Arena

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Capítulo 11

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Zarel Ewine, Gran Maestre de la Arena, contempló a la multitud aullante que llenaba el inmenso estadio.

—Hay momentos en los que deseo que tuvierais un solo cuello —gruñó, dejando de emplear el poder de hablar a distancia para que sus verdaderos pensamientos no pudieran ser oídos.

El círculo de monjes alzó el brasero y desapareció con él por el túnel, mientras una docena de monjes con los rostros cubiertos por capuchones se quedaba en la arena y permanecía respetuosamente inmóvil a la izquierda de la colosal plataforma de Zarel. Los cuatro Maestres de Casa se fueron aproximando desde los confines de la arena, esta vez desplazándose a pie, pues la única magia permitida dentro del recinto del gran círculo de los combates era aquella utilizada por los luchadores que se enfrentaban en competición y la del propio Gran Maestre. Detrás de cada Maestre avanzaban cuatro guerreros que transportaban una pesada urna de oro que contenía discos de oro con los nombres de los luchadores de las Casas grabados en ellos. Zarel esperó, cada vez más irritado por los salvajes aullidos de la multitud y lo que sospechaba era una lentitud deliberada por parte de Kirlen, que avanzaba con paso cojeante y se apoyaba aparatosamente en su báculo. Los cuatro Maestres acabaron deteniéndose delante de la plataforma con ruedas, y Zarel por fin pudo bajar del trono acompañado por una fanfarria de trompetas y un redoble de tambores.

Al pie del trono había un círculo ceremonial de elección, una gruesa lámina de oro puro de cinco metros de anchura que había sido colocada sobre el suelo apisonado del estadio. Los monjes continuaban inmóviles y en silencio a un lado del círculo con las capuchas ocultándoles los rostros, y permanecieron impasibles mientras se colocaba ante ellos una mesa adornada con incrustaciones de plata. Zarel entró en el círculo, y los cuatro Maestres de Casa le siguieron mientras los sirvientes se acercaban con las urnas y las dejaban encima de la mesa.

Zarel contempló a los cuatro Maestres, y su gélida mirada acabó posándose en Kirlen.

—¿Está su nombre dentro de tu urna? —preguntó por fin.

—¿A quién te refieres? —replicó Kirlen.

Su voz estaba impregnada por un sarcasmo helado.

—¡Ya sabes de quién estoy hablando, maldita seas!

—Forma parte de mi Casa por el derecho de mi elección, y no puedes interferir en ello.

—Es un criminal que debe ser juzgado y sentenciado.

—Era un criminal que debía ser juzgado y sentenciado —replicó secamente Kirlen—. ¿O es que has olvidado las reglas? Ningún luchador puede ser arrestado durante el Festival o sacado de su Casa en ningún momento.

La mirada de Kirlen recorrió los rostros de los Maestres en busca de apoyo a sus palabras.

—Es peligroso —dijo Jimak, de la Casa Púrpura—. Tendrías que haberle matado.

—Dices eso únicamente porque no lleva tus colores. Además, estuvo en tu Casa y te habría encantado poder traicionarle, entregándole a Zarel a cambio de una recompensa..., que sospecho no habría sido más que otra de esas baratijas doradas que tanto te gustan.

—No hice tal cosa.

—Nos ha traicionado a todos —intervino Tulan.

—Por supuesto que sí —replicó Kirlen, y dejó escapar una risita helada—. Pero ahora está en mi Casa y luchará por mí, y ganará. Creo que estás furioso porque será el Caminante quien acabe disponiendo de él y no tú, Zarel. Deja que sea él quien decida qué hay que hacer con el tuerto.

—Era mío, y tú te lo has llevado empleando la seducción y las malas artes —dijo secamente Varnel de Fentesk, y contempló a Kirlen con los ojos llenos de irritación—. Eso supone una violación de las reglas.

—Oh, qué pena —replicó sarcásticamente Kirlen—. Anda, ve a verle y pídele que sea buen chico y que vuelva contigo...

—¡Callad de una vez! —ordenó Zarel.

—¿Cómo osas...? —siseó Kirlen—. Puede que seas el Gran Maestre de la Arena, pero juntos tenemos más poder que tú.

—Intentadlo —replicó Zarel con ferocidad—. Vamos, ¿por qué no lo intentáis? Sin mí y sin la arena, no seríais nada.

—Creo que es más bien al revés —dijo Kirlen—. Ni siquiera eres capaz de controlar a un

hanin... Eres patético y ridículo, y no mereces gobernar.

Zarel la fulminó con la mirada, y un instante después se dio cuenta de que la multitud

se había sumido en un silencio tan extraño como repentino.

El aire había quedado electrizado por una nueva tensión, como si los espectadores hubieran percibido de alguna manera inexplicable que algo andaba mal dentro del círculo dorado.

—Me acordaré de lo que habéis dicho después de que esto haya terminado.

—Espero que no lo olvides —replicó Kirlen sin inmutarse.

Zarel dio la espalda a los cuatro Maestres mientras hacía un terrible esfuerzo de voluntad para controlar su rabia y movió una mano en una seña dirigida a los monjes, que habían permanecido inmóviles y en silencio durante todo aquel tiempo, indicando que ya podían ser llevados hasta allí. Los ayudantes fueron hacia los monjes mientras otro grupo de sirvientes desenrollaba un tubo muy largo de una extraña sustancia negra en un extremo del cual había un embudo en forma de campana mientras que el otro desaparecía dentro del túnel de acceso a la arena.

Cuatro monjes fueron llevados hasta las urnas. Sus capuchones fueron bajados para revelar que los cuatro hombres eran ciegos y que les habían cerrado las orejas cosiendo los pabellones con gruesas puntadas de hilo. Eran los Seleccionadores del Combate, uno de los cargos más honrados y respetados que existían en la ciudad. A cambio de conferirles ese inmenso honor, les habían sacado los ojos y les habían cerrado las orejas para que no pudiesen ver lo que hacían o escuchar un murmullo de estímulo que hubiese dirigido sus manos hacia un punto determinado de las urnas que contenían los nombres de los luchadores.

Una fanfarria de clarines atronó el aire, y la arena volvió a quedar sumida en un silencio tan profundo que resultaba casi sobrenatural. Cada monje metió las manos en una urna y extrajo de ella un disco de oro sobre el que estaba escrito el nombre de un luchador de una de las cuatro Casas. Después introdujeron los discos en una bolsa de cuero negro que fue colocada a un extremo de la mesa. Un quinto monje ciego y sordo metió la mano en la bolsa, sacó dos discos y los puso a su izquierda. Después sacó los dos discos restantes y los puso a su derecha.

Un monje que no había renunciado a su sentido de la vista avanzó y cogió el embudo unido al tubo que serpenteaba hasta perderse dentro del túnel de acceso. Bajó la mirada hacia los dos primeros discos, con otros dos monjes inmóviles junto a él actuando como testigos.

—Haglin de Fentesk —anunció hablando por el embudo—, contra Erwina de Bolk, círculo uno.

Sus palabras fueron transportadas a lo largo de doscientos metros de tubo hasta que llegaron a los hombres y muchachos que manejaban un enorme tablero colocado en la cima de la parte oeste de la arena. La multitud guardaba silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia el tablero. Unos segundos después, una docena de muchachos trepó velozmente por la estructura del tablero transportando letras y símbolos que formaban los nombres de los dos primeros aspirantes, sus códigos personales, los colores de su Casa y el círculo asignado para celebrar el combate.

—Lorrin de Kestha contra Naru de Bolk, círculo dos.

Los discos dorados fueron apartados, y sus asistentes llevaron a los monjes ciegos y sordos hasta las urnas para que extrajeran de ellas cuatro discos más, que después fueron divididos por el monje que ejercía la decisión final sobre los enfrentamientos.

—Alitar de Fentesk contra Olga de Bolk, círculo tres.

Docenas de muchachos se desparramaron sobre el tablero, y el primer combate acabó de quedar anunciado. Un salvaje clamor histérico formado por gritos y vítores hizo vibrar la arena, y por un momento pareció como si toda la zona de espectadores quedase enterrada bajo una ventisca de papel cuando la multitud que no paraba de aullar desplegó sus hojas de apuestas para echar un vistazo a los historiales de los luchadores y calcular sus posibilidades. Después la multitud volvió la mirada hacia el tablero, y aguardó en un silencio expectante mientras el encargado oficial de los números decidía qué apuestas se iban a ofrecer. Los números aparecieron por fin: tres a uno en favor de Erwina de Bolk contra Haglin de Fentesk.

La multitud reaccionó de la manera habitual, y lanzó gritos despectivos contra unas apuestas que, como siempre, estaban calculadas a favor del Gran Maestre. Al inicio de cada una de las escaleras que bajaban hacia la arena había cobertizos de apuestas que ya habían abierto sus puertas y estaban preparados para empezar a funcionar, y los espectadores se levantaron de sus asientos por enjambres de decenas de millares para acudir a ellos mientras decenas de millares más hacían sus apuestas privadas en los graderíos. Esas apuestas eran ilegales, naturalmente, ya que sólo estaban permitidas las apuestas reguladas por el Gran Maestre, y había centenares de agentes suyos que se escondían entre la multitud, preparados para arrestar a quien intentara organizar su propio negocio de apuestas particular. El proceso de selección de los primeros veinticinco enfrentamientos siguió desarrollándose poco a poco. Los porcentajes aparecían en el tablero, la multitud rugía su desaprobación ante algunas de las apuestas ofrecidas, y después corría a apostar sus monedas de cobre, plata y oro por los luchadores a los que consideraban como ganadores seguros. También se practicaron los primeros arrestos, y estallaron varias peleas cuando los agentes del Gran Maestre intentaron llevarse a algunos apostadores ilegales, con el resultado de que los guerreros tuvieron que abrirse paso a través de los pasillos y bancos mientras hacían subir y bajar sus garrotes para crearse un camino.

La primera ronda de veinticinco combates quedó decidida por fin, y Zarel dio la espalda a los cuatro Maestres sin decir una palabra, despidiéndolos como si fuesen meros sirvientes. Kirlen giró sobre sí misma para salir del círculo pero antes escupió aparatosamente en el suelo, lo cual hizo que una ondulación de alaridos de aprobación brotara de la multitud, especialmente del sector de la arena dominado por los seguidores de la Casa Marrón.

La anciana se detuvo, miró a su alrededor y dejó escapar una risita de puro deleite ante los gritos de aprobación. Después chasqueó los dedos ignorando la prohibición de utilizar la magia salvo para combatir, y un círculo de fuego surgió de la nada y empezó a girar a su alrededor. Kirlen subió por los aires y volvió flotando a su sección. Los otros Maestres de Casa imitaron su acción, y el desafío colectivo hizo que toda la arena prorrumpiese en gritos de alegría y placer.

Kirlen llegó a la zona en la que estaban sentados sus luchadores, descendió lentamente hasta el suelo y atravesó sus filas con paso decidido y desafiante, y subió a su trono protegido por un dosel después de haber mirado a Garth mientras se abría paso a través de los luchadores.

—Quiere tu cabeza —le dijo, y se rió.

Garth asintió sin decir nada, y después volvió la mirada hacia el tablero de anuncios justo a tiempo de ver cómo se colocaban los nombres de los luchadores que librarían el último de los veinticinco combates.

—No estás en la primera ronda, amo —anunció Hammen.

—Me alegro, porque todavía tengo un espantoso dolor de cabeza.

—Te dije que no salieras del baño de agua helada hasta que se te hubiera pasado.

—Vuelve a hacer eso y te mataré. Odio el frío.

Hammen deslizó la mano debajo de su túnica y extrajo una botellita.

—Todavía tardarás un rato en luchar, y puede que una pequeña dosis del cruel flagelo de la bebida ayude a curarte sus heridas —replicó, y le ofreció la botellita.

Garth la aceptó haciendo caso omiso de la mirada de desaprobación que le lanzó Naru, que estaba sentado junto a él, y tomó un largo trago. El líquido llameante bajó por su garganta y fue extendiendo su potente calor por lodo su cuerpo, y un instante después sintió cómo el dolor empezaba a disiparse.

Hubo otro floreo de trompetazos para indicar que se iba aproximando el momento de hacer las apuestas, y Hammen miró a su alrededor con visible nerviosismo.

—Ese bastardo se vuelve un poco más avaricioso a cada año que pasa —dijo—. Hacer una buena apuesta se ha vuelto prácticamente imposible... Está llevando demasiado lejos su codicia, y todos sabemos que juega sobre seguro apostando por los ganadores que ha elegido su gente. Añade el porcentaje del diez por ciento que se lleva de cada apuesta, y el resultado es que gana una fortuna con cada combate.

Garth sonrió y no dijo nada. La segunda trompeta sonó y el último frenesí de apuestas se desarrolló a toda velocidad. Los que estaban al final de las colas empujaban y daban codazos en un salvaje intento de llegar a los cobertizos donde los apostadores no daban abasto entregando pequeñas fichas de madera recortadas de antemano, que servían como resguardo y confirmación de la apuesta hecha, a cambio de las toneladas de monedas que eran depositadas en sus cajones giratorios.

Cada ficha estaba numerada para indicar sobre qué círculo do combate se había hecho la apuesta, y se le había practicado una muesca que mostraba si la apuesta había sido hecha a favor o en contra del favorito. El tamaño, forma y color de las fichas a utilizar en los combates era un secreto celosamente protegido para evitar la falsificación de fichas. Las fichas eran retiradas de la circulación después de ser utilizadas para una ronda, y podían transcurrir años antes de que volvieran a ser empleadas.

Las trompetas sonaron por tercera vez y los luchadores elegidos para los combates de la primera ronda se pusieron en pie. Naru se levantó y se estiró perezosamente.

—Ella ser fácil de vencer —anunció en un tono casi de aburrimiento—. Vuelvo enseguida.

La multitud estalló en vítores y aclamaciones histéricas cuando Naru avanzó majestuosamente por el pasillo y salió al suelo de la arena, donde no tardaron en unírsele los otros luchadores de la Casa Marrón. Hammen estaba tan excitado que no pudo contenerse por más tiempo, y se subió a un asiento para poder ver mejor los combates.

—¡Maldición! Prefiero los graderíos... Se ve mucho mejor desde allí—se quejó, bajando la mirada hacia Garth como si éste debiera procurarles asientos entre la multitud.

Naru fue hacia el círculo de combate que se le había asignado, que se encontraba a unos cien metros de ellos, y el rugido de la multitud se hizo todavía más ensordecedor. Los luchadores de las otras tres Casas ya estaban avanzando por la arena en dirección a sus círculos respectivos, y el populacho cantaba y gritaba. Los luchadores llegaron a los círculos y entraron en los cuadrados neutrales, y sus sirvientes se apresuraron a quitarles las capas.

Algunos luchadores llevaron a cabo una rápida serie de ejercicios de precalentamiento físico, estirándose y haciendo flexiones; otros permanecieron inmóviles e impasibles; y otros se arrodillaron e inclinaron la cabeza mientras concentraban sus pensamientos. Un luchador del Gran Maestre fue hacia cada círculo para actuar como árbitro.

Las trompetas hicieron sonar su estridente llamada, advirtiendo una vez más a los luchadores y a la multitud de que los combates estaban a punto de empezar, y el rugir de la multitud se fue acallando rápidamente. Zarel se puso en pie y extendió los brazos delante de su trono. Su voz volvió a resonar nítidamente por toda la arena.

—En honor del Caminante...

Los luchadores de los círculos se volvieron hacia el trono del Gran Maestre y alzaron los brazos en señal de saludo.

—Los hechizos deben quedar limitados a los círculos —siguió diciendo Zarel—. Todos los combates del primer día se libran por la posesión de un hechizo, a menos que ambos luchadores declaren que se trata de un combate a muerte por agravio personal.

Hubo un momento de silencio mientras los árbitros de cada círculo se volvían hacia los dos luchadores a los que tenían bajo su supervisión para preguntarles qué clase de combate librarían.

—Farnin de Bolk y Petrakov de Fentesk lucharán a muerte en el círculo siete —predijo Hammen—. El año pasado Petrakov mató a la amante de Farnin, y el populacho lleva mucho tiempo esperando ver este enfrentamiento.

Tres banderas rojas subieron por otros tantos de los postes que se alzaban junto a cada círculo, y una de ellas estaba en el séptimo círculo. Un frenesí de gritos y aclamaciones hizo temblar toda la arena.

—Petrakov es hombre muerto —anunció Hammen con visible deleite.

Zarel alzó los brazos hacia el cielo.

—¡Preparaos!

Los luchadores de los círculos salieron de sus cuadrados neutrales y fueron hacia la arena.

Se oyó sonar un silbato, y la multitud lanzó un rugido enfurecido.

Garth se volvió hacia Hammen.

—Es el círculo once —dijo Hammen—. El luchador Púrpura ha lanzado un hechizo antes de que empezara el combate, y en consecuencia queda descalificado.

Garth volvió la mirada hacia el círculo número once, que se encontraba al otro extremo de la arena, asombrado y sin entender cómo se las arreglaba Hammen para poder ver lo que estaba ocurriendo a tal distancia y, lo que era todavía más sorprendente, cómo sabía al instante qué había ocurrido allí. El luchador de Ingkara se encontraba fuera del círculo y ya se estaba dejando despojar de un hechizo, que fue sacado de su bolsa y entregado al ganador del combate. Cuando inició el trayecto de regreso al lado Púrpura de la arena, la multitud lanzó aullidos iracundos mientras el lado Gris prorrumpía en gritos de alegría, ya que el luchador Púrpura era el favorito.

Jimak se levantó de su trono mascullando una maldición y extendió la mano.

Hubo un cegador destello luminoso, y un instante después ya sólo había un montón humeante de huesos calcinados allí donde se había alzado el luchador descalificado. La multitud empezó a aplaudir y Jimak se dio la vuelta y se inclinó ante los seguidores de Ingkara, que se tranquilizaron rápidamente al haber recuperado el honor perdido.

—¡Oh, qué infiernos! Sólo era un inútil de segundo nivel... —resopló Hammen poniendo cara de aprobación—. Después de esa humillación, nadie habría pagado una moneda de cobre por contratarle.

La multitud se fue calmando poco a poco, y los ojos de todos los espectadores se volvieron hacia Zarel.

El Gran Maestre alzó los brazos y los mantuvo en esa posición hasta que el silencio fue absoluto, y después los bajó de repente mientras su voz retumbaba por toda la arena.

—¡Luchad!

Un instante después la arena se convirtió en un confuso torbellino de luz, explosiones, rugidos de animales y gritos de ogros, enanos, demonios y demás criaturas invocadas mediante la magia y, por encima de todo ello, de los salvajes alaridos de placer y excitación que brotaban de las gargantas de medio millón de espectadores.

Hammen, que parecía haber enloquecido de alegría, daba saltitos sobre su asiento y aullaba de puro deleite.

—¡El combate del círculo cinco ya ha terminado! —exclamó de repente.

Garth volvió la mirada hacia donde estaba señalando Hammen. El luchador de Fentesk ya estaba inconsciente en el suelo, y los esqueletos que había invocado habían sido convertidos en polvo por un grupo de berserkers y una tempestad de fuego. El árbitro se estaba inclinando sobre el vencido para coger un hechizo de su bolsa y entregárselo al ganador.

—Naru también ha terminado —anunció Garth, y señaló al gigante.

Naru acababa de aplastar a los enanos de su oponente con sus manos desnudas, y después había lanzado un aullido demoníaco que derribó a la luchadora con la que se enfrentaba, haciendo que saliera despedida hacia atrás tan violentamente que había acabado fuera del círculo.

Los graderíos que se alzaban detrás de Garth vibraron con los gritos que aclamaban a uno de sus favoritos. Naru volvió contoneándose a su sección después de haber reclamado su premio, y los luchadores de Bolk se pusieron en pie para gritar su aprobación y rodear a su campeón.

La multitud dejó escapar un ruidoso gemido de sorpresa y consternación cuando Petrakov derribó a Farnin, el favorito sentimental del populacho, haciendo que cayera al suelo a pesar de que todos los pronósticos le daban como ganador. Petrakov siguió castigándole con una flagelación psíquica que hizo que Farnin se retorciera frenéticamente de un lado a otro. Hammen, que ya había perdido el control de sus emociones, empezó a gritar juramentos e insultos y Garth meneó la cabeza y frunció el ceño. Petrakov se estaba limitando a torturar a su oponente, y siguió con la flagelación a pesar de que se causó daños a sí mismo durante el proceso. Después atravesó el círculo, desenvainó su daga y empezó a acuchillar a Farnin en la cara mientras la multitud se desgañitaba abucheándole, con la única excepción de los leales seguidores de Petrakov sentados en el sector Naranja. Petrakov acabó agarrando a su oponente por los cabellos, le alzó en vilo y le rajó la garganta de oreja a oreja, haciendo que un río escarlata se desparramara sobre el círculo.

Los luchadores Marrones gritaron, y algunos de ellos se pusieron en pie para entrar corriendo en la arena y lanzar un hechizo curativo sobre su camarada. Un muro de fuego creado por una docena de los luchadores del Gran Maestre que montaban guardia junto a los límites de los sectores de las Casas surgió de la nada, e impidió que los camaradas de Farnin pudieran entrar en la arena.

Petrakov arrojó el cuerpo de Farnin a un lado con una mueca desdeñosa, y la cabeza del vencido osciló de un lado a otro en un obsceno bamboleo. Farnin agitó las piernas y se llevó las manos a la garganta desgarrada. La sangre brotó a chorros entre sus dedos, y un instante después el luchador vencido ya se había quedado totalmente inmóvil. Petrakov se inclinó sobre él sin esperar la llegada del árbitro del círculo, cortó la tira que unía la bolsa del infortunado luchador a su cinturón y la alzó triunfalmente por encima de su cabeza. Después escupió sobre el cadáver, y salió del círculo.

—En los viejos tiempos eso nunca habría sido permitido salvo en las últimas rondas —gruñó Hammen—. El Gran Maestre fomenta esa clase de comportamiento porque al populacho le encanta ver derramar sangre. Cuando Petrakov vuelva a luchar, la gente apostará diez veces más dinero por él del que han apostado ahora, especialmente si se enfrenta a otro luchador de la Casa de Bolk.

El último combate llegó a su fin y los vencedores volvieron a sus sectores con sus trofeos, un solo hechizo para los combates normales; o, en el caso de que se hubiera tratado de un combate a muerte, toda la bolsa menos, naturalmente, la cuota de maná que se quedaba el Gran Maestre cuando se derramaba sangre. Pero uno de los tres combates a muerte terminó sin que ninguno de los dos luchadores se alzara con la victoria, ya que los dos contrincantes lanzaron hechizos simultáneos que dieron como resultado la muerte de ambos. Los que no habían apostado en ese combate rieron con histérica alegría, ya que en esos casos el Gran Maestre se quedaba con todas las apuestas y además reclamaba las bolsas de los luchadores caídos, mientras que quienes habían apostado por uno de los dos luchadores lanzaban aullidos de rabia y desilusión.

Los luchadores de Bolk volvieron a los graderíos que se alzaban alrededor de Garth. Los ganadores irradiaban orgullo, y los perdedores estaban sombríos y abatidos y lanzaban miradas llenas de nerviosismo a Kirlen, que las ignoraba con altivo desdén. Sus contratos para el próximo año habían pasado a valer bastante menos que antes de que fuesen derrotados, y Kirlen no permitiría que lo olvidasen.

Los camilleros salieron corriendo a la arena en cuanto hubo terminado el último combate para sacar de ella a los que habían perdido el conocimiento y a los muertos, y una multitud de artistas circenses salió corriendo de los túneles de acceso y se esparció por la arena: había enanos, malabaristas, devoradores de fuego y magos de salón. Varias docenas de carros remolcados por cebras, tigres, osos e incluso un mamut salieron al galope detrás de ellos. Cada carro transportaba una pequeña catapulta, y la multitud se puso en pie nada más verlas y las señaló nerviosamente mientras todos se preguntaban qué razón podía haber impulsado al Gran Maestre a introducir aquellas armas pesadas en la arena.

Los enanos que manejaban las catapultas tensaron las cuerdas, cargaron los brazos de disparo con ollas de barro y enfilaron sus armas hacia la multitud.

Un grito de ira empezó a hincharse sobre la arena, y el populacho inició frenéticos esfuerzos para retroceder en todos los puntos donde se veía apuntado por las catapultas. Los enanos dispararon sus armas entre carcajadas de placer enloquecido. Un rugido ensordecedor subió hacia el cielo y Hammen, siempre curioso, se levantó para ver qué estaba ocurriendo. Las ollas chocaron con los graderíos y se hicieron añicos. La multitud lanzó jadeos de sorpresa y placer, y un instante después hubo una frenética carrera hacia ellas, pues las ollas contenían toda clase de premios: había golosinas, billetes de lotería y, lo que era todavía más sorprendente, monedas de cobre, oro y plata.

Los equipos de las catapultas empezaron a desplazarse por el perímetro de la arena con el ruidoso acompañamiento de los vítores y gritos de alegría de la multitud, recargaron sus armas con nuevas ollas y las lanzaron sobre el populacho, que se apresuró a correr de un lado a otro, dominado por un nuevo frenesí de codicia para echar mano a los premios.

Hammen meneó la cabeza y volvió a sentarse.

—¿Te gustaría estar ahí arriba? —preguntó Garth.

—Por supuesto que sí, y sería mucho mejor que el tener que estar sentado aquí abajo sin hacer nada.

Una catapulta remolcada por mamuts pasó a gran velocidad por delante de ellos y lanzó a los graderíos una olla de barro casi tan grande como un hombre.

La multitud dejó escapar un aullido de deleite, y una oleada de vítores y aclamaciones a Zarel brotó de la arena.

—Una idea realmente genial —murmuró Garth, y meneó la cabeza.

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