Arena

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Capítulo 13

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Los cuatro Maestres se removieron de mala gana, y acabaron girando sobre sí mismos para volver la mirada hacia las filas de sus luchadores. Dos luchadores surgieron de cada contingente transportando una gran arca entre ellos. Los cuatro arcones fueron colocados en el suelo, y la concentración de maná era tan fuerte que el aire empezó a brillar con destellos iridiscentes. Los arcones fueron abiertos y su contenido quedó esparcido en el suelo, y una lluvia de paquetitos de maná se desparramó sobre el círculo dorado.

Zarel bajó la mirada hacia ellos y asintió.

—¿Y las tuyas? —preguntó Kirlen sin tratar de ocultar su sarcasmo.

Zarel dejó escapar una gélida carcajada y movió una mano para indicar a uno de sus luchadores que trajese una urna. El luchador le dio la vuelta y esparció su contenido sobre el montón de ofrendas de las Casas.

—Cien ofrendas de maná —afirmó Zarel.

—Meramente una pequeña fracción de lo que obtienes con la extorsión —siseó Kirlen—. Creo que te estás guardando todo el maná que puedes porque tratas de convertirte en un Caminante.

—¡Cómo te atreves a...!

—Me atrevo porque estoy diciendo la verdad —replicó Kirlen.

—¿Y dónde has oído esa falsedad?

Kirlen sonrió.

—De la boca del luchador tuerto.

Y mientras pronunciaba aquellas palabras se volvió hacia los otros tres Maestres de Casa, y todos ellos inclinaron la cabeza indicando que la apoyaban.

—Por eso te haces más fuerte a cada día que pasa mientras que nosotros nos vamos debilitando poco a poco —gruñó Jimak—. Pagamos el tributo, pero tú robas muchísimo más y sólo devuelves una pequeña parte.

—¿Y creéis en la palabra de un

hanin? —preguntó Zarel con voz gélida.

—Tal vez más que en la tuya —intervino Tulan—. ¿Qué clase de trato hiciste con el Caminante cuando te convertiste en Gran Maestre y la Casa de Oor-tael fue destruida? ¿Que robarías el maná de nuestras tierras para entregárselo a cambio de tu poder, tal vez? ¿Cuántos años llevas acumulando un maná que no te pertenece?

—¿Acaso no os dais cuenta de quién es ese hombre? —rugió Zarel—. No se conformará conmigo. Quiere acabar con todos nosotros.

—Hay una cosa que está muy clara, y es que la máscara ha caído por fin —replicó Tulan sin inmutarse.

Zarel clavó su gélida mirada en los cuatro Maestres de Casa.

—Ya hablaremos de todo esto más tarde —dijo, y movió una mano indicándoles que se alejaran del círculo.

Los cuatro retrocedieron con desafiante lentitud mientras Zarel iba hacia el centro del círculo dorado. Movió las manos sobre el maná ofrecido y atrajo el poder hacia él. Durante un fugaz instante casi se sintió capaz de atravesar el velo, tan grande era la concentración de poder; pero seguía ignorando los hechizos y los encantamientos ocultos, y la puerta permaneció cerrada. Zarel pudo distinguir la expresión de avidez que había en el rostro de Kirlen mientras le contemplaba a través de la claridad iridiscente.

«Vieja arpía... —pensó con una gélida sonrisa mental—. Pasado mañana tendré todas las respuestas que tanto necesito.»

La multitud, que había estado aguardando en un silencio expectante, se removió por fin y se fue poniendo en pie.

Zarel pareció hacerse cada vez más alto y quedó envuelto en un resplandor iridiscente. El Gran Maestre alzó las manos hacia el cielo y empezó a mover los labios, articulando en silencio las palabras que flotarían a través de los planos y que invocarían al Gran Señor, el Caminante, pidiéndole que viniera para el momento de la elección y para la ofrenda del don de poder.

Largos minutos fueron transcurriendo y por fin hubo una agitación casi imperceptible en el aire, como la primera y todavía muy débil brisa matinal que baja desde las cimas de las montañas. Los estandartes que se alzaban sobre el perímetro del estadio temblaron con un lánguido chasquido, cayeron, se retorcieron y volvieron a tensarse. El silencio era absoluto y la atmósfera quedó cargada por una repentina tensión, como si se estuviera incubando una tormenta al otro lado del horizonte. El sol pareció palidecer en el cielo matinal y su luz se volvió fría y débil, y el firmamento se oscureció aunque no había ninguna nube en él.

La oscuridad se fue intensificando y acabó cobrando forma en el cielo, concentrándose en un punto de negrura sobre el cenit que se fue extendiendo como una mancha negra sobre aguas límpidas y cristalinas. La oscuridad siguió difundiéndose a través de toda la bóveda celeste. Un viento helado bajó de ella con un retumbar ahogado y aulló y gritó, haciendo temblar el mundo con su rugido ultraterreno.

La oscuridad se retorció y se precipitó sobre sí misma, convirtiéndose en un ciclón negro como la tinta, que siguió espesándose y creciendo poco a poco mientras los cielos eran desgarrados por rayos que lo envolvieron en un fantasmagórico resplandor verde azulado. La nube oscura bajó del cielo moviéndose a una velocidad increíble, y ahogó los gritos de miedo de la multitud. La excitación y el terror subían hacia el cielo impulsadas por las alas de medio millón de voces. La nube negra quedó suspendida sobre la arena, una masa hirviente y temblorosa a la que los rayos envolvían en cegadoras guirnaldas de fuego.

La nube siguió enroscándose hacia dentro y pareció ir cobrando forma al hacerlo. Una cabeza oscura se inclinó sobre la arena, ojos de fuego, barba de relámpagos y frente de llamas aterradoras. La multitud había sucumbido a un auténtico éxtasis de locura y todos señalaban la oscuridad y la contemplaban con la boca abierta. Las manos temblorosas se alzaban hacia el cielo, y el frenesí se fue adueñando de los espectadores haciendo que lanzaran rugidos de terror y oscuro abandono.

La oscuridad bajó en un veloz remolino y tocó el círculo dorado. Zarel retrocedió con la cabeza inclinada. La oscuridad se había convertido en un pilar negro de doscientos metros de altura rodeado por un círculo de llamas que bailaban y atronaban a su alrededor. La cabeza se fue inclinando lentamente hacia atrás y la boca se abrió. Una gélida carcajada llena de sarcasmo envolvió las colinas en ecos atronadores. Ojos de fuego contemplaron con hambrienta avidez a quienes los adoraban y a quienes los temían, y también a quienes apartaban la mirada de ellos porque les parecían aborrecibles.

La columna descendió en un veloz movimiento giratorio y pareció ir derrumbándose sobre sí misma. Hubo un rugido atronador y un destello cegador que deslumbró a todos los que la estaban contemplando y les obligó a taparse los ojos, haciendo que desviaran la vista entre gritos de dolor.

Y el centro del círculo dorado acogió al Caminante de los Planos en su forma humana, una silueta alta y sinuosa que producía la vaga e inexplicable impresión de no ser del todo real y que parecía temblar y ondular envuelta en su túnica negra. Parecía estar presente y ser real y al mismo tiempo no serlo, como si fuese una voluta de humo que desaparecería de un momento a otro. La cabeza del Caminante giró lentamente para contemplar lo que le rodeaba, y una sonrisa curvó sus labios exangües. La sonrisa tan pronto parecía estar llena de afabilidad y de una cálida diversión como ser una mueca de astucia y poder letal que estaba impregnada por un profundo desprecio hacia quienes nunca podrían comprender qué era realmente el Caminante en todo su oscuro poderío y majestad.

El Caminante bajó la mirada hacia el montón de maná que había a sus pies e inclinó la cabeza en señal de aprobación. Los paquetitos de maná le permitirían acceder al poder psíquico que controlaba la tierra.

—La ofrenda es aceptada —dijo por fin.

Su voz parecía ser un suspiro, pero llegó hasta los confines más alejados del estadio y todos pudieron oírla. Aquella voz grave e impregnada de poder hizo que la multitud lanzara un rugido de histeria salvaje, y pareció disipar el terror que se había adueñado de ella.

El Caminante echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una estruendosa carcajada llena de placer, pues volvía a tener forma humana y se sentía invadido por el increíble placer que ello le producía. La naturaleza insustancial y sombría de su existencia se había esfumado, y volvía a ser una criatura de carne y hueso. Aquella aparición que se alzaba ante ellos como un joven dios dorado lleno de poder y terrible vitalidad hizo que los espectadores enloquecieran de emoción.

El Caminante salió del círculo, y porteadores cargados con todavía más urnas que inclinaron sobre sus hombros para hacer caer una cascada de oro surgieron de las filas de guerreros. El Caminante dejó escapar una carcajada llena de placer, y se inclinó para coger unas monedas y las acarició mientras sus ojos ardían con un fuego cegador. Jimak le contempló en silencio con la respiración acelerada ante todas aquellas riquezas. El Caminante alzó las manos hacia el cielo, y las monedas giraron como impulsadas por un viento surgido de la nada y se arremolinaron en una lluvia dorada, una precipitación de oro que cayó sobre el estadio y fue acogida con vítores y aclamaciones por la multitud. Más porteadores surgieron de entre las filas de guerreros trayendo los mejores vinos, y el Caminante bebió con ávida sed y apuró una copa detrás de otra, y el olor del vino hizo que Tulan se lamiera los labios. Las filas de guerreros volvieron a abrirse para dejar pasar a mujeres vestidas con velos tan tenues que apenas existían y que eran tan traslúcidos como una telaraña. Algunas eran altas y tenían el cabello dorado y la tez muy pálida; otras eran morenas y llevaban la negra cabellera recogida en gruesas trenzas; y también había criaturas de exótica belleza procedentes de tierras tan lejanas que se las consideraba simples reinos de fábula. Varnel permaneció en silencio y se estremeció al verlas. El desfile de mujeres contenía todas las estaturas y formas posibles, y las había de cuerpo tan esbelto como el de un muchacho, o voluptuosas y opulentas, o altas y oscuramente sensuales, y el Caminante extendió las manos hacia ellas con anhelante pasión, y las acarició y las abrazó sin dejar de reír ni un instante, y la multitud lanzó nuevos alaridos de lujuria enronquecida.

Después el Caminante volvió la mirada hacia Kirlen, y la anciana permaneció en silencio y le contempló con los ojos llenos de odio. El Caminante rió y le dio la espalda.

—¡Ya es hora de que empiecen los juegos! —anunció con voz atronadora en la que vibraba el temblor de la sed de sangre, y el populacho lanzó aullidos de deleite.

El Caminante extendió los brazos en un gesto de saludo y sus robustos músculos ondularon, y la sensación le resultó tan placentera que se estiró lánguidamente y rodeó a la mujer que había escogido para aquel momento con un brazo, acariciándola con abierto abandono mientras cogía una copa de vino con la otra mano y la obligaba a tomar un trago, después de lo cual alzó la copa en un nuevo saludo dirigido a las masas que no paraban de aullar.

El Caminante subió al trono que Zarel acababa de dejar libre para que lo ocupara. Se recostó en él, alzó la mirada hacia el cielo azul que se desplegaba sobre su cabeza y guardó silencio durante un momento en el que sus rasgos adquirieron una expresión extraña y distante. Después se inclinó hacia adelante y su oscura risotada ahogó la voz del populacho, y el estadio entero vibró con los ecos de sus ensordecedoras carcajadas.

El Caminante besó a la mujer con una lujuria frenética e incontenible y la manoseó como si fuese un animal en celo, arrancándole los velos y arrojándolos en todas direcciones. Después la soltó tan rápidamente como la había agarrado, y la apartó de un empujón mientras movía la mano reclamando más vino y comida. El Caminante se lanzó sobre las exquisitas viandas, y las devoró como si acabase de despertar de un sueño febril y necesitara desesperadamente un sustento del que llevaba mucho tiempo sin poder disfrutar.

Después arrojó la copa a un lado, volcó de una patada la bandeja que había sido colocada delante de él y recorrió la arena con la mirada.

—¡Que se elija a la primera pareja de contendientes!

Zarel, que se había quedado junto a la base del trono, movió una mano indicando que el monje ciego y sordo ya podía hacer la primera selección.

—Azema de Kestha contra Jolina de Ingkara.

La multitud gritó y aulló, cada vez más enloquecida por la sed de sangre, y echó a correr hacia los garitos para apostar sus monedas. Todo el suelo de la arena estaba disponible para la última ronda de combates, y pasados unos minutos Jolina apareció en el otro extremo mientras Azema de Kestha entraba en el cuadrado neutral del lado norte para empezar a prepararse.

El Caminante se irguió en el trono. Sonrió, contempló la arena y esperó a que la multitud acabara de hacer sus apuestas.

—¿Cómo va a ser la competición de hoy? —preguntó.

—Todos los combates del día de hoy se librarán a muerte en vuestro honor, Gran Señor —respondió Zarel.

El Caminante miró fijamente a Zarel y sondeó sus pensamientos.

—¿Por qué? —preguntó, y su voz era un susurro que sólo Zarel pudo oír.

—Puedo explicároslo más tarde, mi señor.

—Eso creará nuevos odios y rencores en las Casas.

—Los odios y los rencores están allí desde hace mucho tiempo, mi señor. Ya va siendo hora de que se haga un poco de limpieza.

—¿Y aquel del que me hablaste?

—Será vuestro tanto si gana como si pierde, mi señor. Las Casas estaban volviendo a hacerse demasiado fuertes, y es preciso desangrarlas un poco para arrebatarles parte de esa nueva fuerza. Así no podrán alzarse contra mi poder..., o contra el vuestro.

—Espero que estés en lo cierto, Zarel, pues de lo contrario éste será tu último día como Gran Maestre.

—Estoy en lo cierto, mi señor, y hago todo esto para serviros.

El Caminante asintió y volvió a alzar la mirada.

—En ese caso... ¡A muerte!

Hammen, que en tiempos muy lejanos había sido conocido como Hadin gar Kan, estaba bajando lentamente por los graderíos de la arena y tenía fugaces atisbos del combate mientras lo hacía. La multitud se había puesto de pie sobre los asientos y le obstruía la visión al saltar con extático abandono sobre ellos. Las explosiones retumbaban en el estadio mientras los dos contrincantes que se agitaban muy por debajo de él se enfrentaban en un violento conflicto que había llenado los seiscientos metros de diámetro de la arena con fuego, ejércitos de criaturas que luchaban encarnizadamente, demonios, humo, bestias voladoras y nubes de oscuridad ultraterrena. Disponer de todo el suelo de la arena para luchar permitía emplear todos los poderes mágicos, y los luchadores ya no se veían limitados por el reducido espacio de los círculos que habían sido utilizados durante los combates de eliminación del día anterior.

Hammen fue encontrando pequeños huecos entre la multitud que se empujaba y agitaba balanceándose de un lado a otro, y se deslizó por ellos en un lento pero incesante acercamiento al suelo de la arena. Avanzaba con sigilosa cautela evitando que sus ojos se encontraran con los de los grupos de guerreros dispersos por el estadio, y se mantenía alerta para detectar la presencia de los agentes de Zarel, que tenían la misión de arrestar a cualquier persona que pudiera provocar disturbios. El viejo se movía como una sombra, algo que seguía siendo capaz de hacer aunque habían transcurrido veinte largos años desde la última vez en que tocó el maná con la intención de invocar su poder. El recuerdo de lo que había sido no había dejado de obsesionarle ni un solo instante durante todo aquel tiempo.

Garth, Garth... ¿Por qué había tenido que volver a entrar en su vida? ¿Por qué había evocado de nuevo todo lo que existió en el pasado, aquel tiempo en el que la Casa de Oor-tael aún vivía y representaba todo lo que había sido el mundo de los luchadores? Hammen se sentía como si estuviera viviendo un sueño que le obligaba a moverse por un mundo oscuro de ruinas y abandono, y le parecía estar atrapado en una pesadilla destrozada que moriría para siempre en cualquier momento.

No..., que ya había muerto. Hammen se lo había estado repitiendo durante veinte años. Había muerto la noche en que el Caminante obtuvo el poder que le permitía dejar de ser un simple mortal de aquel mundo o un mero Gran Maestre, y que había puesto en sus manos el poderío de un semidiós y la capacidad de viajar entre los mundos y luchar en reinos desconocidos. El único obstáculo que aún se interponía en su camino era la Casa de Oor-Tael y la negativa del Maestre de la Casa, el padre de Garth, a entregar una parte del maná que controlaba para que el Caminante pudiera completar el círculo del poder mediante ella; pues el círculo nunca podría ser trazado sin que se produjera esa renuncia a una gran parte de los colores del maná que controlaba la Casa de Oor-tael.

Y la Casa de Oor-tael había sido atacada la última noche del Festival hacía ya veinte años, y las otras Casas habían conspirado para provocar la caída de su rival y, de paso, asegurar que el Caminante obtuviera lo que deseaba; y el Caminante había abandonado aquel mundo y había dejado en él a su lugarteniente para que lo gobernara en su nombre, y para que retorciese y pervirtiera cuanto existía en él.

La pesadilla de la Noche de Fuego volvió a adueñarse de la mente de Hammen, que en tiempos había sido el primer luchador de la Casa de Oor-tael, pues había huido cuando la Casa fue asaltada. En aquel entonces había creído que ya no quedaba nada por lo que luchar, y por eso había huido.

«Tendría que haber muerto entonces —pensó—. Tendría que haber permanecido al lado de mi Maestre y de su familia, y haber muerto con ellos... Pero huí a las entrañas de la tierra para esconderme en ellas y acabé saliendo de mi escondite convertido en Hammen el ladrón, el jefe mezquino e insignificante de una hermandad de la escoria. Tendría que haber muerto. Sí, tendría que haber muerto...»

Llegó al muro justo cuando el combate que se estaba librando en la arena alcanzaba su clímax. Varena de Fentesk acababa de derribar la última barrera protectora de su oponente de la Casa de Kestha, y el luchador cayó al suelo. Varena tuvo un momento de vacilación, y acabó volviendo la mirada hacia el trono.

—¡Acaba con él!

La multitud coreó las atronadoras palabras del Caminante.

—¡Acaba con él! ¡Acaba con él!

Varena alzó la mano, y el luchador Gris desapareció en una nube escarlata.

Varena fue hacia el sitio en el que había estado el cuerpo de su oponente y cogió su bolsa. Después salió de la arena con la cabeza baja y sin prestar ninguna atención a la ovación que saludó su victoria.

—Así acaba la sexta ronda —anunció Zarel—. Igun de Ingkara ha ganado el cuarto combate por descalificación, y ahora empieza la séptima ronda.

Hammen se abrió paso hasta el muro del estadio, se encaramó a él y saltó a la arena. Varios luchadores fueron hacia él, y Hammen alzó la mano y los derribó.

—¡Vengo aquí a testimoniar en nombre de Garth el Tuerto, que se ha ganado el derecho a combatir! —gritó Hammen.

Había recurrido al maná de la bolsa que llevaba encima de la cadera derecha, y su voz creó ecos por toda la arena. La multitud guardó silencio, asombrada y confusa ante aquella repentina intrusión.

—¡Es un

hanin y no tiene colores! —gritó Zarel—. No puede luchar.

El Caminante se puso en pie y bajó la mirada hacia Hammen.

—Soy Hadin gan Kar, primer luchador de la Casa de Oor-tael y sirviente de Garth el Tuerto, y he venido a testimoniar en su nombre.

—Hadin...

La voz del Caminante fue un susurro amenazador, como si un recuerdo a medio formar se estuviera agitando en su memoria.

Hammen fue hasta el centro de la arena.

—Ganó el derecho a combatir —dijo.

—¿Y dónde está entonces? —murmuró el Caminante, y su voz creó ecos que resonaron por toda la arena.

—Se ha ido.

El Caminante dejó escapar una risita.

—¿Y qué quieres tú, mendigo?

—Como sirviente suyo, reclamo el derecho a combatir en su lugar. Esas son las antiguas reglas, que ya existían incluso antes de que tú oscurecieses este mundo por primera vez con tu presencia.

El Caminante se recostó en su trono y soltó una carcajada helada.

—Estupendo —dijo—. Será divertido verte morir.

Pero aún no había acabado de hablar cuando hubo un estallido de vítores en el lado sur de la arena. Los gritos empezaron en la parte de arriba de los graderíos, y fueron bajando rápidamente. Por un momento el Caminante pensó que las aclamaciones iban dirigidas a él, y miró por encima de su hombro con una sonrisa en los labios.

Los vítores se fueron difundiendo cada vez más deprisa y un sendero apareció entre la masa de cuerpos de un lado del estadio. La multitud se apresuraba a apartarse de él, y todos retrocedían empujándose unos a otros.

Garth el Tuerto llegó al muro de la arena y saltó al suelo del estadio, seguido por la mujer de Benalia.

—¡Tuerto!

El grito fue coreado al instante, y se convirtió en una incontenible marea de sonido. Garth cruzó el suelo de la arena y acabó deteniéndose delante de Hammen.

—¿Qué infiernos estás haciendo? —murmuró.

—Estaba intentando salvarte la vida, maldito estúpido —replicó Hammen con voz cansada.

—¿De esta forma?

—Si me mataban, tu bolsa habría desaparecido y te hubieses quedado sin poderes. Tendrías que haberte ido.

Hammen titubeó antes de seguir hablando.

—Te fallé hace mucho tiempo, Garth... No logré salvarte, y pensé que ahora sí podría hacerlo —acabó diciendo por fin, y bajó la cabeza.

—Nunca he tenido nada que reprocharte —murmuró Garth—, y mi padre nunca tuvo nada que reprocharte. Huiste cuando ya no quedaba nada por lo que luchar..., cuando mi padre ya había muerto.

Hammen alzó la mirada hacia él y sus labios se curvaron en una sonrisa llena de melancolía.

—Bien, al menos te lo he oído decir. Y, una vez más, no puedo hacer nada...

—Puedes empezar devolviéndome mi bolsa.

Hammen descolgó la bolsa de su cinturón y se la alargó a Garth.

Garth retrocedió, se arrancó la capa en la que se había envuelto y reveló el uniforme de los luchadores de la Casa de Oor-tael. Un jadeo de asombro brotó de los graderíos cuando los espectadores vieron los colores prohibidos. Garth se colgó la bolsa del hombro.

—¡Reclamo el derecho a combatir! —gritó—. Se me conoce como Garth el Tuerto, y soy el hijo de Cullinarn, Maestre de la Casa de Oor-tael.

Zarel dio un paso hacia adelante mientras movía un brazo indicando a sus luchadores que avanzaran, pero fue detenido de repente como por una mano invisible.

Los ecos de la carcajada sardónica del Caminante resonaron por toda la arena.

—Muy divertido... —dijo—. Me encantan las buenas bromas. Puedes luchar.

Garth giró sobre sí mismo como si el Caminante no estuviese allí y empezó a avanzar hacia el otro extremo de la arena.

—Garth, maldita sea... —murmuró Hammen—. O saldrás de aquí con los pies por delante, o te irás con ese bastardo.

—Lo sé —replicó Garth.

—¿Y entonces para qué infiernos estás haciendo todo esto?

Garth volvió la mirada hacia Hammen y sonrió.

—¿Acaso no te he dicho desde el principio que sigas a mi lado, y así podrás acabar averiguando el porqué hago todo esto?

Hammen se volvió hacia Norreen y le lanzó una mirada llena de irritación.

—Muchísimas gracias —refunfuñó.

—Tendrías que haberme dicho que no metiera las narices en este asunto —replicó Norreen.

—¿Habría servido de algo?

—No.

—Los dos estáis locos —dijo secamente Hammen mientras apretaba el paso intentando mantenerse a la altura de Garth.

Garth rió y meneó la cabeza.

—¿Todavía tienes nuestro dinero? —preguntó.

—Sí —replicó Hammen.

—Pues entonces ve a apostarlo por una victoria. Necesitarás tener muchas monedas disponibles cuando esto haya terminado.

—¡Y un infierno! Me voy a quedar aquí abajo, y no pienso separarme de ti.

Garth se volvió hacia Norreen.

Norreen meneó la cabeza.

—Me quedo —afirmó.

—Muy bien, pero cuando todo esto haya terminado y me haya ido... Bueno, me temo que os matarán —dijo Garth.

—Es un gran detalle por tu parte preocuparte tanto por nosotros ahora, después de todo lo que has hecho —gruñó Hammen.

Ya estaban muy cerca del cuadrado neutral del otro extremo de la arena, y un instante después pasaron por delante de los graderíos de la Casa de Bolk. Naru estaba en primera fila, y saludó a Garth alzando un puño. El gigante le contempló con visible preocupación.

—Mal asunto —dijo—. O mueres, o se te lleva.

—Entonces el año próximo serás el campeón —replicó Garth, y el gigante sonrió.

Garth entró en el cuadrado neutral y el populacho subió a toda prisa por los graderíos para hacer sus apuestas, pero el Caminante no les dio tiempo.

—¡Luchad!

El combate terminó en cuestión de minutos, y la multitud permaneció sumida en un silencio asombrado mientras veía cómo Garth se lanzaba al ataque sin esperar un instante y bloqueaba los hechizos oscuros de su oponente con tranquila despreocupación, haciendo añicos el poder de su maná primero y lanzando una ofensiva incontenible después con otro ataque de una Sierpe Dragón. Garth se quedó inmóvil durante unos instantes antes de asestar el golpe de gracia, pero su oponente lanzó un alarido de rabia y aprovechó aquel instante de vacilación para lanzar un ataque demoníaco. Garth bajó la cabeza, y la Sierpe Dragón saltó sobre el luchador y lo devoró.

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