Arena

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18. Arena (Uno)

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El comienzo fue brutal: de los cuarteles generales de todos los grupos surgieron salvas de cohetes y cañonazos simultáneos. El conjunto provocó tal estampido que hizo vibrar la pantalla de protección del público en todo el estadio. La gente chillaba enfervorecida, y un medidor de sonido que los comentaristas comprobaban con orgullo batió un nuevo récord de decibelios. El estruendo había dado por iniciadas las hostilidades.

Reconocí el vehículo de Sin-derella por los blasones: su estandarte representaba una rosa de pétalos marchitos y espinas exageradas. Ella vestía una armadura negra tatuada con motivos semejantes a escorpiones.

Su grupo entró en contacto con el enemigo a los dos minutos exactos del comienzo: se encontraron de frente con una lanza de sebaciara de los Engendras de Cobalto, montados en caballos cibernéticos. En lugar de lanzas portaban cañones automáticos de veinte milímetros, y su escudo era una doble pantalla giratoria de acero montada sobre la grupa.

Sin-derella y los suyos los embistieron con los arietes de sus boogies, lanzando algunos caballos por los aires. Uno se incrustó en la lanza escupellamas de su adversario con tan mala suerte que ésta atravesó el parabrisas del boogie y el pecho de su conductor, clavándolo literalmente al asiento. El vehículo siguió avanzando sin control hasta chocar con la barrera de los graderíos.

Una nube de disparos de gran calibre barrió la Arena, destrozando unidades de infantería y baterías fijas. Las Hermanitas de la Inmundicia, cuyas tropas estaban formadas por hombres alterados quirúrgicamente para asemejarse a mujeres con horribles deformaciones, se habían hecho fuertes aprovechando una esquina del estadio, y bombardeaban a cualquiera que se acercara a menos de cien metros independientemente de su bandera. Los Temples lanzaron hacia ellos sus apisonadores rodantes, enormes cilindros recubiertos de espolones que avanzaban aplastándolo todo. El choque entre éstos y las baterías de suelo fue tremendo. Trozos de metal manchados de sangre salieron volando por los aires. Hubo un par de explosiones de metralla; una nube de humo ocultó esa región del estadio, impidiendo que los espectadores que se sentaban justo encima disfrutaran del encontronazo. Hubo quejas acompañadas de silbidos.

Las Hermanitas asaltaron en marcha los apisonadores, abordándolos para tratar de sujetarse a la única parte del vehículo que se mantenía fija, el cubículo giroscópico del conductor. Algunos lo consiguieron, pero otros fallaron por centímetros y fueron succionados por la rueda: sus cuerpos abandonaron la tercera dimensión en múltiples pasadas por debajo del apisonador.

En otro lugar lejano de la Arena, las cosas no iban bien para los Temples: una unidad de Engendros montados en motocicletas había cercado un camión vampiro como un grupo de tiburones a un rorcual, y trataban de destrozar su sistema impulsor. En los espolones delanteros del camión se había enganchado una de las motos: su conductor aullaba al ser devorado a mordiscos por el hambriento motor del vehículo. Mientras los dientes machacaban la carne, succionando sus jugos vitales para procesarlos y fabricar gasolina en sus entrañas mecánicas, la moto era diseccionada en piezas por las potentes mandíbulas.

En un momento determinado el vehículo estalló, calcinando lo que quedaba del cuerpo de su conductor y tiñendo de negro hollín el morro del vampiro. Los compañeros de su escuadra se acercaron al camión desde atrás; algunos consiguieron saltar encima. Mientras el vampiro avanzaba como una apisonadora persiguiendo a los motociclistas para devorarlos, tres Engendros avanzaron arrastrándose por su techo hasta llegar a la carlinga blindada. Colocaron potentes explosivos plásticos pegados al parabrisas y se retiraron.

La caja del camión reventó en una nube de fuego. El conductor y su copiloto, que controlaba las funciones circulatorias del organismo del camión como una suerte de glándula linfática, se asaron por la deflagración; el vehículo perdió el control y sus dieciocho ruedas giraron de golpe muchos grados, desplazando su centro de gravedad. No tardó en volcar, aunque aún recorrió más de treinta metros antes de detenerse del todo. Los Engendros vitorearon su hazaña, escupiendo y lanzando chatarra a las mandíbulas del camión que aún se empecinaban en morder en vacío.

Busqué activamente a los edeanos; los encontré en la región más alejada del estadio, a salvo de las primeras escaramuzas. Parecían esperar algo, aunque no había forma de saber qué. Su puesto de mando era muy pequeño en comparación con el de las otras facciones, tan sólo un domo de metal poroso de apenas veinte metros de diámetro, circundado por barricadas de alambres monofilamentados. Éstas no se mantenían estáticas, sino que giraban graciosamente en círculos en torno al domo como apaches hostigando una caravana.

Un kilómetro más al sur, Sin-derella combatía con toda su furia contra los Engendros. Su grupo, cabalgadores de motos sidecar con lanzacohetes, trataban de desarticular la red principal de comunicaciones del enemigo volando sus antenas. Se lanzaron contra una gigantesca oruga rodante, que me recordó por la forma y el volumen a una anticuada plataforma de desplazamiento de cohetes.

Sin-derella rebanaba cuellos con su arma favorita, un vibrocuchillo de hoja penetradora, tratando de que un pretoriano con una máscara deportiva no la partiera en dos con una enorme sierra mecánica.

Los Temples rodearon la plataforma. Usaron un puente móvil para llegar a las instalaciones del búnker almenado, pasando por encima de las defensas. Veloces ninjas vestidos con exoesqueletos penetraron en su interior y pasaron a cuchillo a todos los técnicos, mientras colocaban cargas en la base de las antenas. Apenas habían saltado de las murallas medievales del vehículo cuando éstas detonaron, arrojando platos parabólicos a una distancia de cien metros.

Algunas compañías de Engendros se llevaron automáticamente las manos a los cascos, extrañados por el repentino corte en las comunicaciones. Eufóricos, los Temples se reagruparon y planificaron una nueva estrategia sobre la marcha. Creí distinguir a Ayrem berreando órdenes desde una atalaya mientras observaba con sus prismáticos al enemigo.

También miraba con preocupación a los edeanos, preguntándose a qué demonios esperaban para atacar.

Sin-derella acercó su moto a la atalaya de Ayrem y consultó algo con él. El joven asintió, señalando una escuadra de Hermanitas que se acercaba peligrosamente desde el sur, montadas en tanquetas decoradas como caballitos de mar.

Parecía haber una discrepancia estratégica entre ambos, ya que discutieron durante medio minuto haciendo exagerados aspavientos con los brazos. Fue Sin-derella quien claudicó: al fin y al cabo, ella detentaba un rango menor en la cadena de mando de los Temples. Asintiendo con la cabeza, puso de nuevo en marcha su moto y ladró algunas órdenes por el intercomunicador. Al instante, un apisonador y varias unidades boogies la siguieron: iban a atacar frontalmente a los blindados de las Hermanitas.

Recé para que Ayrem no considerase a Sin un elemento sacrificable. Ella había aceptado luchar con ellos en la Arena, lo cual la obligaba a acatar las órdenes que se le dieran, pero… ¿cómo se lo tomaría Ayrem? ¿Qué planes tendría para ella? Sin-derella había sido su enemiga acérrima durante años. La respetaba tanto como guerrera como se respetaba a sí mismo. Probablemente querría conservarla a su lado durante la lid.

El problema era qué decidiría hacer después.

El grupo de Sin interceptó los caballitos de mar con una inclinación de veinte grados respecto a su trayectoria de avance. Fue un ataque casi suicida, ya que se limitaron a pasar por delante de ellos temerariamente, esquivando sus disparos, mientras sembraban el terreno de minas.

Las Hermanitas dieron fuertes golpes de volante a sus tanquetas para evitar pisarlas. Algunas no actuaron suficientemente rápido y sus ruedas rozaron alguno de aquellos artefactos de explosivo plástico prensado: sus tanquetas volaron por los aires ejecutando varios giros de campana, pasando a ser desde ese momento meros obstáculos en el terreno.

De improviso, sorprendiendo a todos los contrincantes, la orografía del estadio cambió: los hexágonos se elevaron formando crestas y cordilleras en algunos puntos, y se hundieron cavando profundos cañones en otros. Hubo boogies que iban tan rápido cuando el suelo desapareció bajo sus ruedas, que no pudieron frenar a tiempo y se precipitaron a la muerte en las profundidades de las simas.

El grupo de Sin-derella parecía estar esperando aquello con anhelo, ya que cambiaron su estrategia sobre la marcha y escalaron las crestas, haciendo verdaderas demostraciones de cross de montaña. Una vez situadas en puestos elevados, sus motocicletas lanzaron pequeños cohetes trazadores a las Hermanitas, cuyos vehículos eran incapaces de sortear tan limpiamente los obstáculos.

De improviso, una de las crestas explotó, lanzando a varios motoristas por los aires.

Sus contrincantes también se sorprendieron: el disparo no había provenido de sus baterías, sino de una zona muy alejada del estadio.

En su puesto elevado, Ayrem enfocó los prismáticos sobre los edeanos, identificando el proyectil por su tipo de explosión: una cabeza autopropulsada con procesador de rastreo inteligente.

Comenzaban a moverse.

De inmediato reunió a sus tropas. La evolución de todos los grupos se hizo más cauta: los capitanes de las distintas facciones tomaron medidas para enfrentarse a la nueva amenaza. Yo sabía que en el periodo de preparación durante los preliminares de la lucha, cuando todos estaban en sus hangares dando los últimos retoques a sus planes, los capitanes se habían reunido en secreto con Ayrem, quien les había puesto al corriente de todo. Ahora que los edeanos entraban por fin en la liza, me dio la impresión al ver el estadio desde arriba, en perspectiva lejana, de que efectivamente había alguna clase de plan preestablecido.

El domo de los edeanos se abrió. De él surgió un grupo bastante reducido de mercenarios y peligrosos Robots Asesinos. Esos soldados cibeméticos eran tecnología exclusiva, muy caros y difíciles de fabricar, pero tremendamente efectivos en el combate. Rodeaban una caja metálica de tres metros de arista plagada de espinas, que se movía con cautela por sí misma como si fuese un bien muy apreciado por sus estrategas.

Imaginé a Ayrem tragando saliva ante la visión de aquellos demonios cibeméticos de carne cromada y espadas en lugar de brazos.

Entonces, una bomba de gran potencia estalló a pocos metros de la atalaya de Ayrem. Había sido lanzada por uno de los robots, que se acercó a ellos de dos potentes saltos propulsados por cohetes instalados en su espalda. La onda expansiva arrancó la torre de sus cimientos y tiró el cuerpo del comandante de los Temples al suelo. Varios robodocs entraron en la zona a toda velocidad, prestos a socorrerlo.

Sin-derella vio caer a Ayrem. Puso rumbo al puesto de control, conduciendo su moto por encima de las crestas del terreno hacia su posición. El Robot Asesino cayó cerca, sobre un hexágono elevado, y miró con ojos fríos en derredor, calibrando el estado del combate.

Su figura era imponente: había sido construido para que pareciese un dragón bípedo, lleno de escamas y espolones afilados por todo el cuerpo. Tenía dos pares de brazos, unos acabados en zarpas de acero mezcladas con dedos largos y sinuosos, y otros que eran en sí mismos brillantes espadas monofilamentadas.

La coraza que tenía por rostro se abrió; las cámaras de televisión enfocaron con nitidez la cara humana que se escondía debajo, atravesada por cables y remaches, y soldada al casco como si fuese un parche de carne sobre un esqueleto de titanio.

Pude reconocerlo al instante pese a las modificaciones quirúrgicas. Un escalofrío recorrió mi espalda. Aquel Robot Asesino había sido una vez Tristan de los Sax.

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