Arena

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17. Espectáculo

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Las horas corrieron veloces en la circunferencia de mi reloj de Causas Importantes

(glbli, glbli), mientras los bricks de los Temples aparecían sobre Palladys. Los vi descender lentos como ballenas celestes hacia la metrópoli más grande del planeta. Desde órbita, con la nave camuflada en el cinturón de basura ecuatorial, espié la superficie y vi por primera vez el enorme estadio de los Juegos, la inconmensurable Arena. Me sobrecogió su tamaño, pero aún más comprobar que la marea de color que lentamente iba llenando los graderías eran cientos de miles de personas, más de la mitad de la población de la urbe y de muchos lugares del planeta. Venían llevando a sus hijos de la mano, ansiosos de sangre y violencia.

El brick de Senecam, en el que viajaba también Sin-derella, descendió en último lugar; las tropas de los Temples se desplegaron. Cada facción tenía reservado un enorme espacio fuera del estadio para colocar sus máquinas, talleres móviles y hospitales de campaña. En cuanto descendieron las tropas, ocuparon todo el espacio asignado con precisión y velocidad militar.

Eliminados los Sax, sólo quedaban dieciséis grupos de batalla que competirían por los favores de las facciones implicadas: Seltsea, Vuldamarr, Xarian de Xar y Palladys. Cincuenta canales de televisión emitían el evento a la vez, la mayor parte de ellos propiedad de los emporios audiovisuales de Marmolia. Sintonicé algunos en el plexiglás de mi nave: estaban haciendo un repaso por los diferentes equipos de asesinos motorizados para que los espectadores se acostumbraran a ellos. Los nombres eran de lo más pintoresco: las Hermanitas de la Inmundicia, los Engendros de Cobalto, los Narices de Cerdo… todos ataviados con armaduras llenas de púas y emblemas horripilantes. El ejército palladysta guardaba las instalaciones para evitar que las peleas comenzaran antes de que el Real Jurisconsulto declarase inaugurados los Juegos, y no dudaba en usar artillería pesada si se daba la ocasión. El público, desde las gradas, cantaba los himnos salvajes de sus equipos favoritos.

La autoridades llegaron puntuales. Ocuparon sus asientos de lujo tras los paneles blindados transparentes, dejando fuera a sus escoltas. Las cámaras enfocaron a algunas celebridades y se cebaron en sus trajes de gala y joyas, que proyectaban destellos holográficos según las damas que los portaban iban evolucionando por los graderíos.

Había un gran mercado de apuestas legales en torno a los Juegos. Los comentaristas se mostraban muy interesados en conocer las preferencias de los famosos: algunos se vanagloriaban de haber hecho apuestas realmente elevadas por sus equipos, a veces palacios o planetas enteros. Muchos de ellos estaban realmente preocupados, y lo disimulaban mal; según las leyes de la Sílfide, aquel espectáculo en realidad era una guerra, donde los grupos promotores se jugaban muchísimo más que unos derechos de multiemisión millonarios.

En la Torre de Control de la Arena, cientos de técnicos controlaban el terreno, alzando las torres hexagonales que conformaban la superficie del estadio hasta alturas de docenas de metros, y creando profundos fosos en la tierra, todo absolutamente interactivo. La orografía del estadio empezaría a cambiar espontáneamente para animar la función cuando la primera jornada de lucha estuviese bastante avanzada.

No vi a Tristan por ninguna parte, pero los edeanos sí que hicieron acto de presencia. Llegaron en sus afiladas naves cigarro (di un respingo al ver a los cazas murciélago revoloteando a su alrededor), y tomaron posiciones en sus respectivos lugares de espera. Descargaron un abundante arsenal de vehículos y mercenarios contratados para la ocasión, la mayoría humanos. Luego se limitaron a esperar sin hacer mucho ruido mientras las cámaras se ocupaban de los famosos.

Contuve un escalofrío.

Cuando el Real Jurisconsulto, anfitrión oficial designado por Palladys para el evento, ocupó por fin su lugar en el palco de honor, los espectadores contuvieron el aliento, los focos se encendieron iluminando bien la pista, se abrieron las enormes compuertas de los hangares, y los jugadores entraron en el estadio.

La gente estalló en aplausos. Unos cuantos espectadores excesivamente nerviosos sufrieron ataques de ansiedad y tuvieron que ser evacuados.

Todas las escuadras motorizadas entraron a la vez: primero las lanzas ligeras, con sus divisiones de motocicletas rápidas y vehículos medianos a propulsión. Detrás iban los camiones monstruo y el puesto de mando móvil de cada equipo, enormes fortalezas montadas sobre orugas, juggernauts acorazados que parecían castillos medievales rodantes. Algunos incluso tenían almenas.

Los grupos se dispusieron formando elegantes figuras coreográficas que representaban su insignia principal. Los Temples formaron algo parecido a un dragón rampante, mientras su centro de mando clavaba enormes pilares de hormigón en el mosaico de hexágonos del suelo, extendía largas chimeneas hacia el cielo, y se convertía en una refinería de combustible a pleno rendimiento.

El discurso del Real Jurisconsulto fue breve, dentro de lo habitual. Tras diez minutos de sofismas diplomáticos y adulación a los representantes xarianos y palladystas, procedió a enumerar en voz alta y clara los términos por los que se regiría el combate. Por lo que entendí, se iban a disputar nada menos que una importante ruta comercial entre la Sílfide y los mundos centrales, toda una golosina para los emporios transportistas. Era un premio importante; como reflejo de ello, la lucha sería larga y cruenta. El tope de duración quedó fijado por acuerdo de todas las partes en cuatro días. Si para entonces no se había proclamado un ganador claro en la Arena, se alzaría con el título el bando que menos bajas hubiese contabilizado entre sus efectivos.

Esos resultados eran necesariamente peligrosos, ya que según me había contado Sin-derella, la táctica fundamental consistía en destruir el centro de mando del enemigo, tanto para cortar sus comunicaciones como sus vías de aprovisionamiento de combustible más directas. Una vez diese comienzo la lid, los luchadores quedarían absolutamente aislados del exterior, dependientes exclusivamente de los recursos que hubiesen llevado con ellos.

Pero para destruir el centro de mando hacía falta realizar sacrificios: lanzas enteras exterminadas para que un único misil lograse impactar en una torre de comunicaciones, o un guerrero solitario colocase una bomba de fragmentación entre las orugas de un vehículo importante.

De la nave anunciadora que colgaba perennemente a baja altura sobre el estadio, comenzaron a colgar cortinas de hologramas con anuncios rápidos de las marcas patrocinadoras. La noche de Palladys se iluminó en cascadas de fuegos artificiales.

El Real Jurisconsulto, una vez acabado su discurso, alzó su mano derecha, en la que sostenía un pañuelo de seda roja. Quinientas cámaras la enfocaron.

Disfrutando del momento, el anciano postergó unos angustiosos segundos el gesto —debo reconocer que hasta yo, que vigilaba todo desde órbita, contuve el aliento—, y luego lo soltó graciosamente.

Los primeros estampidos de las bombas me hicieron saltar en el asiento.

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