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1. Comerciando en los lagos de Tikos

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Para comprobar la calidad de una prenda o de un artículo de bisutería no hay nada mejor que un probador de ropa, y eso es una regla de oro en cualquier parte del cosmos. Confieso que estuve buscando uno de reojo durante todo mi periplo por el abarrotado espacio interior de la nave de los jullasym, un puesto de venta ambulante con forma de caparazón de tortuga, pero mis esfuerzos acabaron por aburrirme. Después de atravesar cuatro bahías llenas de artículos capaces de ponerme los dientes largos, y antes de soltar el seguro de mi tarjeta de crédito (la llave de la caja donde guardaba medio kilo de valiosas perlas hepáticas de Sultra), recurrí al método más simple:

—Me gustaría llevármelo, pero… ¿dónde rayos tenéis el probador?

El jullasym que me servía de guía sonrió y, señalando con uno de sus palpos gelatinosos al robot flotante que me acompañaba y circunstancialmente sostenía mis elecciones, hizo que extendiera dos largos brazos cubiertos de argollas. Por ellas se descorrió una cortina que inmediatamente aisló mi cuerpo del resto de la nave. Hasta entonces no me había dado cuenta de que me seguía una habitación privada volante.

—¿Lleva entonces consigo reloj de Causas Importantes? —preguntó el comerciante con su acento gelatinoso. Hablaba como si antes de dejar escapar una palabra se detuviera para rellenarla de agua.

—Sí —convine, ajustándome un vestido hecho de insectos vivos. Estuve a punto de renunciar a él, porque los muy tontos no adoptaban las configuraciones que tan bonitas quedaban en las fotos de los catálogos. Debían de ser esquemas de apareamiento o algo poco frecuente—. Y también la colección de estrellas de mar que silban, siempre que canten canciones de amor, y no de las otras… ya sabe.

—Éstas muy amaestradas. Haber crecido junto a vieja radio terrestre que sólo es capaz de reproducir vez y vez la misma cinta.

—¿Cinta? —pregunté, susurrando una orden que hizo que los insectos anularan instantáneamente sus abrazos y cayeran flotando a guardarse en su cajita. Me quedé desnuda, rebuscando en la percha del robot aeroflotante otra de mis elecciones: moluscos imantados de Persea. Pero la dejé para más adelante porque no tenía ganas de ponerme todavía la armadura—. ¿A qué se refiere?

—Reliquias magnéticas de otro tiempo. También tenemos una grabadora.

—Déjelo. De todas formas estoy a un paso de salirme del presupuesto. Por favor, ordene a los mozos que vayan cargando todo esto en mi nave. —Salí del probador con sólo un Esquema de cintas kraa, que se anudaban en torno a mi cuerpo como si en lugar de una mujer fuese un paquete postal—. ¿Cuánto es en total?

—Cincuenta y dos perlas, pero por ser usted y teniendo en cuenta el volumen de compra… —dijo rápidamente el comerciante, olvidando por unos momentos la pronunciación entrecortada de mi idioma—. Uhmf. Dejárselo puedo en cincuenta.

—Me parece un poco caro —puntualicé, sacando la caja de perlas.

—Volumen alto. Grandes beneficios, yo…

—Me es igual. Espero que todo esto quepa en la bodega —abrevié, observando cómo los atareados jullasym montaban un puente de palpos entre la bahía de su nave y el iris dilatado de la mía,

Aquario.

Ahora que veía las cajas desde fuera, me pregunté para qué demonios quería yo un reloj que sólo marcase los acontecimientos importantes de la vida (sobre todo cuando incluía en su diseño un feísimo casco de hierro de propósitos desconocidos), o la

troupe de estrellas de mar cantarinas, blancas y negras como coristas de cabaret venidas a menos. Decidí colocadas en los ceniceros de la nave, elementos que tampoco se usaban nunca porque soy alérgica al humo de casi ochenta tipos de tabaco.

Un estampido cercano rebotó en las bóvedas de acero de la nave jullasym. El comerciante se llevó las extremidades a la cabeza, adoptando una posición defensiva y ordenando a sus empleados que se preparasen para una fuga rápida. Nuestras miradas se cruzaron, y yo reaccioné con la pericia y el miedo contenido de las esclavas fugitivas. El comportamiento de mis anfitriones era bastante lógico; los de su especie siempre tienen problemas con las autoridades cercanas, independientemente del lugar de la galaxia donde ofrezcan sus servicios. Pero yo dudaba que aquello fuese un ataque. Más bien parecía un impacto a nivel de superficie, un proyectil estrellándose a gran velocidad sobre uno de los lagos sólidos del planeta.

Destrabé el comunicador de mi cinturón kraa y llamé a la computadora de mi nave:

Aquario, ¿qué ocurre? ¿Ha sido en la superficie?

—Correcto

—susurró una voz andrógina a través del aparato—. Un fragmento de meteoro ha caído muy cerca y ha taladrado la costra metálica del lago. Los gases de treón están escapando a la atmósfera.

—Maldita sea. —El treón era un gas muy peligroso, altamente corrosivo e inflamable, y muy malo para los valiosos motores de mi navío si se pegaba a ellos. De un salto, agarré yo misma los bártulos que quedaban por estibar y los llevé cruzando de un par de zancadas el puente que unía ambas naves. Los seres con aspecto de ventosa gigante se replegaron al interior de su bajel-mercado-casa de cambio, e hicieron rugir sus motores de maniobra. Su reflejo sobre la pátina iridiscente del lago se fracturó en mil tributarios cuando una selva de grietas la convulsionó.

Yo había tenido la suerte de encontrar a los jullasym repostando combustible gaseoso, un derivado del treón que ellos dragaban directamente de las fuentes termales mediante largas tuberías que daban a sus bajeles el aspecto de aberrantes mosquitos. Habíamos anclado ambas naves a escasas docenas de metros por encima del paisaje compuesto por cientos de espejos, los lagos sólidos de la cuenca orogénica, pozos de agua a los que el continuo burbujear del treón agarrotaba hasta convertirlos en planchas de metal en una suerte de descompensada tensión superficial. El ángulo descendente del sol pintaba los óxidos en colores dorados y ocres con una maravillosa mezcla de tonos que convertía el paisaje en uno de los cuadros más bellos que yo había visto nunca, y he visitado muchos mundos.

Nos separamos sin tardanza y, mientras la tortuga de los comerciantes buscaba refugio en los recovecos de la cavidad geodésica, elevé mi nave en pos de la atmósfera exterior, de donde caían los proyectiles.

Aquario ejecutó automáticamente una maniobra de combate para esquivar otro de los fragmentos mientras yo trataba de llegar al puente.

—¿Qué ha sido eso? —inquirí, sujetándome a duras penas al diván de control. Entre los cinturones de seguridad y las cintas de mi singular vestido, ahora sí que parecía un genuino paquete de correos andante.

—Ya no hay duda, Marion. Se trata de un transporte, un brick pesado de diseño común. Se está desintegrando por secciones.

—¿Reentrada abortada?

—Negativo. Parece que su fuerza estructural simplemente se desvanece.

Pensé en un fallo de los generadores de campos ablativos, o en un ángulo de reentrada tan erróneo y mal calculado que pudiera estar convirtiendo el bajel en un meteorito gigante en desintegración, pero a tenor de lo que vi en la pantalla mientras nos aproximábamos dudé de estas conclusiones.

Era un brick, una ballena deforme con el castillo de gobierno montado en la proa, concebido como una capilla eginarda con ventanales apuntados. A través del mosaico de sus cristaleras pude ver que se estaba desarrollando una batalla a bordo. Los destellos de las descargas de rayos teñían de rojo y dorado la luz que atravesaba los paños góticos. Nos acercamos tanto que casi pude distinguir figuras de tripulantes corriendo a esconderse tras las consolas de control, disparando con pistolas hacia un enemigo que permanecía oculto a mis sensores.

La ballena estaba rodeada de grandes depósitos de combustible que ahora se iban desprendiendo de forma ordenada y ardían al contacto con la atmósfera.

Aquario tenía razón: el transporte se estaba desmenuzando por propia voluntad, como si alguien hubiese activado un dispositivo interno de autodestrucción.

Decidí acercarme más.

—Vamos a tratar de establecer comunicación con ellos. Tal vez podamos ayudarles a evacuar —sugerí, mirando de reojo los bártulos de la compra que se amontonaban en el pasillo.

Aquario medía más de veinte metros de longitud, pero era una goleta de formas afiladas y armoniosas, no un carguero. Poseía una dinámica atmosférica veloz y un cuidado trazado de perfil que, junto a su esquema de pintura en preciosos plateados y rosas, a muchos les parecía cursi, pero a mí no me importaba; mi nave había servido como barco de placer hasta que la reconvertí colocándole los motores gemelos Kerambeón en la popa. Yo prefería que siguiese causando hilaridad y que la gente la subestimara antes de mostrar abiertamente sus optimizadas capacidades para la velocidad y la maniobra.

El reloj de Causas Importantes comenzó a graznar. Sus manecillas estaban posadas en dos cartas de la Fortuna (que hacían las veces de números en su esfera), una con la forma de dos amantes, y la otra… Bueno, tenía algo que ver con una calavera que no me detuve a mirar.

—No responden a mis llamadas

—anunció la computadora—. Pero dos de sus chalupas de emergencia se están activando.

En lo alto del castillo de gobierno había espacio para tres chalupas pesadas de evacuación. No había ni rastro de una de ellas, por lo que deduje que ya había sido lanzada, o bien se había estrellado contra el planeta con los demás fragmentos. Las otras dos se desacoplaron en ese momento con una explosión de eyectores y tomaron rumbos diferentes.

Sacudí los puños de alegría; tal vez no estuviera todo perdido… Pero me detuve enseguida. Algo iba mal. La chalupa más adelantada hizo girar una torreta de cañones láser situada en su panza y apuntó hacia su gemela.

Me agarré con fuerza al asiento tratando de pensar en algo rápido que hacer, pero el misterioso artillero no esperó. La chalupa abrió fuego, bombardeando a su gemela con un chorro de haces verdes y azules, hasta que la explosión de corpúsculos blancos y chispas cegó momentáneamente mis instrumentos.

—¿Qué demonios…? —protesté, pero

Aquario entró en secuencia automática de esquiva. Los tiradores nos eligieron como blanco—. Pero, ¿qué significa esto? ¡Esos malnacidos nos están disparando!

El reloj siguió graznando sus advertencias cabalísticas.

Glbli, glbli, glbli. Le di un fuerte empellón para que se callara.

—¡Silencio, maldito trasto! ¡Ya sé que esto es importante!

Aureolado por una nube de escombros, el brick comenzó a caer. No era una desintegración masiva de su estructura, sino que toda la nave se precipitaba contra la atmósfera exterior del planeta. Muchos kilómetros por debajo, la hermosa pátina de metal de la superficie brillaba como un espejo de oro y pedrerías al abrigo del atardecer.

Perdí de vista la chalupa agresora tras el corpachón del vencido transporte. De repente, de la nada, surgieron unas naves ligeras con aspecto de murciélagos inquietos, que se colocaron en formación alrededor de la chalupa. Eran las naves de diseño más estrambótico y alienígena que había visto en toda mi vida.

Nosotras también comenzamos a descender de manera algo más controlada.

Aquario, ¿queda algo de impulso en esos motores? —pregunté, señalando el esquema táctico del brick en mi pantalla.

—Afirmativo. Debe quedar aún alguien con vida en el castillo de mando, porque están tratando de frenar la caída.

—Muy bien. Da vueltas alrededor del brick a ver si conseguimos atraer unos cuantos disparos.

—La chalupa y sus acompañantes han entrado en un ciclo de salto interdimensional, Marion. Creo que no debemos preocupamos más por ellos.

Asentí frotándome las manos.

—Perfecto. Extrae el tren de aterrizaje.

—¿Puedes repetir?

—Ya me has oído —instruí—. Y deriva parte de la energía de las Kerambeón para potenciar su sistema de anclaje magnético. Quiero un diagrama de los puntos de tensión del brick y de los nuestros, a ver si podemos soportar su peso.

—¿Pretendes remolcarla?

—Cargar con ella no; sería excesivo. Pero tal vez podamos echarles una mano con la inercia de la caída.

—Glbli, glbli, glbli.

—¡Ya lo sé, estúpido cacharro! —Otro mamporro que me dolió más a mí que a él. Entonces adiviné por qué el reloj llevaba el absurdo casco de hierro incorporado en su diseño.

Nos colocamos paralelos al vector de caída del brick y extendimos el triple tren. La energía derivada de las poderosas Kerambeón refulgía con chispazos argénteos en las palas de aterrizaje, planas y curvadas levemente en las puntas como esquíes. Me asustaba un poco pensar que a pocos metros de distancia de la panza de mi nave, un enorme carguero que casi la triplicaba en tamaño se desmenuzaba convirtiéndose en un peligroso enjambre de piezas en combustión, que caían como proyectiles de fuego a varias veces la velocidad del sonido.

Con absoluta precisión, la computadora previó el ángulo de descenso del pecio basándose en su reducida capacidad de maniobra y los fuertes vientos imperantes. Una estimación de trayectoria apareció brillando contra el plexiglás de observación. Yo asentí y di la orden de acoplamiento. El castillo de proa se desmenuzaba golpeando nuestros escudos a la manera de gotas de lluvia incandescente.

—¡Ahora! —ordené, clavando las uñas al reposabrazos, y sentí cómo el impacto del encontronazo entre las dos naves, todo lo suave que podía haber sido dadas las circunstancias, se transmitía a través de la estructura haciendo vibrar mi asiento.

Ambos transportes se precipitaron juntos por espacio de unos segundos (en que la ingravidez del arco de caída separó mi trasero del diván); luego los motores empezaron a tirar. Empujaron con todas sus fuerzas, los puntos de tensión se resintieron. El tren de aterrizaje tembló como una rama a punto de partirse por la fuerza de un vendaval, pero, milagrosamente, aguantó. Volví a alzar el puño, la vista clavada en el contador digital de distancia al suelo.

Aquario iba mostrando los datos a gran velocidad.

—Vamos, preciosa, aguanta… —gruñí, rechinando los dientes. Esto era muy peligroso para mí, pero no podía dejar morir a las personas que seguramente seguirían vivas allí dentro sin darles una oportunidad. Los números que indicaban la distancia al lago de metal más grande disminuían a una velocidad pasmosa.

En ese momento, y durante un instante, mientras nos precipitábamos a la destrucción contra las rocas, tuve la certeza de que la carta que marcaba la manecilla principal del reloj era el rostro taciturno de la muerte.

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