Arena

Arena


4. La muerte escarlata

Página 7 de 25

4 La muerte escarlata

Snuk había seguido a Rala a través del bosque de hongos durante casi una hora, procurando por todos los medios que nadie, y mucho menos ella, le descubriera.

Para alguien acostumbrado al oficio de recolector era un trabajo fácil. Sus labores diarias exigían arrastrarse como una serpiente por cañadas y marismas de líquenes con suma presteza, para acercarse lo suficiente a las setas mutantes, robarles sus preciosos frutos cargados de renacuajos y huir antes que la enfadada madre/padre andrógina liberase sus bolsas de gas venenoso. Era un trabajo bien remunerado pero harto peligroso, que en una ocasión le había enseñado qué precio se paga cuando se deja lugar al error. Snuk tenía todo el hemisferio derecho de la cara deformado como una horrible marca sin cicatrizar por efecto de uno de estos errores, un momento de estúpida confianza infantil en sus posibilidades. Precisamente era aquella muchacha, Rala, para la que trataba de arrancar el fruto más hermoso de la bolsa de huevos del fungoide musgoso que le había desfigurado para siempre.

Ella, por supuesto, no supo aceptar el regalo. Snuk aún recordaba con tristeza el día en que, al salir de la casa del curandero y tras haber sido repudiado por su propia familia, había ido corriendo a la choza de su amada para entregarle el fruto de su sacrificio, sólo para descubrir que había sido una tontería, un inmenso error; ella chilló de pavor al verle, se llevó las manos a la boca para contener una arcada, y en ese momento Snuk se hizo mayor.

Desde entonces la seguía a diario, semana tras semana, cada vez que iba a lavarse al río. La contemplaba en silencio desde los arbustos mientras se quitaba las pieles de oso y se sumergía en las gélidas aguas, tal como había decretado el médico al diagnosticarle una enfermedad que Snuk apenas sabía pronunciar. La contemplaba hacer sus abluciones, lavarse su hermoso pelo gris, orinar en un cuenco y mezclar el líquido con barro del fondo del río para obtener el precioso ungüento que debía restregar por toda su piel para combatir el cáncer, y sumergirse después para resurgir de las aguas como un hada, brillante e impoluta, cantando a la belleza del alba.

Ésa era su amada, la mujer que le odiaba, que le gritaba obscenidades y se reía de él junto a las otras chicas de la aldea cuando le veían cruzar a toda prisa la plaza para depositar su cargamento del día. Snuk jamás había contado a nadie lo de las abluciones secretas de la muchacha, lo del ritual que tenía que practicar a diario con sus propias heces a salvo de todas las miradas, porque si lo hacía la vergüenza sería demasiado para ella. Rala no era tan fuerte como él. Jamás podría soportar ni un solo día de vejación, ni un solo insulto de sus compañeras de juegos. Moriría de tristeza al poco tiempo de saberse la verdad. Snuk prefería soportar todas las vejaciones —él sí que era fuerte—, antes de ver a su amada arrastrarse por el polvo.

Aquel día la había seguido a la linde del río, como siempre, y se había escondido en un zarzal donde era fácil disimular su cuerpecillo delgado entre la maraña de púas y flores de azafrán. Rala, como siempre, eligió su recodo favorito del afluente principal, a salvo de curiosos, miró en todas direcciones para cerciorarse de su aislamiento, y se desnudó. Sumergió la cabeza completamente en el agua, dejando que sus cabellos se empaparan y flotasen como las deshilachadas prendas que lavaban las hilanderas en aquel mismo lugar. Permaneció así casi un minuto, marcando el ritmo de una canción secreta con los pies. Snuk se destrabó el nudo de su pantalón e introdujo la mano en su ingle, notando el cálido contacto de sus genitales mientras la joven imaginaba música.

De repente sacó la cabeza del agua, sacudiéndola. Sus cabellos se difuminaron en un torbellino de hilos de seda y gotas de agua, confundiéndose en un complejo aparejo de cuerdas ensortijadas en torno a su rostro. A continuación, comenzó el ritual que a Snuk le excitaba sobremanera. El joven dejó sutilmente de respirar cuando ella extrajo de su bolsa un cuenco de cerámica con dibujos de olas del mar, y destapándolo con cuidado, lo lavó, lo secó con su toga y, tras afianzarlo con prudencia en la arena, separó las piernas y, cuidadosamente, se sentó sobre él.

Entonces lo oyó.

Snuk congeló sus movimientos rítmicos. Alzó la vista al cielo. Las nubes bajas cargadas de lluvia de aquella tarde se abrieron para descubrir la panza de una nave espacial.

Tenía forma cuadrangular, como una pirámide truncada levemente más delgada en su parte inferior, que colgaba boca abajo de las nubes abriendo una compuerta con dientes de metal. Una hilera de cañones de lo que su pueblo llamaba la muerte escarlata circundaba el anillo superior de la pirámide, apuntando hacia tierra en todas direcciones para arrasar cualquier intento de resistencia.

Eran los cosechadores de esclavos.

Snuk, temblando de miedo, se ató los pantalones y salió corriendo de las zarzas, olvidando la sutileza y clavándose algunas dolorosas púas en las pantorrillas. Gritó el nombre de la muchacha:

—¡Rala, corre!

Llegó hasta ella de tres poderosas zancadas, la agarró por los hombros y la ayudó a levantarse. Ella no cesaba de mirarle de hito en hito, aún demasiado apabullada para darse cuenta con claridad de lo que estaba ocurriendo. Snuk la zarandeó con fuerza y le espetó:

—¡Son los cosechadores! ¡Hemos de salir de aquí, rápido!

—¿S… Snuk? —balbució ella—. Pero, ¿qué haces tú aquí? ¿Qué significa esto?

—¡Corre por tu vida, maldita estúpida! —aulló el joven, arrastrándola, haciéndole daño en el hombro de la fuerza con que le clavaba los dedos. Rala tropezó con el recipiente de cerámica relleno de líquido que tenía entre las piernas y cayó al suelo.

Pero no llegó a tocarlo.

Aterrorizado, Snuk contempló cómo el cuerpo de Rala quedaba suspendido en el aire a una distancia de un palmo de la hierba, y a continuación era succionado hacia arriba por una fuerza misteriosa, en dirección a las fauces abiertas de la nave.

Snuk tiró de ella, se aferró con fuerza a sus piernas. La muchacha lloraba de miedo y parte de la orina que estaba descargando cuando fue interrumpida no pudo ser contenida y goteó sobre el rostro de Snuk, que apretaba los dientes. Se empeñaba en no soltar a su amada, pese a que su peso no bastaba para contrarrestar el efecto del rayo tractor. Unos gritos histéricos procedentes del bosque de hongos llamaron su atención: eran jóvenes recolectores de la aldea, que habían avistado la nave (o al par de cuerpos que eran arrastrados hacia ella) y daban las voces de alarma. Los haces de rayos carmesíes de las defensas llovieron sobre ellos, dispersándolos y matando a unos pocos en medio de potentes explosiones de llamas.

Snuk miró hacia arriba, por encima de las piernas de Rala, de su rostro acongojado que no cesaba de llamar a gritos a su madre. Contempló cómo la oscuridad mortuoria de la bodega de la nave se hacía más y más densa a medida que las fauces del monstruo se dilataban para tragárselos.

La Residencia estaba constituida por un complejo de edificios conectados por túneles de cristal, cuyo trazado sugería una forma simétrica vista desde el aire. La mansión principal tenía cuatro pisos y dos áticos, coronados por un bosque de chimeneas guarnecidas por marcos acrilíceos. En algunas se adivinaban nidos de cigüeñas.

Los jardines propiamente dichos no estaban a la vista desde el frente de la casa, sino que permanecían protegidos por altas murallas de piedra en la zona más oculta del valle. El planeta Aeolus, sede familiar de los Sax, se parecía mucho a Mundo Joya, con preciosos valles verdes rodeados de lagos de un azul más intenso que el del cielo. Toda una fiesta para los sentidos, que era especialmente sugerente cuando nos aproximábamos a los jardines amurallados. Sólo las fragancias que escapaban por encima de las atalayas salpicadas de soldados y torres de vigilancia ya resultaban tan bizarras que era imposible hacerse una idea del paisaje multicolor que las generaba.

No me pasó desapercibida la desproporcionada presencia militar. Tristan me condujo a la entrada de los jardines con toda la celeridad que le permitía su cojera. Pude apreciar bien la cantidad de cámaras y de armas automáticas camufladas en obras de arte y cariátides de medio torso. No di un solo paso sin que una de aquellas esculturas de gesto hierático volviera unos grados su cabeza para espiarme.

—¿A qué viene tanta seguridad? —pregunté, caminando junto a Tristan con las manos en los bolsillos. El hombre se había cambiado de ropa: ahora llevaba una camiseta de manga corta sobre pantalones de camuflaje.

—Desconfianza.

—¿Hacia quién?

Tristan enseñó un pase a un ojo electrónico. Un pequeño puente de madera giró para encajarse entre las orillas de un riachuelo de ácido que bordeaba la muralla como un foso humeante.

—Hacia todos.

Tras el puente sorteamos la última barrera, las dobles puertas de feracerámica que protegían el recinto del jardín. Tuve que atravesar casi agachada un túnel oscuro entre paredes que expulsaban gases aquí y allá, y de repente el mundo se metamorfoseó… en algo diferente.

Tristan permaneció un paso por detrás, conteniendo un bostezo, mientras yo abría desmesuradamente los ojos y las fosas nasales y trataba de apreciar en conjunto el complicado fresco olfativo de los jardines.

Se trataba de un recinto cerrado de más de una hectárea cuadrada, dividido en países de color y fronteras de polinización. Todo el suelo era una alfombra interminable de rabiosas especies vegetales en competición, inmersas en guerras de colores, brillos o fragancias. Mi parco conocimiento general me permitía reconocer los ejemplares más comunes: jazmín azul, lilo, clemátides de Risaura, cálices oropendros, margaritas… Pero allí crecían miles de especies alienígenas jamás vistas ni olfateadas salvo por el selecto grupo de privilegiados que había tenido oportunidad de atravesar aquellas puertas. Anonadada, me volví hacia mi anfitrión y sonreí.

—Es… increíble —fue lo que se me ocurrió. Tristan, aburrido, se inclinó para arrancar un tallo de algo parecido a un guisante copuláceo.

—Cuando vienes la primera vez, sí. Luego te acostumbras.

—¿Por qué cultiva flores tu familia? —inquirí, sin dejarme afectar por su cinismo.

—Nos gustan y hacen mucho bien a las damas. No somos los únicos floricultores de Aeolus.

—Hace falta un esfuerzo muy potente y bien coordinado para lograr algo como esto. —Afilé los ojos, abarcando con un gesto un segmento del jardín ocupado por unos árboles enanos que parecían estar llevando a cabo algún tipo de migración estacional hacia otra zona del recinto—. Mucho dinero y coordinación. Algo así no se logra por simple amor a la horticultura.

El joven sonrió.

—Eres muy lista. ¿De verdad quieres saber por qué las cultivamos?

Asentí.

—Sujeta esto —ordenó, tendiéndome el capullo que había arrancado. Lo miré sin mucho interés. Era sólo una campanilla verde oscura con largos pistilos bastante feos surgiendo de su interior.

—¿Qué es?

Tristan sujetó mi mano con dulzura, colocándola en posición horizontal. La campanilla se balanceaba débilmente en la palma por efecto de una débil corriente de aire.

—Un asesino —susurró, y agarró con fuerza mi muñeca para que no balanceara la mano—. ¡Quieta! Un solo movimiento y derramarás el polen letal sobre tu piel. Luego te pondrás azul, se te caerán los dedos y tus ojos se convertirán en masas putrefactas de color gris. Lo llaman la muerte escarlata.

Miré aterrada al pequeño capullo verdoso. No sabía si Tristan estaba bromeando o no, como sugería su cálida sonrisa, pero el fuerte apretón de sus dedos sobre mi muñeca y la amenaza de que el esponjoso polen se derramara no me dejaban más opción que quedarme totalmente quieta.

—¿Qué significa esto?

Tristan me soltó. Paseó a mi alrededor, observándome con curiosidad. Yo no moví un músculo, ni perdí de vista unos granos de polen blancuzco con los que la brisa jugueteaba justo al extremo de los pistilos.

—Así que Piscis, ¿eh? Dime, ¿a qué vino ese repentino cambio de opinión sobre si debías o no aceptar la hospitalidad de mi padre? Al principio parecías muy preocupada por marcharte. ¿Qué fue lo que viste que te hizo cambiar de idea?

Callé unos segundos, ponderando la respuesta. Y después, muy lentamente —porque sabía lo que me jugaba—, recité:

—No hay noche, sólo luna. No existe el sol, sino la luz que preludia la cacería. El hambre del lobo estepario…

—… El hambre del lobo estepario afina en el yunque de la sangre la promesa de un nuevo día —concluyó él, mirándome directamente a los ojos. Sus pupilas estaban llenas de algo tan indefinible como aterrador—. Tú conoces los protocolos.

—Yo también fui improntada en una época muy lejana —susurré, haciendo un pozo en la palma de la mano para que la flor no saliera volando en alas de la brisa—. Había olvidado esa época y las palabras que activaban los protocolos… hasta que te oí hablar.

—¿Cuáles son las palabras que no puedes pronunciar?

Cerré los ojos, traté de dejar el mundo atrás. Inicié una maniobra que creí haber dejado para siempre enterrada allí, en el lugar donde guardo los recuerdos desagradables de mi infancia simulada, aquella época de mi vida como esclava de placer que, por todos los dioses, espero poder borrar por completo algún día de mi cabeza. Lentamente, un vocablo timorato vino a mis labios:

—T… t…

—¿Trispasto? ¿Trisque? ¿Trillado?

—T… tris…

—Trismo.

Asentí, transpirando a través de toda mi piel. Mo, tris, en combinación inversa, palma hacia abajo y cuello torcido. Una de las llaves comunes. Palabras que sólo podía conocer como constructos derivados de fórmulas somáticas.

Tristan asintió, expresando alegría por primera vez desde que le había conocido.

Trismo. La rigidez espasmódica de los músculos de la mandíbula inferior. ¿Para qué servía esa llave? ¿Qué es lo que guarda en tu interior? Ah, Piscis, cariño… cada vez me fascinas más. Creo que voy a disfrutar estos días aquí, contigo.

Dio un golpe desde abajo a mi mano extendida que hizo saltar la campanilla venenosa hasta la suya; a continuación se marchó vertiendo el contenido de sus pistilos, el polen supuestamente letal, en su garganta. Lo saboreó sonriente como quien prueba granos de menta-canela.

—Delicioso.

Me volví. De entre las sombras apareció una mujer vestida con un traje de entrenamiento militar en cuero negro, con complementos metálicos al estilo de una cota de malla. Era más baja que yo, de espaldas anchas, mentón duro y caderas angulosas, bien trabajadas. En la mano derecha llevaba enrollado un látigo para bestias.

Yo, que aún no me había recuperado del todo del susto, aspiré con fruición el aire del jardín, que de repente se me antojó agobiante. Corriendo, salí al exterior atravesando las grandes puertas para aspirar el cálido aire de la mañana. La muchacha, de unos treinta años muy juveniles, me alcanzó apartándose el rizado cabello negro de la cara.

—A veces ni yo misma lo soporto —dijo mirando la figura de Tristan, que se alejaba en dirección a una construcción con forma de anfiteatro desde donde llegaban sonidos de lucha—. Aunque sea mi hermano.

—¿Es… es su hermano? —Tosí, sacudiéndome las palmas para liberarme de los restos del gracioso polen.

—Por desgracia. Soy Sin-derella —se presentó, estrechando mi mano. A continuación se llevó los dedos a la nariz—. Uhm. Fragosa de lima. Un polen usado como condimento para las comidas. Pero mezclado con rosella y ploma se convierte en un singular afrodisíaco.

—Él me dijo que era un veneno.

—Su sentido del humor está cortado por ese rasero; tan sutil como la picadura de una serpiente cuando te agachas para orinar. El duque me ha hablado de ti. ¿Es cierto que vas a pasar unos días con nosotros?

—Ajá —asentí—. Me siento muy halagada por la hospitalidad de su padre. Creo que esperaré a que reposte mi nave y luego iré a entregar un cargamento a Permafrost antes de la llegada de las lluvias, o el planeta se volverá impracticable.

—Magnífico. Dormirás en mis habitaciones; son las únicas de la Residencia que están atendidas por los clonandroides con instrucciones específicas para residentes… femeninos, ya me entiendes.

—Entiendo. Muchísimas gracias por su hospitalidad.

Seguimos caminando acercándonos a los anfiteatros (o pozos de entrenamiento, como los llamó Sin-derella mientras me los describía). No pude dejar de observar la figura de Tristan mientras saludaba al armero con una jovial palmada en el hombro y accedía a la armería para pertrecharse de sus útiles de entrenamiento.

—Cuando era joven se parecía mucho a la chica del otro cuadro, ¿verdad? —comenté, recordando las pinturas que había en el despacho del duque. Sin-derella asintió gravemente.

—Era nuestra tercera hermana, Julia. Tristan y ella eran como dos gotas de agua de pequeños.

—¿Era? ¿Qué le ocurrió?

—Desapareció en una redada de los cosechadores de esclavos Xarianos de Xar. Hacen incursiones por todos los mundos de la Sílfide buscando carne de cañón para el gran espectáculo de la Arena, gente que sirva de entrante y aperitivo a los luchadores para que se vayan fogueando hasta que comiencen los combates más duros. Pero te lo advierto —me apuntó con un dedo—: no nombres este tema en presencia de Tristan. La pérdida de Julia fue un trauma del que aún no se ha recuperado.

—Entiendo —conviné, mirando a Tristan mientras desaparecía en el interior del edificio de entrenamiento. Tenía razón. Aquellos días iban a ser sumamente interesantes.

Ir a la siguiente página

Report Page