Arena

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9. Cintas de Moebius

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9 Cintas de Moebius

—¡Haga algo! —urgí, contemplando alarmada las convulsiones de Tristan. No le había salvado en Tikos para ver cómo moría ahora.

Grobar rozó más pistilos.

—No puedo acceder a sus complejos K; algo impide que la senso-pantalla penetre en su franja REM más profunda.

—¿Qué podemos hacer? —Me incliné sobre la consola biogélida, pero no entendí nada entre tanto destello eléctrico y baile de esporas.

—Me temo que nada. Se ha perdido en un laberinto K. Es… —Tradujo antes de que se lo pidiera—: una trampa onírica recurrente. ¿Has tenido alguna vez una pesadilla de la que despiertas para encontrarte dentro de otra?

—Sí… ¿Eso puede afectar a su hermana?

El brahmaputra interpretó una sinfonía de caricias sobre los mandos como un pianista poseso.

—No lo creo. Están aislados uno del otro por las Flores de Narcolis.

—¿Podríamos enviar una sonda al interior de su cerebro? —sugerí—. Algo que trazase un camino para ayudarle a salir.

—¿Una sonda activa? ¿Cómo cuál?

Apreté los dientes. No sé cómo demonios hago siempre para meterme en estos líos.

—Adivine. Desde luego, parece ser que alguien debe bucear en su cabeza hasta pescar su psique y traerle de vuelta, ¿me equivoco? Una baliza viva.

El interior de la flor era húmedo y tibio, cálido como un útero. Los primeros momentos de inmersión fueron desconcertantes, pero enseguida me acostumbré. Tan sólo por estar en su interior ya experimenté un efecto sedante.

Grobar me hacía señas desde el panel de control.

Vi partir de su nodo las familiares lágrimas de luz que estimularían el gineceo del extraño vegetal alienígena. Éste se apretó contra mi piel, cariñoso. Yo temblé de miedo, pero de repente estuve sumergida en un líquido aceitoso, y un conducto de aire lubricado penetró en mi boca sin avisar. Controlé a duras penas unas arcadas, a medida que el miembro respiratorio de la planta se abría paso hasta mi traquea; luego comencé a sentir aire en mis pulmones. Aire, sueño… ¿música?

Noté que mi mente se iba… Las sustancias narcóticas generadas por los pistilos debían estar entrando en mi cuerpo camufladas en el gas. Floté, primero hacia arriba y luego hacia abajo. Sacudí lentamente la cabeza y mi cabello se venteó en cámara lenta, alargando sus zarcillos hasta abrazar mis mejillas.

De repente estuve allí.

Perdí pie y caí. La flor había desaparecido; no había suelo bajo mis botas. Tras un terrorífico metro de ingravidez mis pies dieron con algo que sonó a metálico.

Todo estaba oscuro, muy oscuro. Sólo una leve luminiscencia procedente de un orificio en la pared me permitió situarme pasados unos minutos, cuando mis ojos se acostumbraron. Escuché un ruido como un aleteo de alas membranosas.

¿Dónde demonios estaba? ¿Era esto el sueño de Tristan?

Algo pasó volando a escasa distancia, con un batir de alas veloces, como de insecto. Temblé. Si era un insecto, debía medir casi lo mismo que yo. Corrí a esconderme tras un montón de escoria. Entonces distinguí algo: estaba en medio de un enorme montón de desechos, delimitado por raíles elevados que de vez en cuando eran cruzados por veloces vagonetas. La naturaleza de los desperdicios me recordó el interior del brick-cementerio del que había rescatado a Tristan. ¿Se trataría de la misma nave? ¿Por qué aparecería en sus sueños?

Vi una figura entre los restos. Agaché la cabeza rápidamente y lo observé en silencio. Parecía Tristan… pero al mismo tiempo no era él. Estaba semidesnudo y sus movimientos y andares eran propios de un salvaje. Miró en mi dirección como si hubiese oído algo, pero no me descubrió. Lentamente, igual de asustado que yo, se acercó al más accesible de los raíles elevados. Escaló con dificultad el cadáver de una tanqueta llena de cuerpos destrozados y esperó, calculando las distancias. El raíl que había elegido lo llevaría directamente al interior de unas enormes fauces trituradoras que hacían polvo los desechos en una esquina del recinto. De allí provenían los alfilerazos de luz, probablemente de algún horno interior.

El hombre que se parecía a Tristan esperó con las piernas flexionadas hasta que una vagoneta pasó cerca, y se catapultó hacia ella. Yo grité su nombre y salí de mi escondite, aterrada. Puede que fuese un sueño, pero me ponía la carne de gallina. Tristan se agarró por los pelos a la vagoneta, escalando por su superficie hasta que se encaramó a su interior. De repente, el mecanismo se detuvo.

Me acerqué haciéndole señas. Conseguí que me viera. Primero sonrió y pronunció una palabra —ralo, rala o algo así—, pero en cuanto me reconoció su expresión se volvió taciturna.

—¡Tristan! —grité—. ¡Tenemos que salir de aquí, vamos!

Jamás en mi vida me había sentido tan ignorada. El joven salvaje dio un par de saltitos sobre la vagoneta, como para ponerla en marcha. El mecanismo no reaccionó, pero desgraciadamente llamó la atención de algo: contemplé con terror cómo una enorme forma oscura se movía en el techo. Primero llegaron sus sonidos, roce de cadenas y chasquidos de óxidos en combustión; luego lo olí, un aroma a maquinaria caliente que hacía toser.

Por último, el monstruo apareció: era una enorme garra industrial de acero con zarpas capaces de desgarrar el blindaje de cualquiera de los vehículos de combate siniestrados. No quise pensar en lo que le haría a mi carne si llegaba a cogerme. Tristan también la vio. Aulló de terror. La garra se deslizó por sus raíles hasta situarse sobre su vertical, y abrió sus garfios dentados.

—¡No! ¡Aquí! —grité, estúpidamente (hay que admitido), tratando de atraer su atención sobre mí. El monstruo no se inmutó; descendió del lejano techo unos metros hasta colocarse justo sobre la vagoneta. Luego se cerró con un estruendo de bielas engrasadas y metal retorcido.

Grité y traté de no mirar, pero de la vagoneta no chorreó la sangre. Tristan, azuzado por un profundo instinto de supervivencia, había saltado en el último segundo y corría despavorido sobre la vía aérea. De repente, ésta se puso en marcha y comenzó a avanzar como una cinta transportadora, empujándolo hacia las fauces de la trituradora.

—Tristan… ¡deja de hacer el idiota! —imprequé, saltando también a la cinta. La garra se movió para seguir al joven, que trataba de calcular otro difícil salto, esta vez desde lo alto del raíl a una superficie plana y negra que había detrás, muchos metros por debajo.

Lo maldije en voz alta. Aunque lograse escapar de la trituradora, esa planicie estaba a demasiada distancia; el salto lo mataría, si no lo atrapaba primero la garra.

Lanzando imprecaciones de lo más variopinto, corrí sobre el raíl, manteniendo el equilibrio. Sorteé una nueva vagoneta de un salto, mientras los restos de la otra caían a la trituradora, pero la muy traicionera se puso en marcha en cuanto la rebasé. Como pude, al sentir el impacto del metal en mi espalda me agarré a ella con uñas y dientes, mientras la enorme garra pasaba por encima de mí.

Tristan no me esperó. Demoró el salto hasta el último momento y, justo medio segundo antes de que sus pies alcanzasen el extremo de la cinta, se lanzó al vacío.

No vi ni oí nada más. El estruendo de la vagoneta tapaba cualquier otro sonido; mi peso la inclinaba de cabeza y sus ruedas arrancaban sendos chorros de chispas de los raíles. Sentí el calor del horno en la espalda. Giré la cabeza y, por un instante, vi que la cinta había desaparecido bajo mis pies: la vagoneta colgaba medio invertida sobre la nada. Las dinamos trituradoras parecieron sonreírme con malicia.

Salté sin mirar en la misma dirección que Tristan. Puse los pies por delante y recé para caer rodando, buscando amortiguar el impacto.

Algo me golpeó en pleno vuelo.

La garra pivotó cien grados sobre su eje y me alcanzó al comienzo del salto. No pudo apresarme, pero la fuerza del impacto me hizo girar descontroladamente en el aire. De reojo, vi cómo la plancha negra del suelo se acercaba conforme iba descendiendo vertiginosamente. Cerré los ojos y me preparé para lo peor.

Cuando impacté contra ella, la superficie me tragó partiéndose en dos, formando una gran ola.

Braceé con fuerza para salir de nuevo a la superficie, temblando de miedo o de júbilo. El aparente metal no era sólido, sino una sustancia aceitosa que apenas me permitía nadar.

Busqué a Tristan a mi alrededor. Mis ojos se habían acostumbrado lo suficiente a la falta de luz como para permitirme distinguir un camino grabado en el líquido: debido a su densidad, las ondas provocadas por el joven al nadar aún no se habían borrado del todo.

Escupí aceite y seguí el sinuoso sendero, hasta que mi pie rozó algo. Sumergí mis manos y traté de aferrarlo. Si Tristan llevaba ahí abajo más de dos minutos…

Apresé un brazo y lo que parecía una mano, y tiré con fuerza hacia arriba. El cuerpo surgió a la superficie, e inmediatamente lo lancé lejos, chillé y me alejé de un par de brazadas. No era Tristan, sino el torso cercenado de un luchador. Sólo le quedaba media cabeza sujeta al torso, junto a un único brazo asido a un fragmento de motor. Lo aparté espantada y quedó flotando, meciéndose sobre una ola muy lenta mientras me miraba con su medio ojo turbio. Creo que fue entonces cuando empecé a darme cuenta de dónde estaba en realidad.

¡Tristan! —vociferé. Nadie me respondió.

El silencio fue roto por un batir de alas veloces. Alcé la vista y los vi bajar: eran cuatro, bestias aladas con forma de insectos gigantes. No podía hacer nada más que sumergirme, así que alcé el trasero, pataleé y descendí casi un metro, apretando con fuerza los párpados. Tan sólo los gases que desprendía el líquido me irritaban los ojos al extremo del dolor.

Aguanté hasta que mis pulmones ya no pudieron soportarlo más, y traté de ganar la superficie. Por un momento pensé que no llegaría, ya que el líquido me arrastraba hacia abajo como en un vórtice de succión, como en unas arenas movedizas cromadas que se revolvían más y más a cada brazada. Pataleé con desesperación, pero el líquido me succionaba. Bajaba metros en lugar de subidos. Mi cabeza daba vueltas. ¿Dónde estaba el «arriba»?

De repente estuve fuera.

Escupí aceite y atisbé una costa de metal. Traté de alcanzarla. Supe que uno de los pájaros efectuaba un picado sobre mí, no sé si porque lo oí llegar o porque mi séptimo sentido comenzó a aullar como un loco. Otro pájaro se clavó en el agua como un martín pescador y remontó el vuelo con el fragmento de torso humano que yo había dejado flotando hacía unos momentos. Se lo llevó a las alturas y lo dejó caer sobre una de las cintas. Ésta conducía los restos no a la dinamo trituradora (lugar que parecía reservado a otro tipo de desperdicios), sino que desaparecía por grandes orificios de la pared hacia otra cámara anexa.

Me volví, apretando los dientes. Finos riachuelos de aceite manaban de mi boca. Si el pájaro quería cogerme, se encontraría con una presa difícil.

Justo cuando sus zarpas iban a cerrarse sobre mí, algo lo golpeó, una barra de hierro retorcido que lo envió directamente al aceite. El pájaro se retorció e hizo vibrar sus alas, pero los servos de estabilización habían resultado dañados, y no pudo agitarlas con suficiente rapidez como para evaporar el pegajoso líquido. El maldito pájaro se hundió sin remisión en la fosa.

Una mano me ayudó a salir. Era Tristan, o su imagen en el sueño. No parecía él; su cuerpo era de estatura un poco más baja y menos musculado. Su mirada era intensa; no ocultaba ciertos destellos de locura.

—¡Tris… Tristan! —jadeé, poniéndome en pie en la orilla del estanque—. ¿Eres tú de verdad?

Él no pareció entenderme, aunque tampoco salió huyendo como la primera vez. Eso era un avance. Me examinó de la cabeza a los pies, como ponderando qué hacer conmigo. Evidentemente, no era la mujer que él esperaba encontrar allí.

—¿Entiendes este idioma? —pregunté, recogiendo mi pelo en una trenza para escurrirlo—. ¿Te acuerdas de mí, Tristan?

Pareció sentirse ofendido por el nombre que le apliqué, ya que se golpeó el pecho como un simio, mascullando:

—Snuk.

—¿Snuk? Qué nombre tan gracioso. —Contuve una risita—. Yo —me golpeé el pecho—: Piscis.

—Rala —dijo, señalando las cintas que llevaban los desperdicios hasta la otra cámara.

—¿Rala, eh? Pues venga, raleemos de una vez y salgamos de aquí antes de que acabe por incluir ugh en mi vocabulario.

Estábamos dentro de una especie de nave espacial, de eso no había duda. Tal vez un recuerdo de la juventud de mi anfitrión, o una alegoría de algo totalmente diferente. Lo cierto es que Tristan (o Snuk, como se hacía llamar para sus adentros) se conocía a la perfección el trazado del lugar. Escalamos la pared por senderos tortuosos e improbables, que parecían estar allí con el único propósito de responder a nuestra necesidad de subir, y aunque el joven dudaba a cada intersección del camino, su elección siempre resultaba correcta. Eso me preocupó: si el entorno de su pesadilla se adaptaba para satisfacer en cierta medida sus deseos, ¿a qué venía tanta agresividad, tanto afán por destruimos?

Tras diez minutos de escalada, alcanzamos el borde de un orificio que comunicaba con la sala contigua. Snuk se asomó y me hizo un gesto para que le siguiera en silencio. Yo también me asomé al hueco.

Lo que había detrás no tenía mucho sentido.

Era un salón comedor rectangular, con una larga mesa rodeada de sillares vacíos en el centro. Sólo había dos personas sentadas, cada una en un extremo, y yo las conocía a las dos. La primera era el padre de Tristan, el duque Sax. Estaba ataviado con ropas medievales y parecía un conde vampiro, con uñas pintadas de turquesa y largos colmillos que asomaban por encima de los labios como si fuera un tigre de dientes de sable.

La otra persona era una joven princesa cuyo rostro me era familiar. Sí… la recordaba de las pinturas del palacio de los Sax. Vestía una túnica azul tatuada de rostros humanos aullantes. Hasta el plato que tenía delante llegaba en cinta transportadora la comida, tras haber sido triturada por la dinamo de la otra sala.

Era Julia, la hermana muerta de Tristan.

Su padre, el vampiro del extremo de la mesa, la contemplaba impávido mientras se le acumulaba la comida en el plato. La joven parecía sufrir mucho, se notaba a simple vista en su mirada, pero el duque no hacía nada para aliviar su dolor. ¿Por qué? ¿Por qué conservaba Tristan aquella imagen en su subconsciente? ¿Qué tenía que ver el duque con todo aquello?

Y lo más importante de todo: ¿por qué Tristan no podía escapar del sueño?

—Tristan, debemos irnos —murmuré tocándole el brazo. Él se apartó bruscamente al tiempo que lanzaba un gruñido animal.

El duque se había puesto en pie y se acercaba lentamente al lugar que ocupaba su hija. Abrió sus fauces y los colmillos crecieron si cabe unos centímetros más. Miré a Snuk y le vi temblar de horror e impotencia. Quería saltar allí dentro y hacer algo, pero no podía; sus piernas estaban rígidas como pedazos de hielo.

El padre se inclinó sobre el cuello de la muchacha, que lloraba de pánico, y mientras la acariciaba cariñosamente el cabello le clavó los colmillos en el hombro, sorbiendo ruidosamente su sangre. Ella no era su invitada, sino su cena.

Entonces entendí muchas cosas.

Agarré a Snuk por el hombro con fuerza para obligarle a apartar la vista, pero el joven, preso de una repentina furia asesina, me golpeó en la cara y se lanzó dentro de la otra cámara. Yo me desplomé hacia atrás, pero para mi sorpresa, en lugar de caer sobre el borde de la sima di con mis huesos en lo más profundo de la fosa cementerio.

Allí estaban los pájaros y los cadáveres y Snuk en su posición de partida, como dispuesto a repetir todo el ciclo de la pesadilla desde su comienzo.

«Laberintos recurrentes», había dicho Grobar.

Tenía que romper el ciclo o yo misma quedaría atrapada en él. Algo habría que hacer para que los acontecimientos fuesen distintos, para romper el equilibrio del sueño de forma que llegara a ser demasiado irreal hasta para sí mismo, pero, ¿qué?

Si pudiese conseguir que Tristan se diese cuenta de que estaba soñando…

Como si se tratase de una vieja película estropeada, el joven Snuk volvió a revivir de nuevo la experiencia de descubrir el entorno, horrorizarse y saltar a la cinta transportadora. Yo le seguí, pero esta vez intervine antes. Cuando Snuk estaba a punto de saltar al lago de aceite me abalancé sobre él y le agarré con fuerza.

—¡Suéltame! —gritó, recobrando milagrosamente la capacidad de hablar mi idioma. Bajo nuestros pies la cinta se movía velozmente hasta su punto de retorno automático, y tras él no quedaba más que el vacío y las dinamos dentadas.

—¡No! ¡Tristan, dime la palabra! ¡Nombra el planeta de hielo donde estás ahora! —grité, clavándole las uñas, mordiéndole y golpeándole, haciendo lo necesario para evitar que tomase impulso. Él, sin embargo, hizo uso de su fuerza física superior; de un empellón me lanzó hacia atrás. Rodé hacia el exterior de la cinta y en el último y crítico instante, cuando mi cuerpo ya colgaba en el vacío, logré aferrarme al borde del rail.

—¡Tristan, ayúdame! ¡Caeré! —El joven me ignoró y se dispuso a saltar—. No lo hagas, Tristan, por favor —supliqué—. No me dejes morir como a tu hermana. Ayúdame. —El extremo final de la cinta estaba a menos de diez metros—. ¡Ayúdame, maldita sea! ¡Pronuncia el maldito nombre!

El joven me miró y durante un escaso segundo pude ver la sombra de una duda en sus ojos. Estaba listo para saltar, pero algo lo detenía.

—¡Di el nombre del planeta! —Cinco metros—. ¡No me dejes morir como a tu hermana! —Tres metros—. Por favor, Tristan…

—P… —balbuceó, inseguro.

Dos metros.

—Concéntrate, Tristan, por lo que más quieras. ¿Cómo se llama este planeta de hielo?

Medio metro.

—Per…

—¡Dilo!

De repente, la cinta acabó.

Mis manos trataron de afianzarse al vacío.

Caí lentamente hacia la máquina trituradora, la dinamo de las fauces ensangrentadas. Grobar me había advertido que se podía morir en el mundo de los sueños; que se podía sentir dolor real aun cuando estás rodeado sólo de fantasías. En eso y en el nombre del muchacho que trataba de salvar fue en lo único que pensé en aquellos últimos momentos:

Trismo —susurré, preparándome para morir.

Permafrost —dijo Tristan, y la realidad se hizo pedazos.

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