Arena

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Capítulo 1

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Garth acarició una moneda con las yemas de los dedos y la sacó. Era de oro, y un destello de codicia iluminó los ojos del hombre de los harapos.

—La comisión que te debía el luchador Naranja —dijo—. Y ahora, ocúpate de que su cuerpo sea tratado como se merece y que se disponga de él con todo mi respeto.

—El luchador Naranja ha dejado de formar parte de mis responsabilidades —canturreó el hombre de los harapos, y agarró a Garth por el brazo—. Sus amigos ya están aproximándose, y quizá ha llegado el momento de que busquemos un lugar más seguro.

Garth alzó la mirada hacia el extremo de la calle que el hombre de los harapos estaba señalando con un dedo. Una falange de hombres venía por ella, y a juzgar por sus rostros resultaba obvio que estaban de muy mal humor. Todos llevaban el atuendo de los luchadores: camisas cubiertas de bordados, holgados pantalones de seda que ondulaban por encima de sus relucientes botas de media caña, y capas de cuero adornadas con ribetes anaranjados que aleteaban de un lado a otro mientras avanzaban con un paso rápido y decidido que hacía rebotar sobre sus caderas las bolsitas doradas que contenían sus hechizos. Detrás de ellos venían los guerreros de la Guardia, los hombres de la patrulla de vigilancia ciudadana que no podían usar hechizos, pero que eran altamente eficientes a la hora de matar.

Garth se metió en un callejón mirando por donde iba para no pisar a ningún herido en el duelo, y siguió al hombre de los harapos. Ya podía oír lo que parecía el comienzo de un disturbio callejero de considerables dimensiones detrás de él, y un instante después oyó el repicar de una campana, lo que le indicó que los hombres del servicio de vigilancia y extinción de incendios por fin habían empezado a llegar al lugar.

El hombre de los harapos miró por encima de su hombro un instante antes de que los dos se metieran por un callejón lateral.

—Ah, adoro el Festival... —anunció.

La fachada del edificio en llamas se derrumbó sobre la multitud que había estado contemplando el duelo al final de la calle. Un diluvio de chispas salió disparado hacia el cielo del crepúsculo, y el vacilante movimiento de retroceso iniciado por el gentío para alejarse del edificio en ruinas hizo que unos cuantos cuerpos cayesen por la grieta y desaparecieran.

Se abrieron paso por una calleja llena de basura y barro viscoso, y Garth tuvo que reprimir un acceso de náuseas producido por la pestilencia de los restos putrefactos, desperdicios humanos, animales muertos ya imposibles de identificar y, en un caso, lo que parecía parte de un ser humano asomando de un montón de basuras. El hombre de los harapos se detuvo al ver el cadáver y lo contempló con expresión pensativa durante unos momentos.

—Vaya, ya me estaba preguntando qué había sido de ella... —murmuró.

Después se encogió de hombros y continuó guiando a Garth hasta que acabó dirigiéndose hacia la entrada trasera de un edificio muy viejo, una precaria estructura de aspecto semiderruido que se había ido volviendo de color gris con el paso de los años y que parecía estar a punto de convertirse en un montón de polvo.

Garth contempló con curiosidad lo que le rodeaba mientras el hombre de los harapos abría la puerta, y el viejo le sonrió con una sonrisa a la que le faltaban unos cuantos dientes.

—¿Cómo, es que no confías en mí después de que te he conseguido tu dinero y te he sacado de ese lío? —preguntó.

—No confío en nadie —replicó Garth en voz baja, entrecerrando su único ojo en un intento de ver algo entre la penumbra.

—Ah, hermanos, tenemos compañía —anunció el hombre de los harapos, y cruzó el umbral.

Garth pudo distinguir movimientos en la oscuridad y arrugó la nariz al percibir el desagradable olor que brotaba de varios cuerpos sin lavar. Oyó ásperas carcajadas, y un viejo empezó a reírse y no tardó en ser imitado por otro.

—Sugiero que entres de una vez o que te vayas, Garth el Tuerto que no tiene Casa —dijo el hombre de los harapos—. Los luchadores de la Casa Naranja te están buscando, y no cabe duda de que están de un pésimo humor. Además, la guardia del Gran Maestre también anda tras de ti.

Garth fue hacia la puerta y su ojo empezó a acostumbrarse a la penumbra. Un pequeño fuego ardía en un hogar abierto a un lado, y una silueta encorvada removía el contenido de una marmita suspendida encima de las llamas. Garth inclinó levemente la cabeza a un lado y escuchó con gran concentración. El carecer de visión en su lado izquierdo le había enseñado a confiar en otras cosas. Acabó cruzando el umbral, y después retrocedió con gran rapidez mientras saltaba hacia un lado en el mismo movimiento.

El golpe falló el blanco, y el cayado de madera siseó atravesando el aire vacío. Garth agarró al hombre por la muñeca en una reacción de agilidad felina, y tiró de él haciéndole salir de detrás de la puerta abierta mientras empuñaba la daga con su otra mano y la alzaba hasta colocarla debajo del mentón del hombre, haciendo que la afilada punta rozara su garganta.

—Haces demasiado ruido al respirar —murmuró—, y además hueles lo suficientemente mal como para dar náuseas a un gusano.

El hombre de los harapos lo había estado contemplando todo con franca diversión, e inclinó la cabeza en un gesto de aprobación.

—Oh, sí, servirás, no cabe duda —dijo, y se rió—. Y ahora te ruego que sueltes a mi hermano, ¿de acuerdo?

Garth clavó la mirada en los ojos de su atacante, y percibió su miedo y pudo oler la fetidez de su aliento. Movió la daga haciendo un pequeño corte debajo de su mentón y después le soltó. El anciano aulló de dolor, y los otros ocupantes de la habitación lanzaron rugidos de deleite.

—Eres el hombre ideal, desde luego —dijo el guía de Garth, y movió una mano indicándole que viniera a sentarse al lado del fuego—. Se acabaron los trucos, ¿de acuerdo? Lo juro por el honor de mi hermandad.

Los otros ancianos de la habitación se rieron y Garth les contempló. Casi todos parecían espantapájaros que llevaran muchos años en un campo olvidado. A varios les faltaban dedos y a algunos la mano derecha, y al que estaba sentado junto al fuego le faltaban las dos manos.

—¿Ladronzuelos y hurgadores de bolsillos? —preguntó Garth—. ¿Acaso debo aceptar la palabra de la hermandad de los ladrones de bolsas?

El hombre de los harapos se rió.

—Créeme, Hombre Sin Casa: tiene tanto valor como la palabra de cualquiera de las Casas que se enfrentan en los combates.

Hubo un coro general de murmullos de asentimiento, como si Garth acabara de lanzarles el más terrible de los insultos al dudar de su anfitrión.

El viejo movió una mano indicando a Garth que se sentara y un instante después alguien colocó una hermosa copa tallada delante de él. El hombre de los harapos cogió una pesada jarra que había debajo de la mesa, llenó la copa de su invitado con vino y después se llenó la suya. Garth cogió la copa y tomó un sorbo.

—¡Es vino borleiano! —exclamó, obviamente sorprendido.

—Ah... Veo que conoces bien nuestras uvas.

—¿Cómo habéis conseguido echar mano a una cosecha tan magnífica?

—¿Y cómo es que un

hanin sin Casa sabe reconocer una cosecha tan magnífica?

—He viajado bastante.

El hombre de los harapos dejó su copa sobre la mesa y miró fijamente a Garth.

—¿Cuántos años tienes?

Garth sonrió y no dijo nada.

—Resulta difícil saberlo con alguien que puede controlar el maná, claro... Podrías tener los veinticinco que aparentas, o podrías estar a punto de cumplir cien años. Estoy dispuesto a apostar por los veinticinco.

—¿Y se supone que he de responderte?

El hombre de los harapos meneó la cabeza.

—Eres un

hanin, por lo que ya sabrás que estar en esta ciudad durante el Festival es un auténtico suicidio —dijo—. No tienes colores, y el Gran Maestre ha prohibido la presencia de cualquiera que utilice maná y no tenga colores..., bajo pena de muerte.

—El Gran Maestre... —dijo Garth en voz baja y suave, y el hombre de los harapos pudo captar una repentina dureza en su tono—. Cierto, pero antes ese bastardo tendrá que dar conmigo.

—Oh, el Gran Maestre tiene sus truquitos —replicó el hombre de los harapos.

Después recorrió con la mirada los rostros de sus amigos, que asintieron enfáticamente mientras el que no tenía manos alzaba sus brazos y dejaba escapar una risita deformada por los ecos de la locura.

Garth tomó otro sorbo de vino mientras el hombre de los harapos obsequiaba a sus camaradas con una descripción del combate y de la victoria de Garth. Cuando hubo terminado su historia, deslizó la mano debajo de su túnica, sacó media docena de bolsas y las arrojó sobre la mesa.

—Parece que te las has arreglado para sacar un considerable beneficio de los espectadores mientras desempeñabas las funciones de maestre del círculo, ¿eh? —observó Garth en voz baja y suave.

—Oh, es una forma como otra cualquiera de ganarse la vida haciendo pequeños negocios.

—El Festival debe de ser un buen momento para hacer esos pequeños negocios de los que hablas.

Las carcajadas hicieron vibrar las paredes de la habitación.

—La mayoría de habitantes de esta ciudad nos tienen demasiado vistos —dijo el hombre de los harapos—. Pero todos los idiotas que vienen aquí durante el Festival... Bueno, poder aliviarles de su exceso de equipaje es algo que hacemos con sumo placer. Llámalo impuesto para hacer obras de misericordia con los pobres, si lo prefieres... Durante los siete días próximos obtendremos el dinero suficiente para aguantar todo el invierno.

El hombre de los harapos volvió a llenar su copa y la de Garth.

—Así que has venido por el Festival, ¿eh? —preguntó después.

Garth no dijo nada. Tenía toda su atención concentrada en la copa, como si estuviera estudiando la complicada trama de los adornos de oro.

El hombre de los harapos se inclinó sobre la mesa y clavó la mirada en el rostro de Garth.

—¿Cómo perdiste el ojo?

—Una broma infantil que acabó teniendo consecuencias inesperadamente serias —repuso Garth sin inmutarse.

El hombre de los harapos asintió lentamente sin apartar la mirada de su rostro.

—A juzgar por la cicatriz de tu mejilla, se diría que te lo sacaron con un cuchillo.

—Algo así.

El hombre de los harapos se reclinó en su asiento y contempló a Garth sin decir nada.

Garth se echó hacia atrás, apuró su copa y la dejó sobre la mesa. El hombre de los harapos se apresuró a volver a llenarla.

—Verás, podríamos ponerte un parche sobre el otro ojo... Una tela lo bastante delgada como para que pudieras ver a través de ella, ¿entiendes? Después te quitaríamos el parche auténtico, y eso te convertiría en un ladrón condenadamente bueno.

El hombre de los harapos celebró su chiste con una risita, pero siguió observando a Garth con gran atención.

Garth dejó escapar un resoplido desdeñoso y tomó otro sorbo de su copa.

—Pero tú eres un luchador, no un ladrón de bolsas. La forma en que mataste a Okmark de Fentesk... Fue una inversión realmente magistral, un hechizo muy raro dotado de ese inmenso poder que sólo un verdadero adepto es capaz de controlar. Okamar había obtenido catorce victorias en la arena y era un luchador de tercer nivel, eso como mínimo... ¿Cómo es posible que un Hombre Sin Casa como tú llegase a obtener semejante hechizo?

Mientras hablaba el hombre de los harapos había estado contemplando la bolsa de los hechizos de Garth con franca curiosidad, como si estuviera teniendo que hacer un considerable esfuerzo para reprimir la tentación de arrancársela y examinar lo que contenía.

Garth alzó la vista de su copa y clavó su único ojo en el rostro del hombre de los harapos.

El hombre de los harapos extendió las manos hacia él fingiendo estar horrorizado y se apresuró a retroceder.

—Nunca preguntes a un luchador dónde ha obtenido sus victorias y de dónde ha sacado sus poderes —dijo el hombre de los harapos—. Lo sé, lo sé... Conozco las costumbres.

Un anciano fue hasta la mesa y colocó delante de Garth una bandeja de plata mientras otro traía un pato asado del hogar. Garth arrancó una pata y empezó a masticarla con expresión pensativa.

—Tienes hambre, eso está claro —dijo el hombre de los harapos.

Después observó en silencio a Garth mientras éste cortaba rebanadas de carne del ave y se apresuraba a metérselas en la boca, engulléndolas a toda velocidad con la ayuda de otra copa de vino.

—¿Eres el jefe de esta hermandad? —preguntó Garth entre un bocado y el siguiente.

El hombre de los harapos se rió y extendió los brazos en un gesto tan amplio como si estuviera invitando a Garth a contemplar sus dominios.

—Soy el maestre de todos estos hermanos míos a los que ves aquí y de otros que se esconden en distintas madrigueras. La leal orden de los ladrones de bolsas, con un linaje tan augusto como el de cualquiera de las Casas que se enfrentan en la arena de los combates, y tan antiguo como el de ellas... Ah, e incluso podría añadir que mucho más honesto.

—¿Cómo es eso?

—Las Casas... Verás, Fentesk, Kestha, Bolk e Ingkara afirman ser las defensoras del honor, pero en realidad no son más que rameras —Los otros ocupantes de la habitación emitieron un gruñido de asentimiento—. Desde la noche en que Zarel se convirtió en Gran Maestre de todos los colores, las Casas ya sólo piensan en los beneficios que pueden obtener mediante sus poderes y en el maná que puede ser extraído de las tierras para sustentar sus hechizos, y dejan que quienes no tienen poderes mágicos paguen el precio de todo eso. Por lo menos nosotros somos sinceros en todo cuanto hacemos. Robamos y admitimos que robamos, y eso nos convierte en hombres honrados por comparación. No nos ocultamos detrás de ese chorro de tópicos y frases hechas que han perdido todo significado hace mucho tiempo, y eso ya es algo.

Sus compañeros de latrocinios lanzaron al aire una ruidosa andanada de maldiciones, y el loco que no tenía manos entonó con su voz cascada una canción obscena sobre el Gran Maestre mientras sostenía delante de él una copa que había sido tallada de tal manera que pudiese cogerla con los muñones de sus brazos.

Garth acabó de consumir el resto de su comida en silencio, escuchando cómo los viejos daban rienda suelta a su odio y su ira. Cuando hubo terminado se limpió los dientes con un trocito de hueso sin que su expresión pensativa variase ni un instante, y después echó su escabel hacia atrás y se puso en pie.

—Gracias por la comida, viejo. Creo que ya va siendo hora de que siga mi camino.

—Puedes pasar la noche aquí.

—¿Por qué?

—Porque te encuentro divertido, y un poquito misterioso.

—Ah, ¿sí?

—Me divierte que te costara tan poco acabar con Okmark y desplumar a su encargado de las apuestas. Al principio pensé que eras el típico patán recién llegado del campo... Ya sabes, el chico hinchado de orgullo que tiene un par de hechizos dentro de su bolsa y que está convencido de que demostrará lo que vale, y que normalmente acaba perdiendo la vida antes de que el Festival haya terminado.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me llamaron «chico» —dijo Garth con voz gélida.

—Hijo, para mí sigues siendo un chico. Matar a Okmark puede haberte permitido obtener sus poderes, pero ahora tienes aproximadamente a un centenar de enemigos jurados buscándote para vengar la afrenta que has infligido a su Casa. Además, a estas alturas el Gran Maestre ya debe de haberse enterado de que un

hanin tuerto mató a Okmark. Todos los guerreros y luchadores que obedecen sus órdenes te estarán buscando frenéticamente.

—Ya me las arreglaré.

—Ah, y además no debemos olvidarnos del gran misterio, naturalmente... ¿Qué has venido a hacer aquí? Si quieres que te dé un consejo, creo que deberías ir hacia el sur antes de que amanezca e interponer la mayor distancia posible entre tu persona, esta maldita ciudad y el Festival.

El hombre de los harapos sonrió y alzó la mano antes de que Garth pudiera contestar.

—Ya lo sé —dijo—. No quieres mis consejos y planeas quedarte en la ciudad, y desde luego prefieres morir antes que decirme lo que has venido a hacer aquí.

—Más o menos.

—Pues entonces quédate a pasar la noche con nosotros. El alojamiento es gratis, y además te he dado la promesa de la hermandad. Nadie te molestará.

—¡La Guardia!

Garth giró sobre sí mismo y vio a un mendigo sin piernas que acababa de cruzar el umbral saltando ágilmente sobre sus muñones. La pésima imitación de centinela a quien Garth había herido debajo del mentón corrió hacia la puerta y la atrancó con un madero, y la habitación quedó sumida en el silencio más absoluto. Todos pudieron oír los pesados pasos que se iban aproximando por el callejón. Los pasos se detuvieron durante un momento, y después siguieron adelante y se alejaron.

—Pagamos a esos bastardos el dinero suficiente para que nos dejen en paz —dijo el hombre de los harapos con una risita—, pero nunca se sabe quién puede haberles dado una suma mayor.

Se volvió hacia Garth.

—Me atrevería a afirmar que eres tú quien les ha puesto tan nerviosos —siguió diciendo—. Eres un criminal, Hombre Sin Casa. Incluso es posible que los luchadores de la Casa Naranja hayan decidido gastarse algún dinero para conseguir que te rajen el cuello lo más discretamente posible a fin de recuperar los hechizos que han perdido. Si eres un tonto de pueblo que ha venido aquí pensando en el honor y las reglas, ya puedes irte olvidando de todo eso.

Garth meneó despectivamente la cabeza.

—Típico —Su mirada recorrió la habitación—. ¿Cuál es el rincón con menos piojos y pulgas?

Varnel Buckara, Maestre de la Casa de Fentesk, dejó su copa de oro sobre la mesa y clavó su gélida mirada en su anfitrión.

—Si quieres que te sea sincero, debo confesar que no me gustan nada las implicaciones de lo que acabas de decir —murmuró.

—Fue vuestro hombre el que inició el incidente librando un duelo ilegal, primero con Webin de Kestha. Lamentable, mi buen señor... Sí, es realmente lamentable ver cómo dos luchadores se enfrentan entre la basura para mayor diversión del populacho.

—Mis luchadores son impulsivos y arrogantes, pues de lo contrario no serían luchadores. Sabes muy bien que eso no te molesta en lo más mínimo, ¿verdad? No, lo que realmente te molesta es el hecho de que convirtieran su duelo en una exhibición pública y que tus agentes no pudieran controlar las apuestas de la multitud.

El Gran Maestre Zarel Ewine rió, y su abultado estómago tembló como un montón de gelatina. Después dejó su copa sobre la mesa e indicó al sirviente que volviera a llenar las dos copas y que se marchara en cuanto lo hubiese hecho.

—Como si necesitara perder el sueño por unas cuantas monedas de plata —acabó replicando—. Esas cosas dejaron de preocuparme hace ya mucho tiempo —añadió, inclinándose hacia adelante y mirando fijamente a Varnel.

Varnel no dijo nada y se limitó a contemplar la habitación, inspeccionando los tapices importados de Kish, las delicadas tallas en madera de la legendaria La y las gemas que adornaban las manazas de Zarel.

—Sirvo al Caminante administrando las Tierras del Oeste, y la supervisión de los juegos es algo que va unido de manera inseparable a la administración de todos esos lugares —siguió diciendo Zarel—. Como honor, eso es más que suficiente.

La hipocresía de su réplica hizo que Varnel sintiera un deseo casi incontenible de reír a carcajadas, pero el miedo se lo impidió. No temía a Zarel, sino a lo que podía estar acechando a su espalda en aquel mismo instante, aguardando invisible entre las sombras.

Miró nerviosamente a su alrededor, y un instante después comprendió que Zarel había percibido su fugaz momento de miedo.

—No, no está aquí... No vendrá hasta el último día del Festival, cuando acuda para el informe anual y para llevarse a quien haya vencido en el último combate.

—Y este incidente... ¿Figurará en el informe? —preguntó Varnel, llegando por fin a lo que realmente importaba.

—Ah, mi viejo amigo... Has sido muy generoso en el pasado. Bien, esta noche no va a ser necesario ejecutar el desagradable ritual del soborno para conseguir que el asunto sea olvidado. Considéralo como un regalo. Muchos combates se libran fuera de la arena, cierto, y si hubiese intentado acabar esa costumbre... Bueno, me temo que ya habría enloquecido hace mucho tiempo. Lo que tú y los otros Maestres de las Casas hagáis en vuestros territorios es asunto vuestro, no mío. Durante el resto del año podéis mataros en vuestras tierras como y cuando os plazca, y contratar a quien deseéis. Pero ahora vuestra Casa y las otras tres os habéis reunido en mi ciudad para poner a prueba las habilidades de vuestros luchadores, y eso sí que me concierne. Puedo esperar alguna que otra pelea con apuestas, pero un duelo a muerte librado ante los ojos de las turbas... No, eso está reservado para la arena. De lo contrario el caos se adueñaría de todo, y no pienso tolerarlo. Ya sé que las Casas lucharán entre ellas y no me sorprende que eso ocurra, pero os ruego que lo hagáis dentro de vuestros recintos. Es la tradición, pero las exhibiciones públicas quedan totalmente descartadas... Ese tipo de combates son para la Arena, y si los campesinos y gentes de más calidad quieren presenciarlos, siempre pueden pagar la entrada. Eso también es tradicional.

Varnel sintió el deseo de replicar que además el populacho pagaba para ver los combates en la arena, pero que no lo haría si podía ver todos los combates que quisiera gratis y en las calles.

—¿Nos hemos entendido el uno al otro? —acabó preguntando Zarel.

—Sí, nos hemos entendido —replicó Varnel en voz baja y suave.

—Bien, y ahora pasemos al otro problema. Ese luchador sin Casa, ese

hanin... ¿Tenéis alguna descripción de él?

—Nadie de los míos estaba allí.

—Venga, venga... ¿Qué hay del apostador de vuestro combatiente?

Varnel se removió nerviosamente en su asiento.

Zarel rió y tomó otro sorbo de su copa.

—O vuestro hombre era un idiota que peleó únicamente porque quería obtener un hechizo más, o contaba con un apostador que se encargaría de desplumar a la multitud —dijo—. No me gustaría nada tener que pensar que todos tus combatientes son idiotas.

—El apostador fue arrojado a la grieta por la turba cuando se le acabó el dinero para pagarles sus apuestas después de que mi hombre fuese derrotado —replicó Varnel.

—Una reacción muy lógica, desde luego. Y ya que hablamos de eso, ahora hay una enorme grieta que tendrá sus buenos cuarenta metros de profundidad en el centro de una de mis calles de más tráfico... ¿Sabes cuánto dinero me va a costar hacerla desaparecer? Además, medio bloque de casuchas ardió hasta los cimientos, y hubo casi cincuenta muertos.

—Bueno, después de todo no son más que campesinos.

—Son mis campesinos, y eso significa cincuenta campesinos menos a la hora de pagar impuestos. Eso quiere decir que estos campesinos hacían su pequeña aportación al conjunto del maná mediante su mera existencia. Vamos, vamos, Varnel... La factura se incrementa continuamente. No estoy hablando de sobornos, sino de daños y perjuicios. No sé cuántas carretas de tierra se necesitarán para rellenar ese enorme agujero que creó tu hombre. Los costes de los funerales, reconstruir el bloque de casuchas... Todo eso va a costar mucho dinero.

—Como si ese dinero fuera a salir de tu bolsa —replicó Varnel sin inmutarse.

—¡No, maldición! —rugió Zarel—. Saldrá de la tuya, y esto no es un soborno. Es un resultado del compromiso que tu Casa y las otras Casas han asumido, y de su obligación de cargar con los daños que se produzcan en mi ciudad durante el Festival.

—¿Y qué hay de la Casa de Kestha? Fue el hombre de Kestha el que empezó la pelea —replicó Varnel.

—Oh, te aseguro que Tulan y su Casa también pagarán —dijo Zarel con dulzura.

«Apuesto a que lo harán», pensó Varnel con irritación mientras cogía el jarro de vino y se volvía a llenar la copa, pensando que por lo menos esos pequeños gastos corrían por cuenta de Zarel y que debía sacar el máximo provecho posible de ese hecho.

—Ese guerrero sin Casa también debería cargar con las consecuencias de lo que ha hecho, ¿no? —preguntó después.

—Oh, lo hará —replicó Zarel—. Antes de que ordene su descuartizamiento por haber luchado en mi ciudad sin contar con la sanción de una Casa, él también contribuirá a reparar los daños causados por el combate. El problema es que nadie sabe quién es ni adonde fue.

Varnel se sonrió.

—Pero seguramente los leales súbditos del Gran Maestre deben de arder en deseos de ayudar a la ley —dijo.

—Son escoria, eso es lo que son... Piensan que fue un espectáculo muy divertido. Ha hecho que ganaran dinero, y eso le ha convertido en su héroe... ¡Escoria repugnante! Se están riendo por las calles, y tu Casa también tiene su parte de culpa en lo ocurrido. Oh, cuento con las descripciones de costumbre, desde luego... Era negro, era blanco, era amarillo. Era alto, bajito, gordo, flacucho, tenía la cara marcada por la viruela, era de piel muy blanca y no había ni una sola señal en ella, con dos ojos, con un solo ojo... Lo único en lo que todos están de acuerdo es en que no pertenecía a ninguna Casa.

Varnel se reclinó en su asiento y desvió la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zarel de repente.

Varnel se sobresaltó y se volvió hacia su anfitrión.

—Nada... No, nada.

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