Arena

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19. Arena (Dos)

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Las huestes templarias se congelaron. Sin-derella, tras unos instantes paralizada por el estupor, alcanzó el vehículo de mando con su moto y distribuyó a las tropas por radio.

Por lo que mostraba la televisión, con primeros planos que se regodeaban en los aspectos más sórdidos del combate, el jefe de los Temples, Ayrem, estaba siendo atendido por las unidades médicas. Estaba vivo, pero parecía incapaz de continuar la lucha: uno de sus brazos había desaparecido arrancado de cuajo por la onda expansiva.

Los Temples se reagruparon. Accedí a las transmisiones de su centro de mando e introduje las claves de decodificación (cortesía de Sin-derella). La oí gritar por la radio, asumiendo el mando. Tenía una capacidad natural para hacer que las personas confiaran en ella en el campo de batalla, igual que su hermanastro.

Los edeanos no retrasaron por más tiempo su ataque. Una veintena de robots multípodos se desplegaron por el campo de batalla, extendieron apéndices con cañones de partículas montados en batería, y abrieron fuego. Enormes orugas se desenrollaron y se convirtieron en hileras de lanzacohetes ancladas a tierra. Un enjambre de misiles llenó el cielo de cintas de humo erráticas.

Tristan portaba una larga tubería negra asida a la espalda, que pivotó sobre el eje de su hombro para convertirse en un largo cañón de alta potencia. Apuntó con cuidado hacia el centro de mando de los Temples, y aún desde mi perspectiva cenital del combate pude ver el destello de alta energía concentrándose en sus acumuladores.

—¡Sin-derella, sal de ahí! —advertí por el comunicador, pero ella no me recibía.

Tristan disparó su arma principal, alcanzando al vehículo-refinería justo en los depósitos de combustible. Éstos estaban protegidos por más de cuarenta centímetros de polímeros disipadores de energía, pero el cañón del Robot Asesino expulsó un proyectil acelerado a una velocidad equivalente a un octavo de c, y los atravesó limpiamente, como si no estuviesen allí. La cinética del impacto levantó de un lado todo el vehículo oruga de mando, inclinándolo en el aire, y a mitad de esa curva lo hizo estallar.

El huracán de fuego, equivalente a la combustión espontánea de dos mil toneladas de combustible sólido, provocó tal onda expansiva que derribó y calcinó a todas las tropas, amigas y enemigas, en un radio de quinientos metros.

Los Narices de Cerdo atacaron a los artilleros edeanos desde atrás, embistiéndoles con sus tanques-ariete. Aplastaron varias orugas cañoneras, perdiendo a su vez un quinto de efectivos. Pero no les importó. Durante unos segundos, sus tropas y las de otras dos facciones más, las Hermanitas y los Engendros, se reunieron en un lugar muy cercano a las gradas para firmar una tregua: sus estrategas consideraron inmediatamente a los nuevos competidores como los más peligrosos, decidiendo su eliminación.

Tristan los contempló a todos reunidos, deliberando, y enseñó los dientes. De repente su cuerpo se abrió: de su corpachón surgieron racimos de propulsores concentrados en la espalda y las piernas. Se elevó cincuenta metros de un impulso, apuntando cuidadosamente. Su panza también se descorrió en iris, y disparó un único proyectil hacia el grupo de las tres facciones.

Un resplandor nuclear iluminó las nubes encima del estadio.

El público enmudeció.

Se hizo un silencio atronador, tanto en las gradas como en los cubículos de los comentaristas de prensa.

Tristan cayó a tierra. Emitió un sonido inhumano, cruel, como si una montaña se desplomase sobre sí misma y sus rocas rozasen unas contra otras.

Se estaba riendo.

Había usado armas prohibidas. Eso violaba todos los Reglamentos de la Arena. De inmediato, el Real Jurisconsulto, quien jamás había esperado ver algo así en vida, se puso en pie muy solemnemente y alzó el pañuelo de emergencia para la suspensión de los Juegos. Según la tradición, tal violación de las normas no deparaba nada bueno para los infractores ni para sus promotores. Los comentaristas de los cincuenta canales que retransmitían el evento se habían quedado literalmente mudos de asombro; no hacían sino tratar de recobrarse y comentar los posibles efectos de esa acción sin precedentes.

El Real Jurisconsulto abrió la mano para dejar caer el pañuelo de emergencia. Los notables que compartían el palco de honor bufaron decepcionados. El espectáculo estaba a punto de acabarse.

—Los edeanos han roto las reglas del combate —dijo el anciano, y su voz se oyó en cientos de mundos—. Como dicta el Reglamento, el caso será estudiado a fondo por los Jueces Supremos y el castigo rigurosamente impartido a los infractores. ¿Tenéis algo que decir ante estas acusaciones?

Un representante de los edeanos se hizo visible en las pantallas del estadio. Su rostro inhalador de hidrógeno parecía tan desconcertado y estremecido como los de sus acusadores. Inmediatamente pidieron perdón a las autoridades de la Sílfide y al Jurisconsulto de la Arena, comprometiéndose a retirar y castigar severamente a sus jefes de tropa por haber permitido que tal desastre ocurriera.

Una nave cigarro se acercó a la Arena, abriendo su panza. Todas las tropas recibieron avisos inmediatos por radio de la cancelación de las hostilidades.

Estaban realmente indignados, o eso parecía. Escuchándoles, me dio la impresión de que Tristan había ido demasiado lejos, incluso más de lo que sus intrigantes amos esperaban.

Para decepción de los millones de asistentes y telespectadores, el Real Jurisconsulto pronunció unas palabras que jamás habían sido escuchadas en la larga historia de los Juegos:

—Declaro las hostilidades suspendidas. Que las autoridades arresten al Robot Asesino autor del horrible crimen, y lo traigan a nuestra presencia.

De repente, su palco explotó.

Fue una nuclear vírica, un tipo de bomba de la que Sin me había hablado. La ojiva impactó justo en el centro de las gradas y detonó en forma de un anillo de luz cobriza, que se abrió varios cientos de metros en derredor. Todos los espectadores a los que atravesó, que fueron millares, se deshicieron en nubes de escoria putrefacta como si sus cuerpos hubieran experimentado brutalmente y en menos de un segundo una larguísima enfermedad degenerativa. Una enfermedad que hubiera disuelto sus órganos internos, licuado sus cerebros y convertido su piel en un saco apergaminado capaz de romperse al menor soplo de brisa.

Tristan recargó el raíl de aceleración de su hombro con otra ojiva, y apuntó a los cuarteles de las fuerzas de seguridad palladystas que protegían el estadio. Éstos no duraron enteros más de tres segundos: otro resplandor y el ochenta por ciento de los efectivos policiales fueron restos de tecnología ocupados por momias.

El caos se adueñó al instante del inmenso recinto. Los robots edeanos, controlados por telemetría por la armadura de Tristan, volvieron a la carga atacando a las facciones de gladiadores que aún quedaban con vida sobre el terreno de juego. Los millares de espectadores que ocupaban las gradas, dándose cuenta de que corrían serio peligro, se convirtieron en una turba desordenada que luchaba por alcanzar las salidas a toda costa.

Una nave militar palladysta orientó sus armas hacia la Arena, decidida a acabar con aquella locura. Tristan advirtió el ataque y se proyectó hacia el cielo activando sus propulsores, apartándose de la línea de fuego.

Una lluvia de haces de energía verdes y azules llovió sobre los Robots Asesinos, destrozando a gran parte de ellos. Tristan se asió a la pared vertical de la Torre de Control del estadio, clavando sus espolones en el cemento. Apuntó con su rifle de raíl al puente de mando del agresor. La energía se concentró de nuevo en la bocacha.

Un estampido sordo y la proa de la nave se hundió como si estuviera hecha de plástico. Sin control, comenzó a escorarse, entrando en pérdida. No llego a tocar el suelo: en su caída encontró el bajel lleno de pantallas y carteles que colgaba sobre el centro del estadio. Ambos vehículos colisionaron, la nave palladysta se incrustó en el corpachón metálico sin blindaje de la más grande, y reventó en su interior.

El bajel y sus hologramas llovieron en pedazos sobre los combatientes.

Todas las emisiones cesaron. Las cámaras dejaron de grabar y los periodistas fueron expulsados por las autoridades. Desde mi atalaya en órbita, tuve que conectar el telescopio de mi propia nave para saber qué estaba pasando dentro del estadio.

El ejército palladysta decidió acordonar la zona y limitarse a vigilar que los combatientes no abandonasen la Arena, en espera de refuerzos. Afortunadamente para ellos, Tristan no parecía tener interés en salir de allí.

Le vi hacer movimientos extraños, ilógicos. Se movía de un lado a otro sin motivo aparente, a veces disparando contra los espectadores (al ritmo al que salían, calculé que tardarían varias horas en despejar por completo las gradas), a veces respondiendo al fuego que los gladiadores supervivientes concentraban en él. Pero la mayoría del tiempo, durante largos minutos que se prolongaron como horas, simplemente voló de un lado a otro, hizo gestos en el vacío como hablando con alguien que no estaba allí, o miró en una dirección con inusitada atención, como si hubiera algo importantísimo que nadie más veía salvo él.

Algunos misiles dirigidos le golpearon con fuerza, pero su armadura de dragón antropomórfico no se resquebrajó. Los tiradores le disparaban desde muy lejos, tal vez en el kilómetro más alejado de la pista, pero Tristan no se acercaba a ellos; se limitaba a dispararles con su arma principal de largo alcance, causando estragos. Parecía estar protegiendo el contáiner espinado que había sido desembarcado por los edeanos junto a sus tropas, al principio del combate. Por alguna razón, nunca lo dejaba completamente desprotegido.

Cerca del antiguo puesto de mando de los Temples se movió algo. Tristan no lo vio porque el viento arrastraba la densa nube de la combustión de los tanques de gasolina hacia él, pero mis instrumentos sí lo notaron.

Era una pequeña cápsula de escape, un búnker móvil que había salido despedido en la gran explosión. Se abrió como un capullo y de su interior surgieron varios mandos templarios, incluyendo una figura femenina que yo conocía bien.

—¡Bravo, Sin! —exclamé, pero al instante cerré la boca: Tristan había notado que algo se movía a su espalda. Posiblemente los sensores de su traje hubieran captado un movimiento a baja altura.

Lentamente, el monstruo se giró hacia el búnker.

Su hermanastra, cojeando, salió de la nube de humo. Llevaba el vibrocuchillo sujeto al cinto, sin desenvainar.

—¡Tristan! —gritó.

El monstruo la miraba en silencio.

—¡Tristan, te reconozco! ¿Qué has hecho con nuestro padre?

Una moto sidecar, con un piloto y un ametrallador de los Engendros, apareció sorteando una barricada de tanquetas incendiadas y lanzó unas salvas trazadoras contra el peto del Robot Asesino. El que fuese el hermanastro de Sin-derella las encajó y apuntó con un dedo hacia el pequeño agresor: una cuchilla salió volando de su metacarpo, se abrió en el aire en forma de boomerang afilado y cercenó la cabeza del artillero longitudinalmente. Tristan seguía mirando a su hermana, como si nada hubiese ocurrido.

—Dime dónde está mi padre —exigió Sin-derella—.

Ahora.

El Robot debió emitir algún tipo de señal silenciosa, porque al momento la caja de metal espinada se abrió como una rosa, y en su interior apareció una camilla de hospital. A ella estaba atado con alambres el duque Sax Robeson, mirando con ojos lechosos la escena.

Sus dos hijos enfrentados a muerte.

El duque apenas conservaba una débil chispa de vida en su interior, pero bastaba para llenar sus ojos de lágrimas.

Sin-derella no varió un ápice su expresión. Su rostro, al igual que el de Tristan, parecía una lámina de metal frío.

Disimuladamente, sacó de su manga unas pequeñas esferas plateadas.

—Prepárate a morir, bastardo. —Sus dientes rechinaron—. Hasta aquí ha llegado tu locura.

Y lanzó las esferas contra el Robot.

No llegaron a tocarle.

Tristan las incineró en el aire con un chorro de llamas que surgió de su laringe. Las bombas de vasnaj se deshicieron y su gas fue consumido por el calor.

Sin-derella retrocedió, alarmada.

Tomé una decisión. Yo tenía algunas bombas más en la nave, pero no podía lanzarlas desde órbita; tenía que bajar allí, y la sola idea me aterraba.

Encendí los motores y penetré en la atmósfera a gran velocidad, convertida en un ascua de luz.

Aquario monitoreó la zona y encontró un área despejada entre los incendios y las naves de la policía por la que acceder al estadio. Corrí al vestuario, me deshice de la ropa de vuelo y me enfundé el traje EVA, con el propulsor jet a la espalda. Aún estaba manchado de rojo por el efecto del agua del lago.

Sin-derella corrió alejándose de su hermanastro. La moto sidecar paró a su lado y ella ocupó el lugar del artillero decapitado, arrojando el cadáver a un lado. Agarró el cañón ametrallador y vació todo el cargador sobre Tristan.

Éste demostró lo inhumano de su condición cuando, colocando el vehículo en la mira de sus cañones integrados, hizo girar el torso completo más de cien grados, dejando estáticas las piernas, mientras la moto corría a su alrededor. Cuando la tuvo fijada, disparó.

El conductor reventó en una explosión de vísceras. Sin-derella gritó y se cubrió el rostro con las manos. La moto continuó su loca carrera unas decenas de metros más para acabar estrellándose contra la barrera de tanquetas humeantes. No detecté más movimiento en esa zona.

Ardiendo de furia, abrí la panza de mi nave. El viento sobre el estadio era abrasador, y traía olores de mil formas de muerte diferentes.

Aquario descendió hasta una altura prudente (en cualquier momento aquella cosa podría tomarla por un enemigo), y yo me encomendé a todos los dioses de los que alguna vez había oído hablar.

Luego salté al vacío.

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