invernaderos repletos de flores, de cuyos pólenes su familia sabía extraer letales venenos gracias a procedimientos heredados de los ancestros. La Residencia… y el aroma de la muerte. Todo en una misma paleta. Todo en un único parpadeo familiar.

Tristan resopló con disgusto y descorchó el recipiente de los sueños, el vasnaj, para volver por un instante a lo que hubiese habido en el interior de su cabeza en las horas pasadas. Al contacto con el ambiente el vapor de la vis onírica fundamental se volvió visible, y rojo. Tristan arrugó la nariz. No le gustaba aquel color. Remitía a pesadillas extravagantes.

Tras aspirar un poco, para su sorpresa, tuvo que concentrarse en no dejar caer la frágil botella. Asustado, el sirviente corrió a socorrerle.

—¡Señor! ¿Qué le ocurre?

—Los armónicos quebrados —musitó el joven, con un insoportable sabor a bilis en la garganta—. Pesadillas con catenadas y déja vu… Demasiado poco profesional. Esto no puede ser mío.

—Pues lo es, mi amo. Lo recogimos anoche mientras usted descansaba —se apresuró a puntualizar el clonandroide, arrebatándole suavemente la botella de las manos. Tristan la miró de soslayo como si fuera una serpiente venenosa.

—¿Cómo es posible? —Se pasó la mano por los labios—. Tardé meses en alinear esas estructuras, yo… —Enmudeció. De repente se irguió y agarró al sirviente por la solapa—. ¿Qué me inyectaron para curarme? ¿Quién fue el encargado?

—Este… el doctor de cabecera hizo lo que pudo para estabilizarlo. Hubo que operar sus piernas e implantarle otras nuevas.

—¡Pero tenían mi historial! —rugió—. ¡No han podido darme nada que pudiese descentrar las armonías!

—Fue la chica…

—¿La chica?

—La joven que le salvó. Habló con el médico al llegar. Tuvo que administrarle panxadol durante el rescaté para que no muriera. ¡Compréndalo!

¡… nxadol! —escupió Tristan rojo de furia, soltando al asustado sirviente y cojeando con toda la velocidad de la que disponía rumbo al despacho de su padre.

Le vi entrar como un huracán, abriendo la puerta con tal violencia que el pomo dejó una marca en la pared.

Me asusté un poco, pero mi anfitrión, el imperturbable duque Sax Robeson, se limitó a alzar una ceja en dirección a su primogénito y escanciar un poco de jerez.

—Hola, Tristan. Bienvenido al mundo.

Reconocí al joven al que había salvado de la moribunda nave cementerio. Tenía mucho mejor aspecto, con piernas nuevas de pulimento reluciente, peinado y perfumado como un aristócrata. Desde luego, yo solía tener un aspecto mucho más lamentable cuando me levantaba de la cama.

El joven miró a su padre con furia y desvió sus lacerantes pupilas hacia mí, con tanta parsimonia que me cuestioné si sus intenciones serían amistosas.

—Padre, ¿es ésta la mujer que me salvó y me trajo de vuelta? —siseó.

El duque tomó mi mano, haciendo que me acercara a él. Trastabillé en los últimos pasos con reluctancia.

—Hijo, te presento a Piscis de Zhintra, una comerciante independiente que volaba sobre Tikos justo cuando el transporte palladysta entró en pérdida. Con gran riesgo de su vida, logró sacarte de allí y traerte de vuelta a casa. Toda una hazaña.

—Bueno, no fue para tanto… —susurré. El tal Tristan apretó los músculos que recubrían su mandíbula dándole a su agraciada faz un aspecto aún más rudo, más animal. Uno de los cuadros que decoraban las paredes era de él, un retrato juvenil no muy alejado en el tiempo pero sí en la experiencia. Ahora parecía muy distinto, tanto de sí mismo como del retrato de la muchacha colgada al lado, probablemente su hermana, dado el increíble parecido físico—. En aquellos momentos tan dramáticos casi no tuve tiempo de plantearme lo que debía hacer. Vi que había personas en peligro y decidí intervenir. Entre los comerciantes no subsidiados tenemos códigos de honor que nos pueden salvar la vida cuando es una la que se mete en esos problemas.

—No seas falsamente modesta, Piscis —sonrió el duque—. Lo que hiciste fue algo maravilloso, y salvaste la vida de mi hijo. Eso nunca lo olvidaré.

—Se lo agradezco.

—¿Debo considerar que la señora es nuestra invitada? —inquirió Tristan, enseñando la punta de la lengua entre los labios como una serpiente. El duque asintió: se le veía muy feliz y contento, y me abrazaba informalmente por la cintura con familiaridad.

—Soy señorita —puntualicé—. Pero no; debo irme enseguida. Prometí entregar una mercancía en Permafrost antes del final de año local. Debo cumplirlo o no cobraré.

—¿P… p…? —balbuceó Tristan. Yo le miré intrigada.

—Qué coincidencia. Mi hijo recibió allí buena parte de su entrenamiento marcial, estudiando con algunos de los mejores maestros kays —recordó el duque, frotándose la barbilla con el pulgar. Era un hombre maduro y delgado, con pelo sintético en la cabeza y orejas muy aristocráticas, acabadas en punta por el interior. Desde luego no se parecía a su vástago—. Dentro de poco debe volver para completar su ciclo de aprendizaje en los templos. ¿Querida…?

—¿Eh? —reaccioné, descubriendo la copa que el duque me tendía. Estaba absorta contemplando los esfuerzos del joven Tristan por pronunciar una palabra: inspiraba lenta, profundamente, serenándose y tratando de visualizar las primeras sílabas. Luego hacía un movimiento de expulsión, como si su garganta se negase a articular los breves sonidos de un vocablo normal, y debía empezar de nuevo.

Pero tras tanto esfuerzo, no había podido pronunciar más que esa «P» tan labial.

Yo sabía mucho sobre ese tipo de condicionamiento censor, y al reconocerlo por primera vez en años, un sudor frío recorrió mi espalda.

—Las armonías están descentradas por efecto del panxadol —rezongó el joven, olvidando la palabra impronunciable—. Cuando me lo administraste para salvarme me destrozaste por dentro —concluyó, resentido. Su padre le agarró disgustado por el brazo, apartándole un poco de mí.

—Esta chica hizo lo que creyó conveniente para salvarte, y eso me basta —advirtió—. Sé respetuoso con ella.

—Siento haberle causado algún problema —dije desde el fondo de la sala—. No sabía que…

—No se preocupe —atajó el aristócrata, conduciendo a su primogénito de vuelta al pasillo—. Tristan estará encantado de ayudarte a preparar tu nave para la partida, ¿verdad?

—¡Ya no es necesario!

Los dos se volvieron hacia mí.

—Creo… he decidido aceptar su invitación —expliqué, cruzando los dedos con expresión inocente—. Me gustaría quedarme unos días… Si no es molestia.

El duque permaneció un cuarto de segundo en silencio, como ponderando mi repentino cambio de opinión, pero luego la jovialidad volvió a invadir sus facciones.

—¡Excelente, excelente! Ordenaré que preparen una habitación. Mientras tanto Tristan puede enseñarte la casa. Disfrutarás del reconfortante placer de los jardines de la familia, una de las maravillas de este mundo, admirados y elogiados incluso por los expertos jardineros del Cúmulo Central. Es lo mínimo que podemos hacer, ¿verdad, Tristan?

El joven no pronunció palabra, pero dejó la puerta abierta tras de sí a modo de silenciosa invitación cuando abandonó la sala.

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