Arena

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Capítulo 1

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—¡Retroceded! ¡Hacedles sitio!

Garth el Tuerto obedeció las órdenes del hombre sucio y harapiento que se había nombrado a sí mismo árbitro del círculo de combate y curvó los labios en una leve sonrisa de diversión mientras lo hacía. Se desperezó lánguidamente y se puso en la última fila del creciente gentío. El propietario de un puesto de fruta colocado a la sombra del edificio estaba contemplando todo aquel ajetreo con gran interés y un poco de preocupación, y Garth aprovechó su distracción para coger una naranja de Varnalca. Después se alejó del puesto, sacó su daga y abrió la fruta de un tajo mientras alzaba la cabeza hacia el cielo para beber su zumo, que le quitó el polvo del camino de la garganta. Se puso bien el parche que cubría el hueco en el que había estado su ojo izquierdo y empezó a dar vueltas alrededor del gentío, buscando más oportunidades semejantes. No vio ninguna, y se acercó un poco más para no perderse el espectáculo. Los dos luchadores iban y venían por el centro de la calle, moviéndose con gran cautela sin dejar de mirarse fijamente el uno al otro mientras se iban despojando de sus capas para quedar expuestos al frío aire del anochecer. La multitud iba aumentando rápidamente a su alrededor, alimentada por un continuo afluir de recién llegados que salían de los callejones, tugurios y tabernas gritando y riendo. Después de todo, tener la ocasión de ver un combate sin pagar no era algo que ocurriese cada día, y no había que dejar escapar la ocasión a pesar de que existiese un pequeño riesgo de salir malparado cuando los hechizos empezaran a volar por los aires. Los postigos ya se estaban abriendo encima del gentío, y los mirones se asomaban a las ventanas para disfrutar de la diversión.

El hombre harapiento se había estado pavoneando de un lado a otro, sacando pecho y moviendo sus sucias piernas con tanta marcialidad como si fuese un auténtico Gran Maestre de la Arena, y un instante después dibujó un círculo en el barro utilizando un palo en vez de un báculo de oro.

—¿Nombres y Casas? —preguntó.

—Webin de Kestha —gruñó el más corpulento de los dos luchadores, abombando el pecho y golpeándoselo con un puño.

—Okmark, de la Casa Fentesk.

—¿Tipo de combate?

—Un solo hechizo y un hechizo como premio, igual que en el último combate —dijo Okmark.

Webin asintió con visible irritación.

El gentío se apresuró a gritar los nombres a los que se encontraban demasiado lejos para poder ver lo que ocurría. Ancianos, mujeres e incluso muchachos empezaron a recitar las victorias y derrotas de los dos combatientes, y enseguida surgieron discusiones sobre quién iba a ser el vencedor.

El luchador de Fentesk, que superaba a su rival por más de una cabeza de altura, le lanzó un bufido despectivo mientras acababa de quitarse la capa sin ninguna prisa y se la entregaba a un bribonzuelo de la calle que se había colocado junto al círculo. El chico examinó los delicados bordados de la prenda y empezó a retroceder poco a poco. El luchador de Fentesk giró sobre sí mismo y le fulminó con la mirada, y el chico se quedó inmóvil al instante.

Okmark volvió los ojos hacia su oponente.

—No existe ninguna necesidad de luchar —dijo en voz baja y tranquila.

Un atronador rugido de burla surgió de la multitud, pero Okmark no le prestó ninguna atención. Siguió sin apartar la mirada del luchador del jubón gris y después extendió lentamente los brazos con las palmas levemente inclinadas hacia abajo en el gesto de la reconciliación, pero lo hizo de tal manera que el movimiento también incluyera la sutil distinción de la ausencia de sometimiento.

Webin escupió en el barro con una mueca de ira, y la multitud le vitoreó. Okmark se encogió de hombros, resignado a lo que iba a ocurrir.

El hombre de los harapos siguió pavoneándose alrededor del círculo, esperando mientras los dos luchadores llevaban a cabo el ritual e iban haciendo acopio de fuerzas con las cabezas inclinadas y los brazos extendidos.

—Cuatro a uno por el Gris... ¡Cubriré vuestras apuestas si creéis que el Gris ganará! —gritó una voz en la última fila de la multitud, y al instante hubo un frenético movimiento de cuerpos en esa dirección cuando la turba se apresuró a hacer sus apuestas.

Garth permaneció en silencio y observó cómo los dos luchadores se preparaban mientras pensaba en lo obvio que resultaba todo aquello. Metió la mano en la faltriquera que colgaba debajo de su brazo derecho y acarició las pocas monedas de cobre que quedaban dentro de ella. Bastarían para pagar una cena y un alojamiento.

Garth fue hacia el apostador, sacó las monedas y esperó sin impacientarse hasta que pudo alargar la mano. El apostador contempló su apuesta con expresión despectiva.

—Por el Naranja —dijo Garth, refiriéndose al jubón de la Casa Fentesk.

Los ojos del apostador recorrieron a Garth de arriba abajo y el hombre abrió la boca para empezar a reírse, pero volvió a cerrarla al sentir el peso de la gélida mirada de Garth.

—Te sugiero que la aceptes —dijo Garth.

Los apostantes que le rodeaban dejaron escapar risitas burlonas como si pensaran que Garth estaba loco, pero no consiguieron atraer su atención.

—Sólo cubriré apuestas en favor del Gris —acabó diciendo el hombre—. No me molestes, tuerto.

Garth ignoró el insulto.

—¿Trabajas para él? ¿Qué ocurre, es que habéis amañado el combate? —replicó, sin inmutarse y sin apartar su mirada del rostro del hombre.

El apostador lanzó un rápido y furtivo vistazo al gentío, que se había quedado callado de golpe a pesar de que todos consideraban que Garth era un patán llegado de algún pueblo perdido, ya que sólo un estúpido ignorante podía tirar su dinero apostando contra Webin en un combate que estaba claro iba a ganar sin ninguna dificultad.

—Uno a dos —replicó sarcásticamente.

—Uno a cuatro —dijo Garth en voz baja y suave, y su mano fue hacia la empuñadura de su daga.

El apostador recorrió con la mirada los rostros que le rodeaban y vio que no podía contar con ningún apoyo por parte del gentío.

—Uno a cuatro —gruñó, y trazó su marca sobre un trocito de madera blanda que metió entre los dedos de Garth.

Garth se volvió para disfrutar del espectáculo, y cruzó los brazos y se envolvió en los pliegues de su capa para protegerse del frío.

La multitud se fue quedando callada en cuanto se hubieron hecho las últimas apuestas, y todos aguardaron el final del ritual de preparación.

El luchador Gris fue el primero en terminar. Alzó la cabeza, extendió los brazos hasta dejarlos rectos y dio un paso fuera del cuadrado neutral dibujado al lado del círculo. El luchador Naranja todavía no había terminado con su ritual, pero el luchador Gris alzó las manos y el silencio se hizo absoluto. Garth meneó desdeñosamente la cabeza. Eso era una infracción de las reglas, pero no había que olvidar que se trataba de un combate callejero, y quien creyera que un encuentro de ese tipo se desarrollaría según las reglas era sencillamente demasiado estúpido para vivir.

Una neblina empezó a formarse dentro del círculo agitándose en lentos giros, pero el luchador Naranja no sólo siguió sin moverse, sino que ni siquiera dio ninguna señal de haberse dado cuenta de que el Gris había iniciado su ataque. La neblina se fue arremolinando y se volvió cada vez más brillante hasta relucir con una claridad que se reflejó sobre los pálidos rostros de la multitud que aguardaba en un silencio expectante. Después se oscureció de repente, y una oleada de frío surgió de ella y se fue extendiendo rápidamente.

—Un no muerto... —jadeó alguien.

Una silueta en avanzado estado de putrefacción apareció en el centro del círculo y fue hacia el luchador Naranja, que por fin se movió y alzó la cabeza. El luchador Naranja entró en el círculo y metió la mano en la pequeña bolsa que colgaba de su cadera derecha. Una nubecilla apareció al instante encima del no muerto y una cortina de fuego surgió de ella, cegando a la multitud y haciéndola retroceder ante el rugido atronador que la acompañó. Un remolino de humo se extendió hacia fuera, y Garth se tapó la cara con los pliegues de su capa para proteger sus fosas nasales de la repentina pestilencia a carne putrefacta que acababa de ser quemada hasta quedar convertida en cenizas.

Un murmullo de respetuoso asombro recorrió toda la calle. Okmark, que seguía sin apartar la mirada de su oponente, por fin permitió que sus labios mostraran el fugaz destello de una sonrisa.

—Creo que os he vencido, mi señor, por lo que puedo reclamar vuestro hechizo.

Los ojos del luchador Gris recorrieron los rostros de la multitud, y Garth no tuvo más remedio que menear la cabeza mientras ponía cara de diversión. Hacía tan sólo unos segundos, el luchador Gris había sido su campeón y su héroe, pero su campeón acababa de hacerles perder casi todo su dinero. Garth se volvió hacia el apostador, y todo le quedó muy claro en cuanto vio que éste había empezado a retroceder hacia la entrada de un callejón. Había sido una estafa realmente maravillosa, un timo clásico impecablemente concebido y ejecutado para vaciar las bolsas de una pandilla de paletos que habían acudido a la ciudad para presenciar el Festival y ardían en deseos de hacer apuestas.

Webin contempló a la multitud con cara de preocupación.

—¡A muerte, a muerte!

El grito surgió de las últimas filas de la multitud y fue coreado instantáneamente. La turba avanzó hacia el círculo, cantando, riendo y pidiendo ver sangre. Webin, que había parecido tan altivo y seguro de sí mismo hacía tan sólo unos momentos, movió la cabeza de un lado a otro y acabó volviendo la vista hacia Okmark.

—¿Lo deseas? —preguntó en voz baja, indicando que estaba dispuesto a volver a luchar con un lento retroceso hacia el cuadrado neutral dibujado junto al círculo.

El luchador Gris vaciló durante unos momentos y acabó dejando escapar un juramento ahogado. Metió la mano en su bolsa de hechizos y sacó de ella un amuleto que arrojó al suelo, haciendo que cayera a los pies del luchador Naranja. Después giró sobre sí mismo y salió corriendo del círculo, huyendo a toda prisa bajo el diluvio de maldiciones, barro, patadas, despojos y basura que la multitud hizo llover sobre él.

Okmark se agachó y recogió con expresión desdeñosa el amuleto que había controlado el hechizo del no muerto. Después se volvió hacia el chico que le había estado sosteniendo la capa y la recuperó. El chico se quedó inmóvil esperando una recompensa, pero el luchador Naranja le ignoró.

La multitud se había callado, y Garth miró a su alrededor. El hombre de las apuestas se había colocado al lado del luchador Naranja, y Garth se percató de la rápida mirada de reconocimiento que intercambiaron.

Garth fue hasta el círculo.

—Paga sus servicios al muchacho —dijo, y su voz se abrió paso a través de las discusiones que habían empezado a surgir alrededor del círculo a medida que la multitud comentaba apasionadamente el combate que acababan de presenciar.

El luchador Naranja se volvió hacia Garth, y todo el mundo se quedó callado al instante.

—Págale tú, si tanto te preocupa el que cobre por ellos —replicó el luchador Naranja.

—Si no te apetece pagarle, entonces quizá tu amigo pueda prescindir de una parte del dinero que habéis ganado entre los dos —dijo Garth, y una sonrisa iluminó sus rasgos delgados y morenos mientras señalaba al apostador.

Todos los ojos se volvieron hacia el apostador, que permaneció inmóvil y en silencio durante un momento. Después acabó alargando la mano hacia su bolsa, sacó de ella una moneda de plata y la arrojó al interior del círculo.

—Tus ganancias, tuerto —anunció el apostador—. Tómalas y paga al muchacho con ellas.

Garth entró en el círculo sin vacilar, y un jadeo ahogado recorrió rápidamente la masa de cuerpos apelotonados a su alrededor. El hombre de los harapos empezó a bailotear de pura excitación.

—Ha entrado en el círculo... ¡Un desafío, un desafío!

La multitud empezó a corear su cántico y el apostador sonrió.

Garth se inclinó, cogió la moneda y se la metió en la faltriquera después de haberla limpiado de barro.

—Sigo creyendo que le debes una recompensa al muchacho por sus servicios —dijo.

Okmark le contempló con una mezcla de desdén y fría superioridad.

—Dicho dentro del círculo, eso es un desafío —replicó—. Creo que será mejor para ti que te vayas antes de que salgas malparado, tuerto.

Garth se quitó lentamente la capa, y fue retrocediendo hasta el cuadrado trazado junto al círculo mientras lo hacía. Acabó de quitarse la capa, y vio que el muchacho que había motivado su discusión ya estaba preparado para recogerla.

—Espero volver a verla cuando esto haya terminado —dijo Garth en voz baja, y el chico asintió con una sonrisa.

—Si te mata... Bueno, ¿podré quedármela?

Garth sonrió.

—Claro —dijo—. Si me mata, entonces la capa es tuya.

Okmark se encogió de hombros como si estuviera harto de todo aquello. El apostador salió del círculo y clavó la mirada en Garth durante un momento. El hombre de los harapos fue hacia él.

—¿Nombre y Casa?

—Garth, y ninguna Casa. Trabajo por mi cuenta.

El hombre de los harapos se echó a reír.

—Garth el Tuerto de ninguna Casa, de ninguna Casa... —y bailoteó alrededor del círculo, repitiendo las palabras en un sonsonete burlón—. ¿Tipo de combate? —preguntó después, mirando a Garth al ser él quien había lanzado el desafío.

—Un solo hechizo y el hechizo como premio, al igual que en el último combate.

El hombre de los harapos se volvió hacia el luchador Naranja, que asintió.

El apostador rió y alzó la mano.

—Dos a uno a favor del luchador Naranja, y sólo se aceptan apuestas a favor del Tuerto.

La multitud no reaccionó.

—De acuerdo... Cuatro a uno, entonces.

Nadie se decidió a apostar.

—¡Diez a uno! Diez a uno a favor del luchador Naranja... Sólo aceptaré las apuestas de quienes crean que este

hanin sin Casa ganará.

Un grito surgió del gentío y los cuerpos se apelotonaron alrededor del apostador, haciendo nuevas apuestas y entregando una moneda de cobre con la débil esperanza de que Garth ganaría el combate. Garth esperó a que el frenesí de las apuestas se fuera calmando. Después metió la mano en su bolsillo y sacó la moneda de plata.

—Apuesto por mí mismo —anunció.

Arrojó la moneda al apostador y la multitud se rió.

—Un auténtico luchador —canturreó el hombre de los harapos mientras bailoteaba alrededor de Garth—. Es tan pobre que apuesta por él mismo... ¡Sí, es un auténtico luchador!

La multitud volvió a reír y hubo otro frenesí de apuestas, pues nadie había oído hablar jamás de un luchador tan pobre que se rebajase a sí mismo apostando por el desenlace del combate en el que iba a tomar parte.

Garth bajó la cabeza, extendió los brazos y ordenó sus pensamientos, centrándolos y disponiéndolos en una estructura firme y llena de calma, recordando sin recordar nada y expulsándolo todo de su mente. Después inició su sondeo, buscando el corazón del otro, percibiendo y sabiendo hasta que todas las cosas desaparecieron ante él y la tierra y las aguas que contenía quedaron reveladas con una nitidez tan grande como la de la nieve más cristalina. El maná, el origen de todo el poder de los hechizos, estaba allí y esperaba ser utilizado.

Garth entró en el círculo y alzó la mirada.

El luchador Naranja también entró en el círculo. Garth esperó.

No necesitaba mirar hacia arriba para saber que una nube estaba volviendo a formarse sobre el círculo e iba oscureciendo la calle. Oyó el jadeo ahogado de la multitud sin oírlo. Podía sentir la tensión, la fortaleza que estaba surgiendo del luchador Naranja y que se centraba en el poder que estaba extrayendo de tierras y lugares lejanos —el maná que controlaba—, y cómo iba llevando ese poder hasta el círculo para servirse de él. La bola de fuego que estaba creando empezó a adquirir una terrible intensidad ígnea, y bañó toda la calle con un resplandor infernal.

Garth alzó la mirada y extendió su mano.

Otra nube surgió de la nada al instante y se desplegó sobre la que había creado el luchador Naranja. Una ráfaga de aire frío surgió de ella. La calle se hallaba tan oscura como si fuese de noche. Hubo un veloz parpadeo luminoso seguido por un arremolinarse blanco. Era nieve, una ventisca de nieve que se enroscó sobre sí misma y se retorció, devorando la nube creada por el luchador Naranja. Después se oyó el aullido del vendaval, y un instante después todo había desaparecido y los últimos rayos del sol crepuscular volvieron a caer sobre la angosta calleja para reflejarse en las delgadas láminas de hielo que habían aparecido en los muros de los edificios y que empezaron a derretirse enseguida. El frío manto de hielo se desprendió y se hizo añicos. Los trocitos de hielo cayeron sobre la multitud, obligándola a protegerse las cabezas con los brazos.

El tintineo del pequeño diluvio de trocitos de hielo se fue disipando, y la calle quedó sumida en el silencio más absoluto. Una salva de aplausos y vítores brotó del gentío, especialmente de los que sólo habían apostado una monedita de cobre y que pronto tendrían una moneda de plata en el bolsillo. Habían encontrado un nuevo héroe y emplearon todo su vigor en aclamarle, mientras aquellos que habían pensado que apostar por él equivalía a tirar el dinero se maldecían en silencio a sí mismos por no haber sido lo suficientemente perspicaces para apostar. Los que lo habían perdido todo en el primer duelo también estaban radiantes de alegría al ver que el luchador causante de sus pérdidas acababa de ser derrotado.

Garth fulminó al perplejo luchador Naranja con la mirada.

—Bien, me parece que tu hechizo de la bola de fuego ha pasado a ser mío —dijo en voz baja y suave.

Okmark le miró, boquiabierto.

Garth aguardó en silencio.

Okmark se volvió hacia el apostador, cuyo rostro había empezado a hervir de furia mientras la multitud se iba agolpando a su alrededor para exigir que les entregara sus ganancias. Después se volvió nuevamente hacia Garth.

Okmark alargó la mano hacia la daga que colgaba de su cinturón, la cogió y la arrojó haciendo que se clavara en el suelo en el centro del círculo.

—A muerte —siseó.

Garth le miró y no dijo nada.

—¡A muerte, maldito seas!

El hombre de los harapos miró nerviosamente a su alrededor. Todo su entusiasmo anterior se había esfumado de repente.

—Eso va contra la ley salvo cuando se lucha en la arena de los combates —siseó—. Si el Gran Maestre se entera, todos podríamos acabar arrestados.

—¿Quién eres tú para citarme la ley, basura de las calles? ¡Exijo un combate a muerte!

—¡El duelo aún no ha terminado! —gritó el apostador—. ¡Si se retira, el luchador Naranja gana!

—¡No es verdad! —replicó con voz estridente y quejumbrosa el hombre de los harapos—. El duelo había terminado. Ésas son las reglas del círculo.

El luchador Naranja giró sobre sí mismo y clavó la mirada en su rostro. El hombre de los harapos se desplomó con los ojos en blanco y se llevó las manos a la garganta mientras un espantoso sonido gorgoteante brotaba de su pecho.

La multitud contempló en silencio el frenético debatirse del hombre de los harapos, que se revolcaba desesperadamente sobre el barro.

Garth desenvainó su daga y la arrojó, haciendo que se clavara en el suelo muy cerca de la de Okmark.

—A muerte, pues.

El luchador Naranja se volvió hacia él. El hombre de los harapos dejó escapar una tos entrecortada y salió del círculo arrastrándose sobre las manos y las rodillas.

El luchador Naranja asintió con una breve inclinación de cabeza y saltó al interior del círculo, prescindiendo de todo el ritual. Garth se tambaleó bajo el impacto de un chorro de llamas y retrocedió mientras alzaba los brazos para protegerse la cara. Un pequeño círculo apareció en el barro delante de él y la andanada de fuego quedó desviada. Garth pudo oír los gritos de la multitud a su alrededor. Los espectadores se apresuraron a retroceder, algunos de ellos retorciéndose en una agonía de dolor con las ropas envueltas en llamas. El muro del edificio que se alzaba detrás de Garth empezó a arder.

Garth alzó una mano y una silueta esquelética apareció entre el fuego y empezó a cruzar las llamas avanzando hacia Okmark, cuyos ojos se desorbitaron de terror al ver cómo el esqueleto continuaba avanzando sin ser afectado por las llamas. Okmark retrocedió, y el fuego empezó a disiparse. De repente hubo un rugido atronador y el suelo se abrió debajo del esqueleto, y éste se precipitó con un estrepitoso repiqueteo de huesos por la grieta que acababa de atravesar el círculo. Pero Garth inclinó la cabeza y el esqueleto dejó de caer, quedó suspendido en el aire y reanudó su implacable avance.

Okmark lanzó una maldición, alzó la mano y señaló al esqueleto con un dedo. Una explosión hizo temblar las calles y un chorro de polvo se arremolinó en el aire. Garth pareció encogerse ante aquel salvaje contraataque. Okmark, que había empezado a sonreír, alzó la mano y señaló a Garth con un dedo. Un haz de luz cegadora salió disparado hacia él, y un instante después un espejo iridiscente se materializó delante de Garth. El haz rebotó en él.

El luchador Naranja apenas tuvo tiempo de gritar.

Las llamas le rodearon. Okmark se retorció y se tambaleó de un lado a otro mientras hacía frenéticos esfuerzos para apagar aquel fuego que se negaba a extinguirse. Garth le observaba con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro impasible. Los gritos se fueron debilitando poco a poco a medida que Okmark se enroscaba sobre sí mismo e iba quedando convertido en una bola de carne ennegrecida, y se apagaron definitivamente cuando murió. El fuego se desvaneció, perdiendo su existencia mágica después de que quien lo había conjurado muriese debido a su propio hechizo.

Un jadeo de asombro brotó de las bocas de los espectadores, que permanecieron inmóviles y en silencio sin enterarse de que el edificio que tenían detrás crujía y chisporroteaba mientras una cortina de llamas iba subiendo velozmente por su pared, o de que había media docena de muertos y más de veinte heridos que lanzaban gritos y quejidos lastimeros yaciendo esparcidos por la calle detrás de donde había estado Garth.

Garth cruzó la grieta de un ágil salto, fue hasta el cuerpo retorcido y quemado de su oponente y se inclinó para coger la bolsita que colgaba de su cinturón y que, sorprendentemente, parecía no haber sido afectada en lo más mínimo por el fuego.

—No tienes derecho a quedarte con ella —dijo secamente el apostador, entrando en el círculo—. Eres un

hanin sin Casa, y acabas de asesinar a un luchador de la Casa de Fentesk. Sus propiedades han pasado a pertenecer a la Casa.

—Bien, pues entonces intenta detenerme —dijo Garth en voz baja y suave.

Clavó la mirada en el rostro del apostador y el hombre guardó silencio, titubeó durante unos momentos y acabó retrocediendo.

—¡Les contaré lo que ha ocurrido, tuerto! —gritó el apostador—. Irán a por ti.

—Antes de que salgas corriendo, quizá tendrías que recordar que debes algún dinero a estas personas..., y a mí.

La multitud, que había estado contemplando el enfrentamiento en silencio, cobró vida de repente y se apelotonó alrededor del apostador. Los espectadores cruzaron el círculo a la carrera, y al hacerlo algunos cayeron dentro de la grieta aullando y gritando, y sus gemidos de angustia se interrumpieron de repente cuando chocaron con el fondo. Garth se inclinó y cogió la bolsita. Después giró sobre sí mismo, miró a su alrededor y vio al chico, que seguía sosteniendo su capa.

Garth volvió a cruzar la grieta de un salto, cogió la capa y metió la mano en su faltriquera para coger una moneda..., y descubrió que estaba vacía.

El hombre de los harapos surgió de repente de entre la confusión de cuerpos que rodeaba al apostador y se puso al lado de Garth.

—Tengo tu dinero —dijo, y extendió una mano mugrienta y la abrió para revelar nueve monedas de plata.

—Menos tu comisión como árbitro del círculo de combate, naturalmente —dijo Garth.

Cogió las monedas y arrojó una al chico, que se la agradeció con una nerviosa reverencia y salió corriendo sin perder ni un instante más.

—Por supuesto. Lo lamento, pero te ha tocado pagarla... El luchador Gris ha desaparecido, y en cuanto al Naranja... —El hombre de los harapos volvió la vista hacia el cadáver—. Bueno, la única manera de cobrarle su comisión es descontarla de tus ganancias, ¿no?

Garth metió la mano en la bolsita de Okmark, hurgó en ella y se sorprendió ante la forma de algunos de los amuletos que contenía y las sensaciones que experimentó al tocarlos. Aquel hombre era realmente poderoso..., bastante más de lo que Garth había imaginado. Pero Okmark había sido un estúpido al no prever que un oponente podía disponer de una inversión de hechizos para algo tan peligroso como el fuego que no muere. Probablemente había pensado que se enfrentaba a un luchador de primer o segundo nivel que deseaba labrarse una reputación, por lo que no querría revelar los hechizos que utilizaría más tarde en el Festival.

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