Arena

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8. El Mar de los Cuerpos Celeste

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8 El Mar de los Cuerpos Celeste

El Nanga Devi era una montaña, pero una muy especial: no se elevaba por encima de la superficie hacia el cielo, arriesgándose a romper la armonía del paisaje plano e infinito, sino que por alguna extraña fuerza de la naturaleza se había hundido cabeza abajo en el hielo. Su perfil escasamente cónico se transparentaba a través de la capa superficial como el corte de un enorme iceberg más denso que el océano estático en el que estaba atrapado.

Llegamos justo al anochecer, y si Permafrost era una molestia permanente para la vista durante el día, con ese sol rojo reflejándose una y otra vez hasta formar una colmena de esferas rojizas superpuestas dondequiera que uno fijara la vista, de noche cambiaba radicalmente. Al ponerse el sol, su luz se pintaba sobre la superficie como derramándose en un espejo celestial. La tierra se volvía oscura y llena de estrellas, y resultaba prácticamente imposible averiguar dónde acababa el cristal y dónde empezaba el cielo.

En silencio, moviéndonos despacio como si tuviéramos miedo de estropear aquel paisaje tan serenamente hermoso, posamos las naves frente a la entrada a las cavernas. Luego nos ataviamos para soportar las letales temperaturas del subsuelo.

Sin-derella se reunió conmigo junto al tren de aterrizaje de Aquario.

Yo señalé a mis pies y dije:

—Próxima Centauri. Y tú estás pisando las Perseidas y la constelación de Naraem.

Sin-derella bajó la vista y se apartó, colocando sus pies atados a raquetas de nieve en un espacio oscuro entre puntos luminosos. Había tantos que era casi imposible caminar sin pisar alguno.

—No quisiera ofender a los que viven allí. Pobrecitos —bromeó, ajustándose el abrigo monoclima. Su computadora interna lo reguló a una temperatura estable de veinte grados.

Raspé el suelo arrancando el trocito que contenía a Orión. Al alzarlo, sin embargo, el reflejo resbaló hasta caer por el borde y volvió a su lugar en la tierra.

—Es una pena que no estén de veras aprisionadas aquí —comenté—. Me gustaría llevarme algunas Perseidas para que iluminasen mi camarote por las noches.

—Lo llaman el Mar de los Cuerpos Celestes —aclaró Tristan, reuniéndose con nosotras. Llevaba atado al cinto el mismo cuchillo con el que había danzado conmigo en la Residencia—. Éste es el único océano que jamás conocerás que posee un ritmo de existencia variable, como las estrellas pulsantes, y que sólo se deja ver por las noches. Es el paisaje más hermoso del universo, pero es invisible.

—No te creía tan poético —pinchó su hermanastra—. Debe ser que te sienta bien haber muerto y resucitado en los brazos de esta joven, Tristan.

El joven guerrero le lanzó una mirada algo despectiva y, cogiendo las mochilas con nuestros enseres personales, se dirigió a la entrada de las cavernas.

—Eso no tiene nada que ver. Conozco a varias personas que ya han muerto al menos una vez.

Sin-derella y yo nos encogimos de hombros y le seguimos a las profundidades de la tierra.

Utilizamos túneles ya fabricados, con escalones medio ocultos en las paredes. En algunos había restos de provisiones congeladas, aún comestibles. Sin-derella me explicó que aquellos pasadizos formaban parte de la red de túneles que los oriundos del planeta usaban para desplazarse, aunque los X-etis, dominantes en la zona, se habían desplazado años atrás a otro lugar por temor a los corrimientos del hielo. Aquel planeta también sufría movimientos tectónicos, sólo que adquirían la forma de enormes morrenas subterráneas con glaciares verticales. Al parecer, el reflujo de sus rimayas era tan veloz como letal.

El resto del camino, tras esta oportuna explicación, anduve vigilando con más cuidado las paredes.

Alcanzamos uno de estos glaciares a la altura de la medianoche; de verdad iba tan rápido que no nos plantamos sobre él, sino que lo abordamos en marcha. El movimiento de la morrena lateral era evidente a ojos vista: formaba una barricada de piedras sueltas y tierra removida complicada de atravesar.

—¿Por qué el sabio ése vive en el interior del glaciar? —pregunté a Tristan, mientras nos afianzábamos con las cuerdas. Éste se encogió de hombros.

—Es una forma barata de moverse por el subsuelo, supongo.

Preguntándome cómo demonios se las arreglaba el anciano para renovar el aire de la grieta, accedí de repente a una cueva interior amplia, llena a rebosar de estalactitas, estalagmitas y carámbanos de hielo, que crecían de lado desde las paredes. En su centro había un robot, una masa de metal humanoide con brazos estriados y un cono de cristal por cabeza, en cuyo interior repiqueteaban diminutas campanas de silicio contra yunques almacenadores de memoria de caché.

El robot, muy afable y con acento aristocrático, nos saludó:

—Buenas noches. Soy Obbyr, el secretario personal del brahmaputra Grobar. Sírvanse esperar unos segundos para que pueda transmitir la buena nueva de su llegada y reciba las correspondientes instrucciones.

A continuación enmudeció, perdido en operaciones ocultas. No sé qué me molestó más, si su tono empalagoso (el que emplearía un mayordomo aburrido sin nada que hacer en lo que queda del día), o que estuviera recibiendo instrucciones. ¿Qué pasaría si, después de tanto caminar, el brahmaputra decidía no recibimos?

El robot tecleó algunos flujos de órdenes en su cerebro transparente (juraría que el nodo de memoria de la urgencia lo puso con mayúsculas), y su altavoz berreó:

—El santo brahmaputra Grobar, maestro de marionetas, les recibirá ahora.

Se apartó descubriendo una puerta de la pared. Tristan suspiró muy ligeramente cuando recibió la noticia, lo cual me confirmó que tampoco él estaba del todo convencido de que el anciano nos dejase entrar.

Cambiamos de estancia. Seguidos por el robot, que se movía como un pato mareado sobre sus piernas rechonchas, descubrimos al brahmaputra.

No era un anciano. Ni siquiera era del todo humano.

Pertenecía a la misma raza de hermosa piel azulada que el resto de los habitantes del planeta, pero sus serias modificaciones corporales saltaban tan evidentemente a la vista que estaba claro que a Grobar no le interesaba lo más mínimo ocultarlas. Era un hombre de unos cuarenta años y metro ochenta de estatura —salvo yo todos los demás le quedaban por debajo de la nariz—, delgado y enjuto, sin un solo pelo en ninguna parte expuesta del cuerpo, y con diversos implantes surgiendo de agujeros en su túnica gris. Su cabeza era la única parte de su anatomía que no estaba levemente deformada por la arista de algún artilugio metálico, pero reposaba como un pastel de carne sobre un cuello en forma de bandeja, hecho enteramente de plástico y circuitería.

Al vernos entrar, el hombre hizo rotar su cabeza hasta un ángulo imposible sobre este anillo. Luego su cuerpo completó el giro.

—Vaya, vaya, los retoños Sax —sonrió, afable—. Cuánto tiempo sin veros, ¿no es cierto?

Tristan y Sin-derella se le acercaron muy contentos y depositaron sendos besos en su mejilla. Como para reafirmar su masculinidad, el joven guerrero le sacudió la mano virilmente después. Yo me crucé de brazos, esperando que aquello no se convirtiera en otra reunión mística. No tenía ningún mueble bar a mano.

—Vaya, vaya —dijo el brahmaputra, dándole unos golpecitos a Tristan en el hombro—. Veo que has seguido entrenándote. Y que tienes piernas nuevas, ¿no es cierto? ¿Un accidente en la Arena?

—Esta vez casi acaban conmigo, maestro —respondió él, gravemente—. No veo la hora de realinear mis armonías y poder volver a combatir. Deseo volver a entrar en la jaula de los sueños.

—Bien, bien —aprobó el hombre, volviéndose hacia la benjamina de los Sax—. ¿Y qué te ocurre a ti, Sin? ¿Qué ha hecho el destino contigo en estos años?

—Me ha transformado en una mujer, señor —dijo ella, orgullosa—. O eso espero. Yo también deseo superar la prueba de los sueños.

—Ajá.

Al fin el momento que todos estábamos esperando: el brahmaputra se dignó a mirarme. Y me pilló desprevenida en mitad de un bostezo.

—Ejem… hola —carraspeé—. Yo también me alegro de verle… ¿no es cierto?

—Gran Soñador, ésta es Piscis de Zhintra —me presentó Tristan, resignado—. A esta mujer, por extrañas vueltas del destino, le debo la vida, y he querido saldar mi deuda trayéndola a hablar con vos. Al igual que nosotros, está improntada. Desea saber si podéis ayudarla a encontrar al maestro de sueños que colocó los candados a su mente.

El brahmaputra asintió y se adelantó hasta colocarse a menos de un metro de mí. Yo retrocedí un poco, acongojada por el siniestro brillo de sus ojos.

Rascándose uno de los chips del cuello, nos condujo al interior de su insólito jardín particular.

—¿Qué es todo eso de los sueños? —pregunté un rato después, siguiendo en solitario a Grobar hasta lo que parecía una enorme flor hecha de hielo. Mis compañeros se habían quedado en el centro de la caverna que albergaba el jardín, una extensa plantación de cientos de flores congeladas, cada una del tamaño de un ser humano.

—¿Los sueños? Son formas de la mente —respondió—. Movimientos telúricos de los músculos de la sinrazón. No podemos verlos, no podemos hacernos partícipes; tan sólo…

—Eh, relájese —abrevié, enfadada—. A mí no me venga con misticismos raros, que tengo muchos años luz a mis espaldas. Dígame qué significan las flores, por favor. En omnigalac.

El hombre me miró con condescendencia.

—Son válvulas miméticas sensocaptadoras de flujo resonante piezoentrópico de nivel seis.

—Ah. Pero, ¿poseen un corrector encéfalonefástico reticular pelmazoide, o son del viejo modelo de las glandulares emoticováricas?

—Eh… —titubeó—. De las primeras.

Disgustada, destrabé el seguro de mi arma del cinto y agarré con malas intenciones la culata.

—Oiga, no sé quién se cree que es ni qué les hace a esos chicos, pero a mí no me asusta su verborrea pseudotecnológica.

—Se lo estaba inventando, ¿es cierto?

—¿Y usted?

Tras unos momentos de silencio, el brahmaputra estalló en carcajadas.

—No tengo la más remota idea de qué son estas cosas ni de quién las inventó —explicó, más informal—, pero sí sé que con ellas se puede extraer un tipo de energía mental que sólo se produce durante los estados de narcolepsia profunda, y que sirve para estimular ciertas zonas cerebrales.

—¿Como cuáles?

El brahmaputra se sentó en el centro de la flor gigante, extendiendo las manos sobre un tapiz de pistilos de control. Parecía un compositor experimentando con un delicado piano surrealista.

—Las de la memoria. Desde aquí puedo inducir recuerdos en sus mentes y extirpar temores, fobias o miedos que en el futuro podrían serles de poca ayuda.

—Pero eso es manipular abiertamente sus cerebros —vacilé—. ¿Lo saben ellos? ¿Lo sabe el duque?

—Éste último sí. —El brahmaputra me guiñó un ojo y acarició voluptuosamente algunos pistilos. Destellos de electricidad descendieron por los tallos y desaparecieron caverna adentro en dirección a las flores que ahora contenían los cuerpos de los hermanos Sax—. La experiencia de la Arena es aterradora. Los derbys suelen durar un día completo sin intervalos de cuartel para sanar o tan siquiera recoger a los heridos. Imagínese más de veinte horas seguidas luchando en las carreteras de la muerte, esquivando los disparos, arreando mamporros a los brutos que quieren tu sangre… Un sola sesión en ese infierno es capaz de volver loco a cualquiera.

—Así que usted les ayuda a entrenarse para la lucha —adiviné, sentándome tras él en un pétalo doblado. El hombre sacudió la cabeza.

—No. Eso era al principio, cuando eran niños. Ellos no lo saben, pero ya no me queda prácticamente nada que enseñarles. De hecho, creo que sus experiencias en combate los han convertido en mejores maestros de lo que yo fui jamás. —Sonrió—. Ahora lo único que hago es mantenerlos cuerdos tras cada sesión en la Arena.

—Comprendo.

—Ahora están interconectados —susurró, inclinándose sobre el panel biogélido de mandos. Tristan y su hermana flotaban en el interior de sendos capullos de hielo, como frutos a punto de madurar, sumidos en un profundo trance que mantenía sus ojos cerrados y sus músculos en tensa relajación—. Yacen sumergidos en los vapores klaxa, en lugares prohibidos. Sus mentes son una con el sistema de senos venosos del glaciar. Caen hacia algún lugar que sólo ellos conocen, un lugar que visitan todas las noches en lo más profundo del estado de sueño: los complejos K.

—¿Los qué?

—Lugares, momentos, en los que la realidad es más cierta aquí dentro —se tocó la sien con un dedo—, que alrededor de nosotros. Tenga en cuenta que el cerebro construye la realidad basándose en los estímulos que le llegan del exterior. Cuando ese caudal cesa, lo que ya haya dentro es el mundo. Por eso es tan difícil damos cuenta de que estamos soñando mientras lo hacemos.

Miré a los hermanos, preocupada. Tristan se agitaba ligeramente, como si estuviera en las primeras fases de una pesadilla. Sin-derella, por el contrario, sonreía y meneaba los pies al son de pasos de baile.

—¿Qué busca usted? —preguntó Grobar en voz baja, aunque ninguno de los hermanos podía oírle.

—Respuestas.

—¿Venganza?

Le lancé una mirada aviesa.

—No. Tan sólo curiosidad.

Grobar hizo pivotar su cabeza sobre el cuello, encarándose conmigo.

—¿Y por curiosidad ha recorrido todo el camino desde su casa hasta este lugar en el confín del universo?

—Las mujeres podemos llegar a ser realmente indiscretas cuando nos conviene —silabeé. Él me observó un momento, como tratando de averiguar mis intenciones, y se encogió de hombros.

—De acuerdo, la examinaré como favor personal hacia Tristan y su padre, que me imagino habrá aprobado todo esto. Pero no le prometo nada. Hay secretos del pasado que conviene mantener en la sombra, Géminis.

—Piscis. De todas formas probaré.

—¿Eh? Ah, bueno, pero tal vez nos encontremos con cosas que desees mantener ocultas, ¿no es cierto?

Una alarma me salvó de responder. Grobar se giró con rapidez hacia la consola rozando algunos pistilos. Yo me incliné sobre su hombro, tratando de ver algo.

—¿Qué ocurre?

—Las armonías de Tristan están más descentradas de lo que creía. Se rebela contra los nodos de control.

—¿Eso es malo?

Grobar escupió a un lado, en un gesto muy poco solemne, sin dejar de vigilar unos indicadores con forma de gineceos rellenos de espuma.

—Sus sueños se están volviendo demasiado reales, invadiendo parcelas de la conciencia que no deberían tocar.

En la pantalla, Tristan se convulsionaba exhalando burbujas del extraño gas por la boca.

—Bueno, pues desconéctelo de la máquina y ya está —sugerí, pragmática—. ¿O es que si no lo saca de ahí con suavidad sufrirá migrañas una temporada?

El brahmaputra chasqueó los dientes y contestó, con voz grave:

—Podría llegar a morir.

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