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6. Delicias embotelladas en los mares de hielo

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6 Delicias embotelladas en los mares de hielo

Los clonandroides tuvieron lista la nave de los Sax a primera hora de la mañana. Sin-derella y yo despertamos con las primeras luces, nos turnamos en la ducha y nos pertrechamos para el largo viaje, ella con sus ropajes de cuero (de los que tenía un armario lleno), yo con mi traje de vuelo plateado habitual.

Pese a las advertencias de Tristan sobre sus particulares rasgos de carácter, lo cierto es que su hermanastra se portó muy bien conmigo aquella noche. Puso a mi disposición todo su arsenal cosmético, nos reímos haciendo experimentos hasta bien entrada la madrugada, y dormimos bien separaditas en camas independientes. Peluche, mi gata de Angora, encontró cómodo un nido hecho de montones de ropa en una esquina de la habitación, y nos ignoró el resto de la noche escondiendo sus bigotes tras su velluda cola argéntea.

En cuanto amaneció un robot vino a recogemos. Nos condujo al salón comedor del edificio principal, donde tuve la oportunidad de hablar con el duque sobre la proposición de su hijo de acompañarle a los templos kays de Permafrost. Éste ya le había informado y estaba de acuerdo con la idea, así que no tuve que usar ninguno de los trucos de charlatanería que había planeado la noche anterior para convencerle. Como él sabía, me convenía partir cuanto antes para vender la carga que se amontonaba en las bodegas de mi nave, una tonelada de estufas eléctricas recargables a pedales (incluían biciestáticas muy monas que, según el fabricante, complementaban el grado de calor en el organismo del usuario si no disponía de una toma de corriente cercana).

Sin-derella y su hermano nos acompañaron en un desayuno frugal, completamente vegetariano. Me sorprendió la resistencia que la hermana de Tristan expresó ante la idea del viaje a Permafrost. Su padre la escuchó con calma, pero o bien no estaba dispuesto a cambiar de planes en el último momento, o la chica no supo defender bien sus argumentos. A mí no me quedaron nada claras sus razones. Era reticente a hacer ese viaje, pero por alguna razón no estaba dispuesta a explicarlo conmigo delante.

Tras la comida nos dirigimos a la pista de despegue. Mi nave, Aquario, permanecía estacionada sobre su tren de aterrizaje de ruedas intercambiables por patines en una pista secundaria, tras la genonave de los Sax. Ésta consistía en un racimo de bulbos cristalinos de colores blancos y rojos, muy orgánicos, rodeado por una gelatina solidificada en elipses de gran belleza. Parecía como si la nave hubiera crecido de un útero en lugar de un astillero.

El duque despidió a sus hijos dándoles su bendición y reservando un fuerte y profesional apretón de manos para mí. Sacudiendo la mano sin que me viera, me despedí y subí a mi nave, solté a Peluche y me senté en el diván de mando. Aquario despegó rápidamente mientras la genonave aún se desprendía de los anclajes de pista, poniendo rumbo al espacio profundo.

El salto hasta Permafrost sería breve, tan sólo seis horas de pasillos semipermeables ligeramente alveolados entre dimensiones, y llegaríamos alrededor del amanecer local. De sol a sol, pero de uno amarillo y brillante como el de Aeolus a la fría estrella carmesí de Permafrost, un planeta que podía definirse como un enorme cubo de hielo flotante. Lo de cubo era literal: ésa era la forma del planeta, un secreto de sus orígenes que se perdía en la noche de los tiempos, pero sobre el cual mil planetólogos habían teorizado, especulado y discutido, sin llegar nunca a conclusiones definitivas (entre otras razones, porque ninguno se atrevía a admitir que la forma aproximadamente caligráfica de la cordillera más grande del planeta, situada en la cara sur del eje Z, correspondiera a algún tipo de firma).

Cuando llegamos, la genonave se despidió de mí por el momento y aterrizó en uno de los enclaves de los monjes kays, situado cerca de una de las aristas geográficas más regulares. Yo puse rumbo a Frys, la capital-estado más importante de la zona civilizada de la cara Y-norte, prácticamente el mayor centro urbano de aquel pedazo de nieve expresionista.

Tardé menos de tres horas en ponerme en contacto con mis compradores y deshacerme de la carga. Los pobres eran humanos, pero tenían un aspecto tan lamentable y amoratado que por un momento me pareció que se habían convertido en mutantes por el frío. Ellos rieron y dijeron que no, que para mutaciones extrañas las de los habitantes del eje X, los X-etis, que preferían vivir en cavernas profundas y heladas por motivos religiosos antes que en la cálida y confortable superficie. Ellos, los Y-etis, no tenían su aspecto y costumbres tan raras.

Con el dinero contante y sonante en las manos, me despedí de ellos prometiendo hacer turismo alguna vez en su patético desierto helado, donde ni siquiera se podía esquiar porque casi todo el perfil topográfico era plano, y puse rumbo al monasterio. Estaba contenta conmigo misma. Ahora sí que podría reparar los malditos inductores o cambiar de una vez el tapizado de las consolas, incluyéndoles un buen repelente para gatos. Peluche tenía el puesto de radar hecho trizas.

El monasterio me sorprendió. Estaba edificado no en una arista del planeta, sino justo sobre uno de los vértices donde confluían tres. Era una construcción de jaspe y piedra caliza en forma de árbol invertido, con la base más grande que la cúspide y una docena de plataformas y edificios linajudos construidos sobre brazos acabados en platos. Localicé la genonave en uno de estos platos y me dirigí al contiguo. La torre de control me saludó en tres idiomas con una vocecita encantadora, acompañada por una suave musiquilla hindú. No me preocupé por cosas tan triviales como lo aberrante que sería el eje de gravedad en un punto del planeta como ése, y posé mi nave en la plataforma, silbando la pegadiza tonadilla de las instrucciones de vuelo.

Como no era cuestión de presentarme ante los venerables en traje de faena, acudí presta al recambio de guardarropa que les había comprado a los jullasym en Tikos. Me vestí como una princesa, con un largo traje de noche facetado con palabra de honor y tacones que más que andar se clavaban en el suelo. Con ellos y el impresionante peinado en cúpula (cortesía del secador/moldeador automático de mi nave) me alcé sin pudor hasta unos insultantes 192 centímetros. Compuse una sonrisa de gata que le había robado a Peluche, y me dispuse a conquistar por la vía de la elegancia aquel estúpido trozo de helado poliédrico.

El recibimiento, sin embargo, no pudo ser más pueril: un oficiante kaynita bajito y pelón me salió al encuentro cuando descendí de la nave. Me sonrió mostrando las paletas desde las profundidades de su metro cincuenta de estatura, y me condujo apresuradamente a un salón de recepciones, recargado pero sin personalidad en la distribución. El oficiante barruntó algo sobre que los Sax aún estaban reunidos con el Alto Imán del templo, pero que no tardarían en acabar. Me señaló indisimuladamente un mueble bar, y se retiró de reverencia en reverencia.

Las puertas se cerraron, dejándome sola en la habitación.

En fin. En peores circunstancias me había visto. Balanceando los brazos, me puse a dar vueltas por la estancia, acercándome a las ventanas de guillotina. El sol me cayó oblicuo en los ojos, pero su escasa fuerza apenas me hizo parpadear. Desde allí divisaba a Aquario, tranquilamente posada sobre las raíces aéreas del templo. Otros dos aparatos desconocidos partían del monasterio saltando graciosamente sobre la arista sur del planeta como delfines de metal.

Aburrida, acabé por abrir el mueble bar. Desde luego, hielo no les faltaba. Había una cubitera llena con un tinto piamontano en botella de cristal. Sorprendida, lo descorché con los dientes (previas miradas en derredor para asegurarme que nadie me vería hacer semejante guarrada), y lo olfateé. Inútilmente, por supuesto, porque nunca he entendido de vinos, pero la ocasión lo exigía. Luego me busqué una copa y vertí solo un poquito.

Una hora después, ese poquito se había convertido en una sucesión escalonada de autoexcusas seguidas de poquitos hasta vaciar media botella. La habitación se tornó más amplia y hasta la caótica mezcla de adornos barrocos comenzó a casar con cierta elegancia en mi cabeza. (Incluyendo ese sofá con cabecero tallado lleno de horribles figuras mendicantes, o los tapices chintz de calicó moteados con diseños triangulares coloristas).

En un determinado momento las puertas se abrieron; fue Tristan el que entró con una pose de suficiencia muy propia de él, seguido por el tapón del oficiante. Al verme tirada en el sofá con la copa en la mano, torció el gesto.

—Vaya, perdona que te hayamos hecho esperar, Piscis. Estábamos absortos escuchando el discurso de bienvenida del Imán.

—Es agua pasada. —Le resté importancia con un gesto—. He hecho buenos amigos aquí, entre los señores esos de los cuadros. —Señalé un grupo de retratos en sepia llenos de hombres de largas barbas y piel cobriza—. Estoy jugando con ellos a ver quién parpadea antes, pero los muy grrfftt siempre ganan. ¡Ja!

—Piscis. ¿Estás borracha?

Le miré ofendida.

—¿Qué pregunta es ésa para una dama? ¡Por supuesto que no! Yo nunca pierdo el control. Además, este tinto es ligero como el agua. Es tan suave e insípido que ni siquiera lo notas bajar.

Tristan me quitó la botella de las manos. Tras echarle una asombrada mirada la dejó en la cubitera.

—Madre mía. Esto es tinto de Piamontana. Venga. —Me ayudó a ponerme en pie y alisarme el vestido—. Tenemos que ver al Imán rápidamente, antes de que se te suba a la cabeza. Si no, adiós a la entrevista.

—¡Estoy bien! —zanjé, estirando la columna. Tristan me quedaba unos centímetros por debajo con aquellos tacones.

Sacudiendo la cabeza, el joven me condujo del brazo hasta el edificio central del templo, a través de pasillos de techo ovalado, paredes llenas de arabescos, puertas en iris y holografías de su dios (los kaynitas eran probablemente los únicos afortunados de entre todas las religiones del cosmos en poseer auténticas holografías de su divinidad, encarnada para ellos por obra y gracia de la divina providencia en una testarteja ahumada, cinco años atrás: desde luego, su dogma era tremendamente pragmático).

Al final, por obra y gracia de un sistema de transporte interno en plataforma sustentadora, arribamos a la cámara del Alto Imán.

Contuve la respiración al entrar. A la cámara, colocada en la cúspide de la torre más alta —hueca y lisa en sus dos tercios superiores— se accedía exclusivamente ascendiendo en una plataforma sustentadora controlada desde arriba. No había escaleras ni formas alternativas visibles de acceso.

Una vez en la cima, comprobé que el Imán se cuidaba mucho de vivir en un entorno aséptico. La luz natural se combinaba con aderezos artificiales para sugerir una atmósfera tranquila y reservada. El ascensor se abrió a una habitación ovalada de diez metros, llena de cortinajes de seda rojos y cojines aterciopelados, bajo la sombra de bandejas flotantes cargadas de frutas exóticas. Sobre un gran amasijo de cojines en el centro de la sala se encontraba el Alto Imán, en la posición del loto. Era un hombre anciano, de largas barbas canas y cejas que salían disparadas por los lados de su cara como pinceladas al óleo. Era calvo y lucía una testarteja, con los ojillos planos mirando absortos hacia delante, tatuada en el cráneo.

A su izquierda y frente a él estaba acuclillada Sin-derella, fumando jaspe en pipa de Surinam. Se había cambiado de ropa, parecía una cortesana enfundada en gasas transparentes, con los pechos descubiertos y dos argollas atravesando sus pezones de las que colgaban las sedas del vestido. Al verme llegar me sonrió, pero no habló hasta que lo hizo el Imán:

—Profundo gris, el color de la llegada. Tibio naranja, el de los corazones colmados de jolgorio —exclamó, con voz cascada—. Yo te saludo, Piscis.

—Eh… yo también me coloreo de verle —correspondí, algo descentrada. Era cierto que el tinto bajaba como agua, pero desde luego se transformaba en algo muy distinto cuando llegaba al estómago. Tristan me dio un codazo disimulado.

—Mis huéspedes me han explicado el motivo de tu visita —continuó el Imán—. Aquí en Permafrost apreciamos a los comerciantes libres, que por encima de los intereses de cualquier emporio transportista o liga de comercio han ayudado a nuestra gente en el pasado. Vosotros sois mucho más honestos y cercanos, agradables de tratar.

—Se lo agradezco, yo…

—Piscis estaría encantada de compartir con nosotros sus conocimientos sobre el asunto que hemos tratado esta mañana, Alto Imán —me interrumpió Tristan, colocándose un paso por delante—. Nos gustaría charlar brevemente con el brahmaputra Grabar, maestro de improntadores… si sus obligaciones no se lo impiden, claro.

El Imán asintió, rascándose la barba llena de pelusa.

—Creo que el brahmaputra, que es un hombre muy sabio, no tendrá inconveniente en recibir a nuestra invitada para que entre ellos nazca el violeta de los propósitos compartidos.

—Muchas gracias, su cromatograficidad. —Hice una reverencia—. Estoy segura de que sus violetas y mis amarillos se mezclarán con total diafanidad —concluí, y sentí unas ganas de reír espantosas. Tristan me empujó un poco hacia atrás mientras continuaba agasajando al viejo. Yo me apoyé disimuladamente en una columna llena de símbolos sagrados y agaché la cabeza, tapándome la cara con la mano y alzando el pecho al ritmo de la risa contenida.

—Esperamos que el santo brahmaputra nos pueda iluminar en estos momentos de incertidumbre. Estoy seguro de que sí, puesto que su sabiduría es legendaria incluso allá en mi planeta. Y con esto nos despedimos, ¿verdad, Piscis? —gruñó Tristan, cogiéndome por el brazo. Yo asentí, con lágrimas en los ojos.

—Por supuesto, su imanidad —dije—. Espero que no tarde en atraerme de nuevo hasta sus lugares de oración con su insuperable magnetismo.

Tristan casi me echó de allí a empujones, sonriendo como un estúpido y tapándome la boca con la mano en un abrazo disimulado. Yo no podía contenerme y si él no me hubiera metido los dedos en la boca, hubiera estallado a reír descontroladamente en las mismas narices del Imán. Por mucho que lo intentaba, no llegué a quitarme de la cabeza los ojillos de su testarteja, mirándome desde su calva con cara de pasmo.

Una vez fuera, ya descendiendo por el ascensor, Tristan abandonó su sonrisa forzada y gritó:

—Pero, ¿es que estás loca? ¡Estúpida, casi ocasionas un desastre allá arriba!

—Oye, no me chilles —lo detuve, alzando una mano—. Que yo no tengo la culpa de que me hayáis hecho esperar una maldita hora junto a aquel mueble bar tan mono. Si no te gusta, píntalo de otro color —y volví a carcajearme. Ya me dolía el estómago cosa mala—. Ay.

—Joder. —Tristan se pasó una mano por la frente, secándose el sudor—. Está bien. Esta noche dormiremos en el templo y mañana a primera hora partiremos hacia el Nanga Devi para ver al maestro de improntadores. Por lo que más quieras, en el tiempo que nos queda de estancia en el templo haz el favor de controlarte.

Creo que fue él quien me condujo a las habitaciones donde desperté horas más tarde, pero no estoy muy segura. Por mi cabeza sólo pasaban imágenes surrealistas de botellas de vino en las que nadaban truchas borrachas como en enormes peceras de alcohol. Esas imágenes se entremezclaban con otras donde relucían cavernas de hielo llenas de indígenas peludos que, inexplicablemente, parecían empeñados en coserme a un lienzo en blanco y embadurnarme de pintura naranja.

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