Arena

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15. Tebas

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Tardamos veinticinco minutos en abandonar la estación cruzando el procesador atmosférico. Una vez en el exterior, notamos más vigilancia: Tristan no había dado la alarma (seguramente habría intuido que algo iba mal, pero aún no sabía qué), pero los edeanos habían reforzado las patrullas.

Esperamos diez minutos más, comprobando las trayectorias de los minisubmarinos, y casi al límite de nuestra reserva de aire nos lanzamos a nadar frenéticamente hacia la linde de la zona de gravedad compensada. Era muy probable que los aparatos de vigilancia no nos siguieran hasta allí.

La alcanzamos sin que nadie advirtiera nuestra presencia. La inusual fuerza de atracción del planetoide nos succionó hasta enterrar nuestras piernas en el fango. Nos arrastramos con pies y manos, escalando penosamente el talud del lago, luchando contra rocas sueltas y alfombras de algas aplastadas durante lo que pareció una eternidad, hasta que sin darme cuenta estuve con la cabeza fuera del agua.

Ayudé a Sin-derella a salir. Juntas nos subimos a una roca. El tirón gravitatorio desapareció, y mis piernas lo agradecieron. Al contacto con el aire, se produjo un fenómeno curioso: el agua del fondo del lago, que empapaba por completo la capa externa de nuestros trajes, reaccionó con algún gas y se tiñó de un color turquesa muy oscuro, semejante al rojo de la hemoglobina. Con el antebrazo, me limpié la visera para poder ver.

—Vamos, tenemos que salir de aquí —urgí. Desandamos el camino saltando de roca en roca hasta mi nave. Estaba donde la dejé, con los motores preparados para partir de inmediato.

Nada más embarcar,

Aquario comenzó con el ciclo de despegue. Entrar había sido fácil, pero ahora que los edeanos tenían la mosca detrás de la oreja no nos dejarían salir por las buenas. Me senté en el diván del piloto y controlé la vigilancia pasiva.

—Estoy captando fluctuaciones en el cono de compensación gravitatoria del lago. Están creando un túnel amplio hasta la superficie

—anunció Aquario.

—Mierda, nos han descubierto. Átate bien los cinturones —sugerí a mi compañera—. Esto va a ser bastante movido.

Prescindimos de la discreción y salimos disparadas hacia arriba con un potente impulso cuántico. Mis máquinas Kerambeón brillaron como dos soles gemelos y nos incrustaron en los asientos al lanzar con fuerza la nave al espacio. En el plexiglás de observación, el mundo tazón se hizo pequeño a ojos vista.

Al menos una docena de naves murciélago comenzaron a revolotear en torno al planetoide como avispas nerviosas, sin posibilidad de alcanzamos. Pese a su velocidad y amplia capacidad de maniobra, no eran rivales para la potencia de mis máquinas.

Celebrando nuestra superioridad tecnológica, incluso me permití ejecutar un elegante tonel invertido en torno a uno de los cometas que circundaban la nebulosa. Las avispas revolotearon enojadas en el radar de largo alcance, impotentes. Incluso nos lanzaron algunos haces de rayos, pero los esquivamos sin esfuerzo, zigzagueando entre la nube de escoria apelmazada de la cabellera.

—¿Y ahora?

—Éstas son las coordenadas del mundo madre de los Temples —dijo Sin-derella, buscando una ruta en el navegador—. Está a apenas una hora de hipersalto desde aquí. Pero debemos aseguramos de que esos malnacidos no nos anclen ninguna baliza.

—Tranquila, daremos un pequeño rodeo.

Programé un curso alternativo hacia el punto que había marcado Sin-derella, haciendo dos paradas aleatorias en distintas direcciones, una de ellas muy cercana a un cuasar caliente. Cualquier sonda que los edeanos nos lanzasen quedaría automáticamente desactivada por los campos de alta energía del fenómeno. El viaje se retrasaría al menos dos horas más, pero nos aseguraríamos de burlar su vigilancia.

—Espero que estés segura de esto —tanteé. Sin-derella respondió con convicción:

—Nos ayudarán: ellos también están en peligro. Pero debemos ofrecerles algo, una estrategia o alguna idea que puedan considerar, no ir de vacío. Tenemos que pensar en una forma de engañar a Tristan, hacerle creer que no vamos a interponemos en sus planes.

—He estado pensando sobre eso —dije, señalando una pantalla anexa donde se veía una imagen en blanco y negro de la bodega de mi nave—. Se me han ocurrido algunas ideas bastante raras. Creo que hasta tengo un plan, pero aún no estoy muy segura.

En la bodega, Obbyr, el robot que había pertenecido al brahmaputra, sostenía el collar de circuitos de Grobar en sus brazos creyendo que era su antiguo amo.

Tras una peligrosa singladura entre dimensiones, arribamos a nuestro destino, el mundo de los Temples. Estaba segura de que se entristecerían mucho al saber que sus principales contrincantes habían perecido por causas ajenas a la Arena.

Tebas era un erial, un mundo desolado cubierto por enormes desiertos de roca tan planos que se hacía muy difícil medir la distancia hasta el horizonte. En cuanto penetramos en su atmósfera, un satélite de vigilancia nos detectó y encañonó con sus proyectores de partículas de largo alcance. En mi visor apareció el duro rostro de un templario, con el pelo rapado y las orejas sustituidas quirúrgicamente por dos semiesferas plateadas.

—Atención, astronave no catalogada: se está aproximando a un espacio aéreo restringido. Identifíquese —exigió. Rápidamente le facilité el número de comerciante libre de mi nave, presentando todos los papeles de los que disponía.

—¿Un comerciante? —dudó—. No nos había sido notificada la llegada de ninguno desde los mundos de la Sílfide. ¿Qué vienen a hacer aquí?

—Eh… pedimos permiso para aterrizar. Necesitamos comprar algunas piezas de repuesto para nuestra computadora —alegué, cruzando los dedos. El hombre no pareció muy convencido:

—No vendemos repuestos a los visitantes. Márchense inmediatamente.

Sin-derella se inclinó sobre la pantalla.

—Deseamos ver urgentemente a algún representante de la Casa de los Temples, para discutir un asunto de la mayor trascendencia —demandó con voz autoritaria—. Transmita este mensaje de inmediato y vuelva a comunicar con nosotras en cuanto disponga de la respuesta.

El templario pareció turbado.

—¿Quién hace la petición?

—Dígale a ese zorro de Senecam el Mediano que su vieja amiga Sin-derella, de la familia Sax, viaja en este transporte y desea verle. Solicito audiencia inmediata por motivos de alto secreto.

Miré a mi compañera con estupor, pero ella parecía tranquila. Fuera del ángulo del visor, me hizo un gesto de paciencia con la mano.

—No te inquietes —susurró—. Conozco a Senecam: es un hombre muy curioso. Picará.

—¿Cómo sabes que no te… nos matará, nada más vemos?

—Digamos que fuimos algo parecido a amantes en otra época. Creo que aún está enamorado de mí… o eso espero, por nuestro bien.

Al minuto, el azorado técnico, tras consultar con sus superiores, nos concedió permiso para entrar en su espacio aéreo.

—Les envío un vector de aproximación —anunció—. Su alteza Senecam el Mediano les espera en la Casa Consistorial.

Sin-derella bufó ante la mención del tratamiento, pero se limitó a reclinarse en el diván, dejando que yo guiase la nave hasta la sede de sus enemigos.

El palacio de los Temples distaba mucho de ser tan atractivo como la mansión de los Sax. Era una plataforma circular hecha de metal de unos tres kilómetros cuadrados de superficie, enclavada en mitad del desierto y plagada de hangares, torres afiladas coronadas por antenas, enormes chimeneas de las que manaba un humo muy denso y oscuro, y garajes para vehículos pesados. Al sobrevolarla vi cientos de pequeñas figuras que se movían con prisa de un lado a otro, camiones que salían del complejo arrastrando hermosas cabelleras de humo por la planicie, y muchas baterías automáticas de rayos apuntando a mi panza.

El edificio central parecía más una refinería que un palacio. Negruzco y feo, tenía más chimeneas que los barrios de casuchas que lo rodeaban. Se veían por doquier talleres provistos de saeteras medievales en los muros dentados. El frontispicio de la fachada era una enorme cara humana esculpida en una singular arquitectura de tuberías industriales y sólidos contrafuertes, con la boca abierta en un rictus de rabia o de triunfo. Justo en su maxilar se abría una pista de aterrizaje para naves de mediano tamaño, rodeada de soldados. Tomé tierra justo en su centro, bajo una hilera de almenas invertidas que hacían las veces de enormes dientes.

Senecam el Mediano nos esperaba en su peculiar sala del trono, que de no ser por los tapices se habría confundido con un búnker. Sus hombres nos revisaron con todos los tipos de escáneres de seguridad imaginables, y nos condujeron a aquella estancia, el corazón de la fortaleza. Senecam resultó ser un hombre poco agraciado, atlético y de cabeza tan afeitada como sus peligrosos súbditos. Vestía una armadura que parecía el resultado de coser una coraza a un uniforme de piloto de carreras.

Y no parecía muy contento de vernos.

—Sin-derella de los Sax —murmuró desconfiado—. Hacia mucho que no te veía por aquí.

La joven hizo una reverencia.

—Yo también te he echado de menos, aunque no te conocía bajo tu faceta de alteza. ¿Qué es, imperial o monárquica?

—No te rías de mí, Sin-derella, no estás en disposición de hacerlo —tronó el cabecilla—. Ve al grano, por favor. ¿Por qué te has arriesgado a venir aquí? Sabes que los contactos entre las familias en las vísperas de los Juegos están prohibidos.

—Senecam, supongo que conoces la tragedia que ha sacudido a mi familia. Nos han dado duro esta vez.

El hombre asintió, entrelazando los dedos de ambas manos bajo su mandíbula.

—Un desastre. ¿Ya sabéis quiénes son los culpables?

—Los Autarcas Edeanos. Están preparando algo verdaderamente salvaje para esta edición de los Juegos. Algo que nos pone en peligro a todos.

—Tonterías —bufó—. Los edeanos son demasiado cobardes para eso. No tienen a ningún campeón que se la juegue por ellos.

—Han encontrado uno —afirmó Sin, y su voz era tan fría y áspera como el roce del glaciar en Permafrost. Sentí una repentina lástima hacia ella.

Durante la siguiente media hora explicamos al caudillo lo que había ocurrido en la Residencia de los Sax y nuestras impresiones sobre Tristan. Sin-derella deslizó con absoluta naturalidad algunas mentiras deliberadas en su exposición, que yo no rebatí.

Senecam meditó sobre todo ello durante otra hora más, haciéndonos muchas preguntas y convocando a sus expertos en inteligencia para que confirmaran o rebatieran nuestras respuestas. Al final, cuando el hambre atenazaba mi estómago hasta extremos dolorosos (creo que no había comido nada en las últimas veinte horas), nos dio permiso para usar sus baños y su comedor privado, y se retiró en compañía de sus generales a planear una estrategia.

Minutos después, mientras Sin-derella y yo nos duchábamos en cubículos anexos, me habló de su antigua relación con el caudillo de los Temples.

—Fuimos amantes durante la niñez. Yo nací aquí, en Tebaso. Él me cortejaba cuando teníamos doce años.

Eso me sorprendió.

—¿Eres templaria de nacimiento? ¿Cómo llegaste a formar parte de la familia del duque, entonces?

—Digamos que es una larguísima y aburridísima historia. La familia de los Sax procede de una rama disgregada de los Temples. El duque también pasó su infancia entre las refinerías de esta fortaleza.

Parpadeé. No podía creerlo.

—¿Me estás tomando el pelo?

La cortina de mi cubículo se descorrió. Ella apareció desnuda en el umbral, secándose con una toalla.

—Por desgracia no. El duque debería haber ocupado la escala mayor en el linaje de la familia a fuerza de liquidar al subsiguiente hermano, pero no estaba de acuerdo con esa manera de hacer las cosas. Así que se independizó llevándose a sus dos hijos con él. Cuando Julia murió, me adoptó a mí. Si la descendencia no es pareja la estirpe se desvirtúa; cosas de la tradición.

—Entiendo. Así que Julia era hija ilegítima del duque… Claro. Ya me parecía que era demasiado joven como para haber nacido antes de la escisión.

—En cierto modo habría sido preferible, pero como para cuando ella nació nuestra familia ya se había declarado independiente, su abolengo estaba fuera de duda.

Me dio la espalda, inclinándose casi noventa grados para secarse bien el pelo. Yo miré sus nalgas y el vello que rodeaba su sexo, y sentí un cosquilleo que me nacía en el bajo vientre y subía escalando por la espalda.

—Oye, Sin-derella —murmuré, acercándome a ella.

—¿Sí? —dijo sin levantarse. Coloqué una mano sobre su espalda.

—Cuando estábamos en la estación submarina de los edeanos y me dijiste que no me harías nada que en ese momento no quisiera…

—¿Ajá?

Me incliné hasta acoplarme a su pelvis. A continuación deposité un suave beso en su columna.

Mis manos exploraron el contorno de sus caderas y subieron hasta rozar sus pechos.

—Pues sí quería.

Ella se incorporó, acarició mi cabello chorreante de agua de la ducha, y nuestras bocas se unieron en un beso.

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