Arena

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Capítulo 12

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La ciudad se había convertido en un manicomio. Las bandas rivales aprovechaban los juegos y el hecho de que casi todo el mundo que podía permitírselo hubiese ido a la arena para lanzarse al saqueo. Los partidarios de Ingkara habían asaltado las zonas donde vivían los partidarios de la Casa de Fentesk, y una turba de kesthanos había intentado saquear el sector Púrpura, mientras que Bolk se había limitado a robar a todos los demás. Los incendios habían estallado en varios barrios de la ciudad, y el resplandor de las llamas inundaba el cielo de la medianoche.

—Ah, cómo adoro los días de Festival —gruñó Hammen, deteniéndose para asomar furtivamente la cabeza por una esquina, y volviéndose después para ver cómo las llamas envolvían la casa de un mercader muy odiado que vivía al otro extremo de la calle.

—El Festival no siempre fue así —dijo Garth, y su tono era más de afirmación que de pregunta.

Hammen escupió en el suelo.

—Los viejos tiempos están tan muertos como todos los viejos tiempos —Guardó silencio durante un momento y suspiró—. Bueno, la edad de oro tal vez no fuese tan dorada como algunos quieren recordarla —dijo por fin—, pero al menos los juegos de antes no servían para entretener al populacho. Por aquel entonces eran pruebas de habilidad y práctica, un tiempo de tregua antes de volver a las peregrinaciones y al estudio, o a cumplir un contrato con un príncipe que trataba a sus luchadores con honor. Ahora sólo se lucha por la sangre, los contratos y el deleite de la turba.

Hammen meneó la cabeza y después dejó escapar una risita impregnada de tristeza cuando unos saqueadores que cargaban con un pesado barril pasaron corriendo junto a ellos.

—Muy bien, Garth, el juego ha terminado —dijo alzando la mirada hacia él—. Hemos acabado el día con seis veces más dinero del que teníamos cuando empezó. Incluso descontando mi comisión, tienes lo suficiente para poder vivir como un príncipe durante los dos próximos años. Además, cuentas con un hechizo que normalmente sólo se halla en poder de un Maestre de Casa. ¿Por qué no te conformas con lo que has obtenido y te largas lo más deprisa posible de esta enorme casa de locos?

Garth sonrió y meneó la cabeza.

—Todavía tengo algunas cosas que hacer —dijo.

—¡Maldita sea, hijo! El combate de hoy era una clara trampa, y todo había sido amañado. El capitán había sido elegido para que te matara, está claro que el hechizo le fue entregado por el Gran Maestre en persona, y te metieron en un combate a muerte tanto si querías como si no. ¿Acaso crees que mañana jugará más limpio?

—Pues la verdad es que sí —respondió Garth sin inmutarse—. El populacho está al corriente de lo que ha ocurrido porque tus amigos se han encargado de que se supiera. Mañana jugará limpio..., por lo menos hasta que el Caminante vuelva para respaldarle.

Garth se detuvo y se volvió justo cuando la casa del mercader se derrumbaba lanzando un chorro de chispas y pavesas hacia el cielo. Una turba borracha que reía a carcajadas se había congregado alrededor de la casa, y estaba alzando jarras de cerveza y vino saludando el fuego mientras el mercader maldecía y soltaba juramentos, tan dominado por la angustia que se arrancaba la barba a puñados.

Hammen aflojó el paso, todavía visiblemente preocupado por la conversación que habían mantenido al salir de la arena después de que terminaran los combates del día.

—Creo que lo que le has pedido que haga a mi amigo es una auténtica locura —dijo por fin.

—Me dijiste que odiaba al Gran Maestre porque no le había perdonado que su hijo muriera el año pasado, ¿no? Recuerda que fuiste el primero que me hizo ver la conexión.

—Estaba pensando en voz alta, nada más... Hablaba de lo que el Gran Maestre ha hecho.

—Es un camino obvio para llegar a lo que yo quiero que se haga. Has estado llevando mi rubí de un lado a otro, y ya va siendo hora de que sirva de algo.

—Supondrá un riesgo terrible para mi amigo. Podría ser denunciado y estar muerto antes de que la oferta haya empezado a ser conocida.

—Resultará muy divertido —replicó Garth—. Y además, la persona a la que deseamos sobornar forma parte de su clientela y compra sus pociones ilegales, ¿no? Tu amigo puede ejercer una cierta presión sobre él.

—¿Sabes cuántos sobornos harán falta para conseguir lo que quieres?

—Ya has visto que me he ocupado del asunto, ¿no?

—El hombre... Bueno, quizá debería decir «la criatura»... En fin, que la criatura a la que estás intentando sobornar seguramente se guardará tu dinero en el bolsillo y se olvidará de todo.

Garth sonrió y meneó la cabeza.

—No conoces demasiado bien la naturaleza de emociones como la culpabilidad y la venganza —replicó—. Media docena de carros cargados de ollas sólo son un ingrediente más de la receta. Nadie podrá seguirle la pista, y nuestro amigo acabará siendo mucho más rico de lo que era antes de aceptar la oferta.

Hammen miró nerviosamente a su alrededor.

—Estás hablando de sobornar al capitán de los luchadores de Zarel, Uriah el Servil.

Garth sonrió melancólicamente.

—Sí... Uriah —dijo, y su voz parecía venir de muy lejos y estar llena de tristeza.

—Ese rubí valía un centenar de monedas de oro como mínimo —gimió Hammen.

Garth volvió la mirada hacia él como si sus palabras acabaran de hacerle regresar de una tierra muy lejana.

—Cuando sobornas a alguien importante, tienes que estar dispuesto a pagar un precio elevado —dijo.

—Y sin embargo tú apareciste ante mí sin tener ni una miserable moneda de cobre, y yo llegué a confiar en ti.

—Tenía que ser discreto y no llamar la atención.

—¿Y aún te queda algo de discreción?

—Un poquito —dijo Garth, y sonrió—. Quiero que salgas por la puerta de la ciudad donde nos vimos por primera vez en cuanto hayan terminado los combates de mañana. Camina exactamente mil quinientos pasos, y ni uno más ni uno menos. ¿Lo has entendido?

—¿Estás hablando de tus pasos o de los míos?

—¡De los míos, maldición! ¿Cómo infiernos puedo saber qué distancia recorres tú con un paso?

—De acuerdo, lo intentaré.

—Bien... Como te iba diciendo, tienes que andar exactamente mil quinientos pasos. A la derecha del camino hay una antigua tumba, a unos cien pasos subiendo por la colina. Los ladrillos de la parte de atrás están medio sueltos, y detrás de ellos hay un fardo envuelto en una piel embreada. Tráemelo, y por el Eterno que será mejor que no lo abras.

—Así que ahora también soy tu chico de los recados, ¿eh?

—Iría yo mismo, maldita sea, pero mañana pueden ocurrir muchas cosas.

—Como por ejemplo que te maten.

—En ese caso el fardo será tuyo. Digamos que... Bueno, así te acordarás de mí, ¿eh? Creo que su contenido te parecerá muy interesante.

Garth siguió abriéndose paso a codazos y empujones por entre el gentío, agradeciendo la llovizna que caía del cielo porque evitaba que su capucha levantada y su sombrero de ala ancha pareciesen fuera de lugar.

Llegó a la Gran Plaza y siguió avanzando por entre la multitud, caminando con paso rápido y decidido.

—¡Oh, maldición! —siseó Hammen.

Pero se mantuvo pegado a Garth mientras su compañero se aproximaba al perímetro del palacio. Una hilera de guardias estaba apostada justo detrás de las fuentes, y observaba con cauteloso recelo al gentío que pasaba junto a ellas. La tensión entre los guerreros del Gran Maestre y los habitantes de la ciudad se había incrementado rápidamente desde los altercados del día anterior, y cualquier insignificancia podía provocar una nueva explosión de disturbios.

Garth se abrió paso a través de las últimas filas de la multitud sin aflojar el paso, y de repente echó a correr hacia el guerrero más próximo. Garth le golpeó en el plexo solar antes de que el hombre tuviera tiempo de reaccionar, y el puñetazo hizo que el guerrero se doblara sobre sí mismo a pesar de su armadura de cuero. El guerrero que estaba a la derecha de la víctima de Garth se dio la vuelta, sobresaltado por el repentino ataque, y Garth giró sobre sus talones e incrustó su puño en el cuello del hombre justo detrás de la oreja. Después desenvainó su daga y separó la bolsa del guerrero de su cinturón, la abrió de un tajo y la lanzó sobre la perpleja multitud. La acción de Garth provocó una frenética carrera hacia las monedas que habían caído sobre el pavimento con un ruidoso tintineo. Tres guerreros más llegaron corriendo con las espadas desenvainadas. Garth se echó a un lado y derribó al primero con una simple zancadilla. El segundo se aproximó con mucha más cautela y lanzó un mandoble bajo. Garth saltó por encima de su acero y pateó al guerrero en la cara aprovechando el mismo movimiento del salto. El tercer guerrero acabó deteniéndose y permaneció inmóvil durante unos momentos, y después giró sobre sí mismo y echó a correr mientras hacía sonar su silbato para dar la alarma.

El populacho, que había quedado paralizado de estupor ante la rapidez con que había finalizado el enfrentamiento, se lanzó sobre los guerreros caídos para robarles. Garth giró sobre sus talones y fue rápidamente hacia la oscuridad mientras la trompeta empezaba a sonar detrás de él dando la alarma general. Unos segundos después toda una compañía de guerreros salió del palacio a paso de carga y se lanzó sobre la multitud.

Aquella diversión inesperada empezó a atraer nuevos espectadores de toda la Plaza, y Garth tuvo que esquivar a la marea humana que se lanzaba hacia adelante para ver lo que ocurría. El gentío que gritaba y corría se fue acercando y acabó viéndose metido en la pelea, que se generalizó rápidamente cuando los odios entre los guardias del Gran Maestre y el populacho estallaron de manera incontenible.

Garth siguió cruzando la Plaza, yendo en línea recta hacia la Casa de Kestha. Estaba a punto de llegar al círculo exterior de grandes losas que marcaban el territorio de Kestha cuando se arrancó la capa de un manotazo, revelando el uniforme Naranja que llevaba debajo, aunque su rostro siguió oculto bajo el sombrero de ala ancha. Garth extendió la mano y señaló a uno de los centinelas que montaban guardia en la entrada de la Casa.

—¿Quién es? —preguntó.

Hammen entrecerró los ojos para ver mejor entre la neblina y la penumbra.

—Es Josega... —replicó—. Bueno, al menos eso creo. Cuarto nivel, o tal vez quinto.

—Suficiente. Ya sabes qué has de hacer.

Garth echó a correr, lanzándose a una rápida carga a través de las losas grises.

—¡Josega, bastardo cobarde! —gritó.

Josega, que había estado apoyándose en la pared de la Casa como si estuviera cansado y harto de montar guardia, se incorporó y alzó la mirada justo a tiempo de ver cómo una túnica Naranja corría hacia él. Empezó a levantar las manos, pero Garth le había pillado desprevenido y un chorro de fuego caído del cielo derribó a Josega, dejándole inconsciente sobre el pavimento. El otro guardia dio un paso hacia adelante para enfrentarse a Garth, sin ver a Hammen que se aproximaba por el otro lado. Hammen cayó sobre él por detrás y le dejó inconsciente golpeándole en la nuca con su báculo. Después desenvainaron sus dagas y huyeron a la carrera justo cuando se empezaba a dar la alarma en el interior de la Casa, con las bolsas de los dos centinelas caídos en las manos.

—¡Bueno, por lo menos ahora no les matarán en la arena! —jadeó Hammen mientras desaparecían entre el gentío, que ni siquiera se había enterado del robo porque tenía toda la atención concentrada en el cada vez más ruidoso clamor de los disturbios.

—¿Siempre sabes encontrar un bálsamo moral para tus pecados? —preguntó Garth.

—Ayuda a evitar los remordimientos de conciencia.

Garth se abrió paso a través de la plaza, que ya había empezado a vibrar con los gritos de furia del populacho. Grupos de gente enfurecida pasaron corriendo junto a él, y Garth vio que muchos de los que los formaban iban armados con garrotes, picas, cuchillos de trinchar carne e incluso alguna que otra ballesta. El combate en los alrededores del palacio se había vuelto muy encarnizado, y los guerreros iban saliendo del edificio protegidos por su formación de escudos superpuestos mientras la turba respondía arrojándoles un diluvio de basura, despojos, adoquines, leña y todo aquello a lo que podía echar mano.

Garth dio un rodeo para esquivar el disturbio y fue hacia la Casa de Ingkara. Se detuvo antes de llegar a ella y se arrancó la túnica Naranja que llevaba puesta, revelando una túnica Marrón oculta debajo de ella.

—¿Es que no has tenido suficiente? —preguntó Hammen.

—Todavía no. Bien, vamos a repetir lo que acabamos de hacer al otro extremo de la Plaza...

Un minuto después los dos huían a la carrera con dos bolsas más de hechizos en las manos mientras sus perseguidores eran detenidos por la turba.

Garth fue aflojando el paso hasta convertir su carrera en un tranquilo paseo, y volvió al territorio de la Casa de Bolk. Media docena de luchadores estaban inmóviles en la puerta y contemplaban los disturbios que se iban extendiendo por la Plaza.

—¿Qué está ocurriendo ahí? —preguntó Garth, yendo hacia Naru.

El gigante bajó la mirada hacia él y le contempló con curiosidad.

—Esta noche hay muchas peleas —gruñó con visible diversión—. ¿No lo sabías?

—No. He ido en busca de un poco de placer detrás de la Casa.

—¿Qué clase de placer?

—De la clase femenina.

—Ah... Te has saltado el entrenamiento. A la señora no le gusta eso.

Naru dejó escapar una estruendosa risotada y después alzó la mirada, y entrecerró los ojos al ver a una docena de luchadores de la Casa de Ingkara que acababan de entrar en el pavimento que pertenecía a Bolk.

—¡Fuera de nuestro territorio! —gritó, y salió de la puerta principal para encararse con los Púrpuras lanzados a la carrera, que se detuvieron al ver al gigante.

—¡Uno de vuestros hombres le robó los hechizos a dos de los nuestros! —gritó un luchador Púrpura.

Naru no dijo nada, y se limitó a inclinar la cabeza y lanzarle una mirada despectiva. El luchador Púrpura pareció vacilar, y un instante después sus ojos se posaron en Garth.

—Fue él... ¡Ha sido el Tuerto!

Naru echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Tuerto es buen amigo, y estaba fuera robando su honor a las mujeres, no sus despojos a perros —replicó—. Los Púrpuras sois los perritos falderos del Gran Maestre.

Un ingkarano alzó la mano mientras lanzaba un grito de ira. Un ciclón apareció de repente, y el viento que surgió de él era tan gélido como una noche ártica. Una silueta cobró forma dentro de la nube y acabó saliendo de ella. El gigante de hielo avanzó hacia Naru, moviéndose tan lentamente como si sus articulaciones todavía estuvieran envueltas en bloques de escarcha, pero su progresión era tan incontenible como letal. El gigante alzó su martillo de guerra de acero, y un aullido atronador que hacía pensar en el viento de una noche invernal surgió de su boca abierta.

Naru rió y esquivó el ataque. Después golpeó al gigante de escarcha, incrustando su puño en él con tal fuerza que la cabeza del gigante se convirtió en un montón de diminutos fragmentos que cayeron al suelo con un tintineo musical..., y el combate terminó con ese golpe. Gritos dirigidos a los Púrpuras y llamadas a los Marrones resonaron en la Plaza. Los luchadores y los guerreros salieron corriendo de la Casa y se apresuraron a acudir en ayuda de sus camaradas. La multitud, que había estado corriendo hacia los disturbios que habían estallado alrededor del palacio, giró sobre sí misma para presenciar el espectáculo, y se hicieron apuestas a toda prisa. Los partidarios de Ingkara y Bolk se abrieron paso a empujones para no perderse el combate, y unos segundos después ya estaban luchando entre ellos. Los gritos que llamaban a los luchadores de Fentesk y Kestha llegaron de la sección contigua un instante después, y una explosión desgarró la oscuridad y la multitud lanzó exclamaciones de asombro al ver los rayos que surgieron de la cima de la Casa de Fentesk.

Garth se mantuvo entre las sombras e ignoró los gritos de excitación que lanzaba Hammen mientras el enfrentamiento se iba extendiendo por toda la Plaza. El populacho se unió a la contienda, y los partidarios de los distintos bandos se lanzaron unos contra otros con alegre y frenético abandono. Ningún guerrero o luchador del Gran Maestre intervino para poner fin a las peleas, ya que todos estaban muy ocupados conteniendo a la multitud que rodeaba el palacio.

De repente hubo una gran explosión de luz alrededor del palacio, y chorros de fuego surgieron desde el último nivel del palacio del Gran Maestre y empezaron a llover indiscriminadamente sobre el populacho, derribando a centenares de personas.

—Creo que entraré a echar una siesta —dijo Garth sin inmutarse. Después dio la espalda al espectáculo, y cruzó el umbral pasando por encima del cuerpo inconsciente de un luchador Púrpura al que Naru había lanzado por los aires, haciendo que recorriese más de una docena de metros volando antes de caer. El gigante, que estaba lanzando alaridos de deleite, continuaba internándose en la batalla y sus puños subían y bajaban implacablemente.

Garth cruzó el umbral, se detuvo y bajó la mirada hacia Hammen.

—¿Por qué no vas a hacerme la cama, Hammen? —preguntó.

Hammen, que estaba contemplando a Kirlen con los ojos muy abiertos, asintió y pasó a toda velocidad junto a la Maestre de Bolk, que seguía inmóvil delante de ellos.

—Ha sido magnífico, Garth el Tuerto. Una exhibición de astucia realmente genial...

—¿A qué os referís, mi señora?

—A los disturbios de ahí fuera. ¿Acaso crees que no sé cómo empezó todo? ¿Piensas que el Gran Maestre no lo sabe también?

—No tiene ninguna prueba. Quizá sencillamente está recogiendo los vendavales que ha sembrado con su incapacidad para gobernar como es debido.

—¿Y tú eres su juez moral? Ya sabes que centenares de personas morirán en la Gran Plaza esta noche, ¿verdad?

Garth asintió.

—Habría acabado ocurriendo de todas maneras —replicó—. Nadie les está obligando a enfrentarse a los guerreros del Gran Maestre o a matar, ¿no? Se limitan a imitar el comportamiento de quienes están por encima de ellos.

Kirlen dejó escapar una carcajada helada mientras se apoyaba pesadamente en su báculo.

—Bien, los dos estamos jugando al mismo juego y podemos ayudarnos el uno al otro..., de momento —acabó diciendo Kirlen, y giró sobre sí misma y se alejó cojeando.

—¡Ah, ese bastardo...! ¡Sé que ha sido él!

Uriah alzó la mirada hacia Zarel.

—¿Cómo lo sabéis, mi señor?

Su voz estaba llena de una recelosa cautela.

—¿Cómo osas...? Debería castigar tu insolencia dejándote sin cabeza.

Un instante después Zarel vio con incrédula perplejidad que por una vez su amenaza no hacía palidecer a Uriah.

—Si me matáis ahora, mi señor, me temo que habrá una rebelión en el palacio. Nuestros luchadores se encuentran fuera del edificio conteniendo a la multitud. Si su capitán muriera por vuestras manos... Bueno, ¿qué dirían entonces?

—¿Acerca de ti? ¡No gran cosa, desde luego!

—No, estaba pensando en lo que dirían sobre la situación en general —replicó Uriah, asombrado ante las palabras que estaban surgiendo de sus labios—. Durante los disturbios de los últimos días han muerto once luchadores, así como más de doscientos guerreros. No están nada contentos, mi señor, y aunque mi muerte tal vez no signifique nada... Bien, siempre cabe la posibilidad de que pueda acabar teniendo una considerable importancia.

—¿Qué infiernos te ha ocurrido?

Uriah tragó saliva, e hizo un terrible esfuerzo de voluntad para controlar su miedo.

—Hoy habéis violado las reglas de la arena, y no una vez sino nada menos que cuatro. Introdujisteis a Sumar en la Casa de Ingkara, le proporcionasteis un hechizo, hicisteis que el árbitro del círculo declarase que el combate se libraría a muerte, y después tratasteis de intervenir.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Él me lo dijo esta mañana. Aceptó la misión que le habíais encomendado, pero temía que pudiera significar su muerte; así que me lo contó todo unos momentos antes de incorporarse a las filas de la Casa de Ingkara.

Zarel empezó a levantar la mano.

—Adelante, mi señor. Hasta el momento todo eso sigue siendo un secreto. Pero matadme y toda la ciudad sabrá con certeza lo que por el momento no es más que una sospecha... Eso acabará con todas las apuestas, pues el populacho ya no tendrá la más mínima confianza en vos. Adelante... Veréis, mi señor, he dejado instrucciones a una persona en las que se detalla todo lo ocurrido, y todo será revelado si muero.

Zarel vaciló, aturdido al ver que su segundo se volvía tan repentinamente contra él.

—Y yo también podría revelarlo todo acerca del papel que jugaste en la caída de la Casa Turquesa —logró replicar por fin.

—Hace veinte años que mantenéis suspendida esa amenaza sobre mi cabeza, mi señor, y me he arrastrado ante vos durante todo ese tiempo. Pero en este momento quiero ser tratado como un hombre.

Zarel se rió.

—No eres más que un animal deforme.

—¿Y por qué me habéis nombrado capitán de vuestros luchadores?

Los labios de Zarel se curvaron en una sonrisa helada.

—Porque podía controlarte.

—Todavía podéis hacerlo, pero el precio que debéis pagar por ello ha cambiado.

—¿Qué quieres?

—El control de la Casa de Bolk —replicó Uriah sin inmutarse.

—No ejerzo ningún poder sobre el proceso de selección de los Maestres de las Casas.

—Pues encontrad alguna manera de ejercerlo. Tendréis que matar a Kirlen antes de que todo esto haya terminado, o ella os matará. ¿Acaso no resulta obvio que se encuentra detrás de todas las acciones del luchador tuerto?

—¿Y cómo podré confiar en ti después?

—No podréis confiar en mí. Y ya que hablamos de eso... Bueno, ¿cómo puedo confiar en vos? Tal vez esto sea el comienzo del único tipo de relación que puede perdurar en este mundo.

Zarel asintió con una cansina inclinación de cabeza y se sentó.

—¿Puedes controlar al populacho?

—Resultará difícil, pero... Sí, puedo hacerlo, aunque me preocupa lo que pueda llegar a ocurrir mañana en la arena. Una sola chispa bastaría para provocar un estallido de las turbas.

Uriah vaciló.

—Si esa chispa llegara a surgir, entonces tendrás que matar a millares de ellos y hacer que muerdan el polvo —dijo Zarel—. Habrá que ser implacable.

Uriah asintió.

—¿Acabaréis con él mañana, mi señor? —preguntó por fin.

—He planeado matarle durante la procesión hasta la arena. Mis asesinos ya están ocupando sus posiciones en estos mismos instantes. No saldrá vivo de la ciudad.

—Y suponiendo que consiga eludir esa trampa...

—¿Matarle en la arena? No, es demasiado arriesgado —dijo Zarel, y se quedó callado.

—Dejad que el Caminante se lo lleve como sirviente y os habréis librado de él. Tiene algún plan secreto, y no sólo contra vos, sino también contra el mismísimo Caminante.

—¿Cómo lo sabes?

—Me habéis ordenado que averiguase cuanto pudiera sobre él —replicó Uriah—. Ese hombre es incalculablemente peligroso.

Zarel inclinó la cabeza.

—Sal de aquí —ordenó pasados unos momentos.

—¿Estamos de acuerdo?

—Sí, maldito seas... Y ahora, vete de una vez.

Uriah giró sobre sí mismo con la cabeza inclinada y salió cojeando de la habitación.

—¡Y controla de una vez a esas condenadas turbas!

La puerta se cerró detrás de él y el enano tuvo que apoyarse contra la pared, repentinamente incapaz de seguir controlando por más tiempo el temblor de sus miembros. Uriah luchó contra el súbito deseo de vomitar. Llevaba años soñando con plantar cara a Zarel, y siempre había temido que la muerte sería el pago que recibiría en el caso de que lo hiciese.

Se sentía como si estuviera poseído por un demonio, y se preguntó si no sería aquello lo que le estaba ocurriendo en realidad. Su visita al vendedor de pociones había tenido como propósito obtener unos polvos que le permitieran poseer a una de las mujeres de la corte, ya que sólo podían ser suyas si las drogaba antes. Uriah aceptó la copa que se le ofrecía sin ningún recelo, y aquella nueva sensación de poder y orgullo desafiante se había adueñado de él desde entonces.

Sintió una repentina tentación de salir del palacio, encontrar a aquel hombre y matarle.

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