Arena

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Capítulo 13

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La puerta de la buhardilla giró sobre sus goznes y Garth se volvió hacia ella.

—¿Has conseguido encontrarla? —preguntó.

Hammen meneó la cabeza.

—Maldición... —murmuró Garth.

—Algunos dicen que la mataron al comienzo de los disturbios, y otros afirman que fue hecha prisionera por los guerreros del Gran Maestre. Por el momento, lo único indudable es que nadie sabe nada de la benalita.

Garth no dijo nada y se volvió hacia la angosta ventana. La Plaza por fin volvía a estar tranquila y silenciosa. Los carros iban y venían por entre las sombras, y monjes encapuchados iban recogiendo los centenares de cadáveres que habían quedado esparcidos por los alrededores del palacio. Las llamas de los incendios todavía parpadeaban por toda la ciudad, y se podía oír el rugir de las turbas en la lejanía. Una columna de guerreros desfilaba por la avenida que llevaba al puerto con sus lanzas y escudos destellando bajo la luz. El ajetreo normal en el burdel había cesado casi del todo, cosa que Garth agradecía.

—Zarel ha hecho venir tropas de Tantium, y las naves todavía siguen llegando en estos mismos momentos —siguió explicando Hammen—. Está dejando desprotegidos todos los alrededores de la ciudad. Dicen que más de mil personas murieron en la arena, así como varios centenares de guerreros... Cuando me fui el populacho todavía ocupaba el estadio, pero supongo que las tropas por fin habrán conseguido vaciarlo.

Garth asintió.

—¿Y el paquete que escondí delante de la puerta de la ciudad?

Hammen alzó el fardo envuelto en una piel embreada y lo dejó en el suelo.

Garth le dio las gracias con un asentimiento de cabeza, y después se inclinó y recogió el fardo como si se tratase de un tesoro muy frágil.

—Amo...

Garth se volvió hacia Hammen.

—Creo que voy a dejar de servirte.

—¿Por qué?

Hammen meneó la cabeza.

—Venga, suéltalo.

—Al comienzo todo era distinto —dijo Hammen—. Pensaba que sólo querías divertirte un poco... Ya sabes, dejar en ridículo a Zarel y obtener algunos beneficios durante el proceso. Nunca has dicho nada, pero siempre he sospechado quién eras.

—Pero las cosas han cambiado mucho, ¿verdad?

Hammen asintió melancólicamente.

—Esta noche he pasado por delante del puerto —replicó por fin—. Estaban descargando los carros, y arrojaban los muertos al agua para que la marea se llevase los cadáveres... Los tiburones y las lampreas se están dando un auténtico banquete, y hay tantos que las aguas parecen hervir.

Hammen guardó silencio durante unos momentos.

—¿Es que no sientes ningún remordimiento? —preguntó después.

Garth le dio la espalda para echar un vistazo por la ventana en el mismo instante en que una compañía de guerreros pasaba corriendo por debajo de ella y se esfumaba en la noche.

—Sí —acabó murmurando.

—Bien, entonces... ¿Por qué? Ha habido miles de muertos.

—Tus simpatías están del lado del populacho, ¿verdad?

—Formaba parte de él —replicó Hammen.

—¿Y qué eras por aquel entonces? Si no hubieras estado a mi lado, habrías estado en los graderíos aullando y pidiendo sangre a gritos, temblando de éxtasis mientras veías cómo un luchador le sacaba las tripas a su oponente... Esa era tu vida, ¿verdad? ¿Cuáles son las permutaciones de las apuestas de mañana? ¿Conseguiré dar con la combinación acertada y ganar un millar de monedas gracias a la muerte de un luchador que se ha desangrado sobre la arena?

Hammen inclinó la cabeza.

—Tenía que sobrevivir —murmuró.

—¿Y a eso le llamas sobrevivir? Ese bastardo del palacio ha pervertido todo aquello para lo que se usaba el maná en un principio. Lo ha convertido en un deporte y en contratos a cambio de dinero, y el Caminante lo ha permitido. Ahora el populacho sólo vive para eso.

—¿Y Garth el liberador ha venido a cambiar toda esa situación? Y, de todas maneras, ¿qué derecho tienes tú a cambiar las cosas? Has causado más muertes durante los últimos cuatro días que Zarel en todo un año. Y ahora, ¿eres mejor que él, o estás haciendo todo esto sólo para vengarte?

Garth meneó la cabeza y desvió la mirada.

—¡Mírame a la cara, maldito seas! —gritó Hammen.

Garth se sobresaltó y alzó la vista hacia el viejo.

—¿Es que no sientes nada? —preguntó Hammen.

—Estoy harto y siento deseos de vomitar, pero no hay ninguna otra forma —replicó Garth en voz baja y suave—. Intenté pensar en otro camino, pero no conseguí encontrarlo. Sí, quiero acabar con ese bastardo y con toda la corrupción que ha provocado... Ha administrado un opiáceo a los habitantes de este reino. Los circos, el Festival... Ha corrompido a los gremios de luchadores y a todo cuanto existe a su alrededor. Todos se han dejado seducir por lo que ofrecía, y no conozco ninguna otra manera de poner fin a esto, de perforar el absceso de la corrupción y dejar que el pus salga a chorros hasta que haya quedado curado. Era preferible a esconderse en la cloaca como hacías tú.

Hammen se puso en pie y derribó su silla de una iracunda patada.

—No tienes ni idea de cómo me las he arreglado para sobrevivir... —murmuró—. No sabes qué tuve que hacer para... ¿Y quién eres tú para poder juzgarme? ¿Quién eres tú para presentarte en la ciudad y decidir que hay que destruirlo todo? He perdido a cuatro de mis mejores amigos por ti, y he visto cómo mi ciudad quedaba sumida en el caos. Por lo menos antes de que llegaras había orden, y el populacho era feliz.

Garth metió la mano en su bolsa, extrajo de ella un paquetito envuelto en seda y se lo arrojó a Hammen. El viejo lo pilló al vuelo y lo sostuvo en la palma de su mano. Garth le miró fijamente y sonrió.

—Puedes controlar el maná, ¿verdad? —murmuró—. Sí, puedo sentirlo...

Hammen inclinó la cabeza y dejó caer el paquetito.

—Hubo un tiempo en el que eras Hadin gar Kan, el mejor luchador de la Casa de Oor-tael, ¿no? —siguió diciendo Garth.

Hammen empezó a temblar y bajó la cabeza.

—Maldito seas... —gruñó Garth—. Eras el mejor luchador de la Casa de Oor-tael, ¿verdad?

Hammen suspiró, cogió la silla y se dejó caer pesadamente en ella.

—Y te has convertido en esto... Un ladrón de bolsas que vive en la calle, un payaso..., un ser insignificante y mezquino —añadió Garth.

—¿Y quién eres tú para juzgarme ahora? —susurró Hammen—. Escapé a la Noche de Fuego. Pasé semanas ocultándome en las alcantarillas, y cuando salí de ellas ya no quedaba nada. Nunca pude volver a tocar el maná. Había traicionado a mi Maestre huyendo cuando más me necesitaba. Si me capturaban sería torturado hasta morir, y volver a coger mi bolsa era la forma más segura de que descubriesen quién era en realidad..., así que la arrojé al mar.

Un sollozo desgarrador hizo temblar todo el cuerpo de Hammen.

—Déjame en paz —susurró de nuevo Hammen—. Ya casi lo había olvidado después de todos estos años... ¿Por qué has tenido que aparecer y desenterrar los cadáveres putrefactos del pasado? La Casa estaba muerta, el Maestre estaba muerto, y todos mis camaradas estaban muertos... Ya no quedaba nada. ¿Qué tendría que haber hecho según tú? ¿Atacar el palacio yo solo y matar a ese bastardo, tal vez?

Hammen dejó escapar una carcajada llena de tristeza mientras las lágrimas seguían fluyendo de sus ojos.

—¿Para qué iba a hacerlo? —preguntó—. Todo había terminado, y él había vencido.

Hammen alzó la mirada hacia Garth. El llanto se deslizaba por sus mejillas grisáceas.

—¿Y quién eres tú, Garth el Tuerto? —murmuró—. Tengo mis sospechas, pero... ¿Quién eres?

—Un recuerdo, nada más. Sólo un recuerdo —respondió Garth en voz baja—. Un recuerdo que se ha negado a morir...

—Pues entonces vete. No necesito recuerdos o pesadillas que me despierten de mi sopor. El Caminante vendrá mañana, y nada puede resistirse a su poder. Zarel no es más que un títere, una máscara de papel detrás de la que acecha el verdadero mal... El Caminante te barrerá tan fácilmente como el vendaval dispersa un montón de paja. La pantomima ha terminado. Anda, vete de una vez...

—Creo que me quedaré a ver qué ocurre —replicó Garth sin alzar la voz.

Hammen se levantó, moviéndose despacio y con visible cansancio.

—Me marcho —anunció—. No quiero tener nada más que ver con esto. Mañana estarás muerto, Garth, y entonces todas las muertes de los últimos días no habrán servido de nada. No quiero saber nada más de ti. Se acabó.

Hammen fue hasta la puerta y la abrió.

—Hadin...

El viejo se volvió hacia Garth.

—Hadin murió hace veinte años —murmuró.

—Hammen...

Hammen giró sobre sí mismo con tal rapidez que pilló totalmente desprevenido a Garth. Su báculo le golpeó en la sien, derribándole y haciéndole perder el conocimiento.

Hammen bajó la mirada hacia Garth y le contempló con los ojos llenos de tristeza. Metió la mano en su bolsillo, sacó un trozo de cuerda y le ató las manos detrás de la espalda hasta dejárselas totalmente inmovilizadas. Después metió la mano en la bolsa de Garth y sintió el poder del maná.

Le bastó con tocarlo para que un escalofrío recorriese su columna vertebral, conjurando recuerdos de la misma manera que el olor de una flor puede reavivar el sueño largamente perdido del primer amor. Cogió la bolsa de Garth y se incorporó. Los recuerdos inundaron su mente, llenándole de una feroz alegría mezclada con una tristeza infinita por todo lo que pertenecía al pasado y todo aquello que había desaparecido para no volver jamás.

Volvía a ser joven y a estar lleno de fuerzas, y era el primer luchador de la Casa de Oor-tael. Todo volvió a desplegarse ante él, y el poder de los recuerdos hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

Bajó la mirada hacia el cuerpo que yacía en el suelo delante de él y sintió cómo una aguda punzada de dolor y melancolía le desgarraba el corazón. La visión penetrante y límpida del maná se lo mostró todo, volviendo a revelarle todas aquellas cosas que había sabido desde el principio, pero que había sido incapaz de creer.

Apartó los ojos de Garth, recurrió al maná y encontró el hechizo que deseaba emplear. Después lo arrojó sobre Garth, y el poder del hechizo hizo que quedara atrapado en el suelo. Garth permanecería paralizado allí durante varias horas incluso después de que despertara, y no podría moverse hasta que el hechizo perdiera su poder y se esfumara.

Fue hacia la puerta, pero se detuvo antes de llegar a ella y volvió sobre sus pasos y se arrodilló junto a Garth.

—Galin...

El nombre apenas había sido un susurro. El viejo extendió una mano y apartó un mechón de cabellos de la frente de Garth con una inmensa dulzura, como había hecho muchos años antes cuando Galin no era más que un muchacho, el hijo del Maestre de la Casa de Oor-tael, que aprovechaba cualquier momento libre para ir a ver al luchador favorito de su padre para sentarse sobre sus rodillas y escuchar una historia llena de aventuras y grandes hazañas.

—Que el Eterno te guarde, muchacho —murmuró.

Después se puso en pie, se echó la bolsa al hombro y salió de la habitación. La puerta se cerró detrás de él sin hacer ningún ruido.

—Ya casi ha amanecido.

Zarel alzó la mirada y asintió.

—¿Y?

Uriah miró nerviosamente a su alrededor.

—Sigue —ordenó Zarel.

—Abandonó los graderíos de la Casa de Bolk durante los disturbios, y no se ha presentado en ninguna de las otras Casas.

—¿Hasta qué punto confías en la veracidad de ese informe? Estarías dispuesto a jugarte la vida?

Uriah guardó silencio.

—¡Maldito seas, Uriah! Responde a mi pregunta.

—Sí, mi señor. Lo haría.

—Quiero que los Maestres de las Casas queden totalmente convencidos de que hablo en serio. Si el luchador tuerto aparece para combatir llevando el uniforme de alguna Casa, lanzaré a mis luchadores sobre ellos en la misma arena. Hoy he vencido al populacho, y las turbas no se atreverán a intervenir. ¿Ha quedado claro?

—Sí, mi señor.

—Uriah...

—¿Sí, mi señor?

—Las ollas, las ollas de barro... ¿Cómo ocurrió?

Uriah sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—Alguien las añadió al cargamento —replicó—. Las criaturas fueron conjuradas, y su poder fue mantenido gracias a un paquetito de maná introducido en cada olla.

—¿Y cómo llegaron allí?

—No lo sé, mi señor.

Zarel clavó la mirada en Uriah, y el sondeo mental cayó sobre él. Uriah permaneció totalmente inmóvil mientras hacía un terrible esfuerzo para controlar sus pensamientos.

—Estás asustado, Uriah...

—Siempre lo estoy cuando me hallo ante vos, mi señor.

—Siento que me estás ocultando algo, algún conocimiento... Algo que tú sabes y que yo ignoro.

—Jamás osaría hacerlo —murmuró Uriah.

Zarel acabó asintiendo y dejó escapar una carcajada que apenas llegaba a ser un murmullo enronquecido.

—No. Eres demasiado cobarde para tratar de engañarme —dijo por fin.

Zarel giró sobre sí mismo y apartó la mirada de Uriah, satisfecho al ver que el enano seguía siéndole leal en su terror.

—Ya has comprendido lo que debe hacerse, ¿no? —siguió diciendo—. En cuanto el Caminante se haya marchado con la puesta de sol, atacaremos la Casa de Bolk y mataremos a Kirlen. Quiero que la cabeza de Kirlen sea depositada encima de mi regazo antes de que la noche haya terminado. La Casa de Bolk debe pagar su insolencia con la destrucción.

—¿Y el Caminante?

—Se habrá ido, y pasará otro año antes de que regrese. ¿Qué podrá hacer entonces?

Uriah no dijo nada.

«También tendré los libros de esa vieja arpía y su maná —pensó Zarel—. Tal vez eso bastará para conseguir lo que me propongo... Si no, las otras Casas caerán también, y su maná engrosará la gigantesca reserva de fortaleza que se necesita para atravesar el velo. Tiene que ser ahora... Mi posición se está debilitando por culpa de ese condenado luchador tuerto. Sí, tiene que ser ahora...»

—¿Y el populacho? —preguntó Uriah de repente—. Una cuarta parte de la ciudad y todos los partidarios de la Casa Marrón querrán venganza.

—Que intenten cobrársela —replicó secamente Zarel—. Los seguidores de Fentesk siempre han odiado a Bolk más que los demás. Asegúrate de que los graderíos de Fentesk acaben inundados de regalos. Quiero que queden saciados de sangre y vino. Me respaldarán.

—¿Y yo?

—Todo se hará tal como te he prometido. Te convertirás en el nuevo Maestre de Bolk —dijo Zarel.

Uriah sonrió.

—El Caminante no debe enterarse de lo que ha ocurrido aquí durante esta semana —siguió diciendo Zarel—. Si Kirlen intenta acercarse a él, quiero verla muerta al instante. Podemos echarle la culpa de todos los problemas y disturbios.

—¿Y si aparece el tuerto?

Zarel titubeó antes de responder. Sus hipótesis podían corresponder a la verdad, pues era muy posible que el tuerto anduviera detrás de una presa más grande y que hubiera tramado alguna clase de plan contra el Caminante. «Tal vez... Sí, tal vez podría acabar beneficiándome de ello. Pero siempre queda la posibilidad de que quiera acabar conmigo, naturalmente...»

—Creo que se ha ido —dijo Zarel en voz baja—. Tiene que haberse ido. Ya no le queda ningún lugar en el que esconderse.

Y Uriah se dio cuenta de que las palabras de su amo y señor tenían por objetivo tranquilizarle y, al mismo tiempo, que habían sido concebidas para tratar de convencer a otro.

Uriah salió de la habitación, y por fin pudo relajar el férreo control que había impuesto a sus pensamientos. El recuerdo de lo que había visto en la arena aún continuaba obsesionándole. Durante los otros combates el luchador tuerto sólo había sido una silueta lejana, pero por fin había acabado presentándose delante del trono. Uriah lo había comprendido todo en aquel momento. El luchador tuerto era Galin, aquel muchacho que había cabalgado sobre su espalda jorobada hacía tanto tiempo mientras reía y lanzaba chillidos de deleite infantil, para cubrirle de besos y abrazos después.

«Pero ahora es un hombre —pensó Uriah—, un hombre que debe ser traicionado si es que he de sobrevivir.»

Garth el Tuerto gimió y se agitó débilmente. Intentó estirarse, pero descubrió que no podía moverse. Tenía los brazos atrapados, e intentó mover las muñecas. Podía sentir la presión de la cuerda que le ataba las muñecas, pero había algo más que le retenía.

—¡Oh, maldito sea! —exclamó.

Garth intentó darse la vuelta e hizo un esfuerzo desesperado para salir del círculo del hechizo, pero siguió atrapado en el suelo. Se hallaba tan indefenso como un bebé envuelto en pañales.

La segunda campana de la mañana sonó un instante antes de que el sol asomara por encima del horizonte, alzando su esfera rojo oscuro a través del telón de humo que flotaba sobre la ciudad y haciendo que su luz entrara en una trayectoria casi horizontal a través de los postigos de la buhardilla.

—Ayúdame durante este día —susurró Garth—. Ayúdame a darte por fin el descanso que mereces, tanto en mi alma como en las tierras que recorres ahora... ¡Ayúdame!

Permaneció inmóvil y en silencio durante minutos que parecieron hacerse interminables, concentrándose e intentando romper el hechizo mediante pura fuerza de voluntad. Pero el hechizo se negó a dejarse vencer. Las gotitas de sudor perlaron el rostro de Garth y se metieron en sus ojos produciéndole un agudo escozor, y Garth siguió rezando y envió sus pensamientos hacia el exterior..., hasta que acabó sintiendo una presencia muy cerca de él.

La puerta se abrió con un crujido y una silueta oscura se alzó ante Garth.

Garth dejó escapar el aire que había estado conteniendo en un jadeo entrecortado.

—Anoche percibí que estabas buscándome —dijo la silueta con voz baja y suave—. Sabía dónde te estabas escondiendo. Te seguí al salir de la arena anoche... Tenía que venir.

Garth oyó sus pasos, y un instante después la mujer se arrodilló junto a él.

—¿Es obra de Hammen?

—Sí.

La voz surgió de los labios de Garth en forma de un murmullo enronquecido. El poder del hechizo seguía reteniéndole.

La mujer desenvainó su daga, y Garth entrevió que la movía de un lado a otro como si estuviera ejecutando un ritual. Después se movió a su alrededor agitando la daga y hendiendo el aire con la hoja por encima de él, y volvió a agitar la daga de un lado a otro. Garth sintió que el hechizo se desmoronaba, y tuvo la sensación de que acababan de quitarle un gran peso de encima. Se irguió, jadeando y tosiendo, y dejó que la mujer cortara sus ligaduras.

—Me llamaste, ¿verdad? —murmuró ella.

Garth asintió. Sus terribles esfuerzos le habían dejado agotado, y la cabeza aún le palpitaba a causa del golpe.

—Vi a Hammen saliendo de aquí con tu bolsa.

—¿Y por qué tardaste tanto en venir? Hace horas que se ha ido.

—Me pareció que había hecho lo más adecuado, pero... Después sentí tu llamada y... —Guardó silencio durante un momento—. ¡Maldito seas, Garth! No podía dejarte aquí.

Se inclinó sobre él y le besó suavemente en los labios.

—No tenemos tiempo para eso ahora —murmuró Garth—. ¿Dónde infiernos ha ido ese bastardo?

—Hacia la arena.

—El fardo del rincón, el que está envuelto en la tela embreada... ¿Puedes traérmelo?

La mujer atravesó la habitación y le trajo el fardo.

Garth quitó la tierra que se le había pegado en el agujero donde lo había escondido antes de entrar en la ciudad. Desató la cuerda de cáñamo con que estaba envuelto el fardo, lo abrió lentamente y desplegó su contenido. Después se inclinó ante él e intentó reprimir las lágrimas que habían inundado su ojo.

Garth acabó logrando recuperar la compostura, se puso en pie y empezó a desnudarse lentamente. Después vaciló y bajó la mirada hacia la mujer.

—Puede que no lo recuerdes, pero ya te he ayudado a vestirte antes —dijo ella, e hizo una breve pausa antes de seguir hablando—. Varena también te ayudó.

—¿Podrías volver a ayudarme? —preguntó Garth en voz baja y suave.

La procesión serpenteaba a lo largo de la gran avenida que nacía en el centro de la ciudad, llegaba hasta la puerta y terminaba en la arena. La multitud que se agolpaba a ambos lados de la calle contemplaba su lento avance en silencio y con expresión hosca, y apenas lanzó alguna que otra aclamación apática ni siquiera cuando vio pasar a los campeones que aún seguían con vida.

Zarel estaba observando al populacho. No se atreverían a intentar nada, no aquel día y con la inminente llegada del Caminante. La multitud le devolvió la mirada en silencio, y apenas se agitó cuando las jóvenes que flanqueaban el palanquín del Gran Maestre empezaron a arrojar monedas.

La procesión llegó a la puerta, y Zarel pudo contemplar durante unos momentos el puerto que se extendía por debajo de él. El agua estaba oscurecida por los cuerpos que subían y bajaban lentamente, y las manchas rosadas indicaban los lugares en que los tiburones y lampreas gigantes seguían alimentándose frenéticamente. Había tanta comida que el puerto no estaría limpio para cuando llegara el Caminante. Habría que darle alguna explicación, y Zarel pensó que bastaría con atribuirlo a un brote de plaga.

La procesión siguió avanzando hasta llegar a la arena, que ya estaba llena a rebosar. Las colinas que se alzaban sobre el inmenso estadio también estaban ennegrecidas por las masas de espectadores que habían acudido a presenciar el último día del Festival y la llegada del Gran Señor.

El largo cortejo entró por el túnel de acceso, y un momento después emergió a la cegadora claridad solar que inundaba el suelo del estadio. La arena blanca reflejaba la luz de mediados de la mañana con una deslumbrante intensidad. Unos vítores casi inaudibles brotaron de la multitud, más debido a la expectación con que aguardaba los acontecimientos que no tardaría en presenciar que por la presencia del Gran Maestre.

—Malditos bastardos... Ojalá tuvierais un solo cuello —gruñó Zarel, mascullando el deseo que acudía a su mente cada vez que contemplaba al populacho.

La procesión recorrió el perímetro de la arena, pero esta vez se mantuvo lo suficientemente alejada del muro para que ningún objeto lanzado desde los graderíos pudiera alcanzar a Zarel. Hubo una andanada de gritos burlones y un pequeño diluvio de botellas de vino y jarras de cerveza, y los agentes del Gran Maestre esparcidos por los graderíos se apresuraron a perseguir a los culpables mientras la multitud se agitaba en un breve espasmo de irritación. El recorrido del círculo llegó a su fin y los mamuts fueron desenganchados del trono de Zarel y sacados de la arena a través del túnel de acceso. Un silencio expectante descendió sobre la multitud.

Zarel esperó mientras las cuatro Casas ocupaban sus posiciones en los cuatro puntos cardinales alrededor del círculo dorado y los siete campeones restantes formaban una hilera directamente detrás del trono del Gran Maestre. Después fue hacia el círculo dorado trazado en el suelo de la arena, y los cuatro Maestres ocuparon sus respectivas posiciones a su alrededor.

Zarel fue volviendo la cabeza lentamente, y su mirada recorrió los cuatro rostros: Kirlen de Bolk, Jimak de Ingkara, Tulan de Kestha y Varnel de Fentesk.

—Vuestro comportamiento ha sido incalificable —dijo Zarel con visible irritación.

Kirlen dejó escapar una risita sarcástica.

—Dile todo eso al Caminante —replicó—. Explícale que no eres capaz de seguir controlando la situación por más tiempo. Cuéntale que eres un estúpido incompetente cuyo reino puede ser convertido en un caos por la simple intervención de un

hanin solitario.

—¿Y dónde está ahora?

La mirada de Zarel fue recorriendo sus rostros, y no tardó en estar seguro de que el luchador tuerto no se había refugiado en ninguna Casa.

—¿Y vuestras ofrendas de maná? —preguntó.

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